Después de un par de semanas de relativa calma, la oleada de violencia que sufren desde hace cerca de dos meses Israel y los territorios palestinos ocupados ha vuelto a repuntar con fuerza en estos últimos días, no solo en Jerusalén, el epicentro de los enfrentamientos y de una tensión cada vez más insoportable, sino también en otras ciudades, como Hebrón.
Con la atención del mundo desplazada hacia otras zonas de la región, como Siria o Irak, donde la guerra y el terror yihadista empiezan a tener consecuencias cada vez más serias para Occidente (la crisis de los refugiados, brutales ataques en ciudades europeas como los atentados de París de esta semana), y con un proceso de paz completamente paralizado, la mayor parte de los enfrentamientos actuales están protagonizados por jóvenes que se niegan a aceptar un statu quo basado, esencialmente, en que todo siga igual.
Es la llamada ya «generación de Oslo», en referencia a los palestinos nacidos tras los acuerdos alcanzados en la capital noruega en 1993, unos acuerdos que propiciaron la creación de la Autoridad Nacional Palestina, y cuyo objetivo último, lograr una solución permanente al conflicto, y el cumplimiento de la resolución 242 de la ONU, en la que se exige la retirada israelí de los territorios ocupados, hace ya mucho que quedó en agua de borrajas.
Frustrados por la falta de futuro, criados en el opresivo entorno de la ocupación, y con poco que perder, muchos de estos jóvenes parecen haberse sacudido el miedo a las tropas israelíes, al tiempo que se sienten cada vez menos representados por el a menudo inoperante gobierno palestino y sus llamamientos a la resistencia pacífica. Son, además, muy conscientes de la firme determinación del Gobierno israelí de Benjamin Netanyahu de no avanzar ni un milímetro hacia esa solución de dos Estados en la que, al menos a medio plazo, muy pocos confían ya.
La «intifada de los cuchillos»
Algunos analistas han calificado esta nueva oleada de violencia como «la intifada de los cuchillos», ya que, a pesar de que ha habido varios casos de tiroteos y atropellos intencionados, la mayor parte de los ataques protagonizados por palestinos se producen con armas blancas. De momento, es difícil saber si se trata de una revuelta con la suficiente extensión y proyección en el tiempo como para poder ser comparada con las dos anteriores intifadas (la primera, la «intifada de las piedras», entre 1987 y 1991, y la segunda, la «intifada de Al Aqsa», entre 2000 y 2005), pero lo cierto es que se trata de la mayor insurrección contra la ocupación israelí desde el último gran levantamiento popular, hace ya diez años.
Solo entre el 1 y el 13 de octubre, los días de mayor violencia hasta ahora, se registraron al menos 17 casos de apuñalamientos de israelíes por jóvenes árabes, y en esta última semana, los ataques y las represalias han sido prácticamente diarios.
El pasado domingo, seis israelíes resultaron heridos y dos palestinos muertos por disparos de las fuerzas de seguridad de Israel en al menos tres incidentes registrados en Cisjordania. El lunes, una joven palestina fue tiroteada tras intentar apuñalar a guardias israelíes en un control, también en la Cisjordania ocupada. El martes, soldados israelíes mataron a un palestino que supuestamente pretendía acuchillarles en Jerusalén, donde dos adolescentes palestinos resultaron asimismo heridos de bala tras acuchillar al vigilante de un tranvía. El viernes murieron dos colonos judíos por disparos cerca del asentamiento ilegal de Otniel, en Hebrón; dos palestinos perdieron también la vida en enfrentamientos con soldados israelíes cerca de esta ciudad, y un tercero falleció a causa de las heridas recibidas en un ataque anterior
Uno de los episodios que más denuncias ha provocado, no obstante, se produjo el jueves, cuando soldados israelíes disfrazados de civiles irrumpieron en un hospital de Hebrón para detener a un palestino al que responsabilizaban de otro acuchillamiento, y acabaron matando a tiros a un joven que se encontraba con el acusado. La rocambolesca entrada de los agentes fue grabada en vídeo por las cámaras de seguridad del hospital, y las imágenes han sido ampliamente difundidas en Internet.
En total, en todo el mes de octubre y lo que llevamos de noviembre, esta última oleada de violencia ha causado ya cerca de un centenar de muertos. La gran mayoría (al menos 78) de los fallecidos son palestinos, y de ellos, una treintena eran presuntos atacantes. Las víctimas mortales israelíes sobrepasan la docena (14 muertes registradas hasta ahora). Hay, además, centenares de heridos, y el miedo (en algunas zonas de Jerusalén, a simplemente caminar por la calle) se ha apoderado de una gran parte de la sociedad israelí.
Éstas son, en preguntas y respuestas, algunas claves para entender mejor lo que está pasando.
¿Cómo y cuándo empezó?
La situación comenzó a deteriorarse a mediados del pasado mes de septiembre, con los enfrentamientos ocurridos tras la propagación de rumores según los cuales Israel pretendía modificar el antiguo acuerdo que permite el acceso al Monte del Templo (para los judíos), o Explanada de las Mezquitas (para los musulmanes). Esta zona de la parte ocupada de Jerusalén, un área vigilada y controlada por las fuerzas israelíes, alberga la mezquita de Al Aqsa y la denominada Cúpula de la Roca, y es considerada el tercer lugar más sagrado del islam. El área tiene asimismo una gran importancia religiosa para los judíos, al ser el emplazamiento de los históricos templos bíblicos.
Israel ocupa la zona desde que se la arrebató a Jordania durante la guerra de 1967, pero el área ha permanecido bajo administración musulmana desde entonces. Un acuerdo alcanzado hace décadas permite el acceso a visitantes no musulmanes, pero la cada vez mayor presencia de visitantes judíos, en muchos casos alengtados por activistas que buscan incrementar la presencia judía en el Monte, ha hecho crecer entre los palestinos el temor de que Israel esté planeando modificar los términos del acuerdo.
El Gobierno israelí ha negado estos rumores, y acusa a las autoridades palestinas, tanto civiles como religiosas, de haberlos propagado para incitar a la violencia. Por su parte, el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abás, ha acusado a los colonos judíos y a las autoridades israelíes de realizar «actos de agresión» que han motivado la reciente ola de violencia.
El 13 de septiembre, la Policía israelí entró en la Explanada de las Mezquitas, tras los disturbios ocurridos en la víspera del Año Nuevo judío como consecuencia de los mencionados rumores. Los enfrentamientos, espoleados por la decisión israelí de limitar el acceso de los palestinos al Monte como medida de seguridad, continuaron durante varios días, y el día 28 de ese mismo mes, después de que el Gobierno israelí autorizase la utilización de fuego real contra quienes lanzasen piedras, las fuerzas de seguridad israelíes volvieron a entrar en la Explanada. Durante una intervención ante la Asamblea General de la ONU, Abás afirmó que Palestina está viviendo la situación más crítica desde 1948, y dio por enterrados los acuerdos de Oslo.
El 1 de octubre, una pareja de colonos judíos fueron asesinados ante sus cuatro hijos cerca de Nablús, en la Cisjordania ocupada. Dos días después empezaron los apuñalamientos.
¿Quiénes están realizando los ataques?
La mayoría son jóvenes, en muchos casos menores de edad, y con una mayor presencia de mujeres, incluyendo universitarias, que en revueltas anteriores.
Si bien no parece existir una organización centralizada, se ha hablado de una cierta coordinación a través de las redes sociales, donde, en cualquier caso, se han multiplicado los mensajes que exhortan a realizar más ataques, y han ido ganando terreno etiquetas como «Jerusalén Intifada» o «Intifada de cuchillos». Varios de estos ataques han sido filmados con teléfonos móviles o por cámaras de seguridad, y compartidos en Internet.
¿Cómo se producen y con qué consecuencias?
Aunque la tensión y alarma social habían descendido ligeramente a finales de octubre, la cadena de apuñalamientos e intentos de apuñalamiento de jóvenes palestinos contra israelíes (en su mayoría colonos o uniformados) se ha reanudado en estas dos últimas semanas como un goteo permanente. A principios de noviembre, y según informó Efe, el servicio de emergencias israelí aseguró haber tratado en 40 días a un total de 170 víctimas de ataques, de los que 12 habían muerto y 159 resultaron heridos, una veintena de ellos, graves. En muchos de los casos los atacantes y supuestos atacantes fueron abatidos por las fuerzas de seguridad o por viandantes armados.
Las autoridades palestinas cuestionan esas cifras y consideran que en muchos de los sucesos no hay pruebas que demuestren que los palestinos iban a atacar, por lo que hablan de «ejecuciones sumarias» de inocentes. También denuncian un «uso abusivo de la fuerza» que ha llevado a matar a muchos atacantes pese a que se les podía haber neutralizado y detenido sin matarlos, así como abusos y maltrato innecesario a los agresores una vez neutralizados.
Entre los casos más controvertidos se encuentra el de dos primos del clan Yabari de Hebrón, de 15 y 17 años, que, según denunció el gobernador de esta ciudad, recibieron 57 balas entre ambos y que «no habían atacado a nadie». Otro caso que ha levantado fuertes críticas es la muerte de Thawarat Ashrawi, una anciana de 72 años de Hebrón que fue acribillada por soldados que aseguran que trató de atropellarlos, mientras su familia lo niega y afirma que iba a poner gasolina y no se dio cuenta de que le daban el alto.
A las decenas de palestinos abatidos en ataques (demostrados o supuestos) se unen los muertos por fuego israelí en protestas contra puestos de control militares israelíes en Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, lo que eleva los palestinos muertos a cerca de 80, y a los que se suman más de 7.000 heridos (según la ONU) y 1.200 detenidos, en su mayoría jóvenes.
¿Cómo está reaccionando la sociedad israelí?
Según un recientre sondeo de la agencia Midgham, realizado entre ciudadanos israelíes, y citado por Efe, el 75% de los encuestados cree que «se debe matar a los terroristas sorprendidos en el lugar de un ataque», frente a un 25% que discrepa. Además, un 55% de israelíes judíos opina que no se debe imputar por sus actos a quienes «atacan a un terrorista después de que haya sido neutralizado».
Tanto la policía israelí como el propio alcalde de Jerusalén, Nir Barkat, han llegado a aconsejar a los habitantes de la ciudad que posean licencia de armas que salgan con ellas a la calle. El alcalde insiste en que solo la mano dura logrará frenar esta oleada de violencia: «El número de terroristas que ha surgido de los barrios árabes de Jerusalén en las últimas semanas es inaceptable. Lo que hay que hacer para proteger la vida de la gente es bloquear y controlar muchísimo más de lo que hicimos en el pasado», aseguró.
Las zonas palestina e israelí de Jerusalén, separadas desde hace décadas por una frontera invisible, están estos días más divididas que nunca. Como escribe para la agencia Efe la periodista Ana Cárdenes, «consumados o frustrados, probados o dudosos, los ataques que se registran cada día han alterado las rutinas de muchos, y han extendido el miedo en ambos lados, convirtiendo en habitual una violencia que, según los expertos en seguridad, no va a acabarse pronto».
El miedo a los ataques con arma blanca hace que las calles del corazón de Jerusalén y de la Ciudad Vieja estén excepcionalmente silenciosas y semivacías: «El ulular de las sirenas y el sobrevuelo de los helicópteros se ha convertido en la música de fondo de la ciudad. Las agresiones, casi espontáneas y perpetradas por palestinos sin antecedentes ni especial militancia política, son prácticamente imposibles de abortar, y el nerviosismo de los israelíes es palpable», explica por su parte Beatriz Lecumberri en El País.
Este miedo está también muy presente en la comunidad palestina, donde todos se han convertido en sospechosos, y donde muchos temen ser atacados por colonos u hostigados y detenidos por la policía.
¿Será una nueva intifada?
El histórico dirigente palestino de Al Fatah Marwan Barghouti, uno de los principales líderes de la segunda intifada, y actualmente encarcelado a perpetuidad en una prisión israelí, hizo pública una carta en la que saluda a la «nueva generación que se ha levantado para defender su derecho y su deber de resistir la ocupación […], desarmada y enfrentándose a una de las mayores potencias militares mundiales».
La revuelta tiene, ciertamente, algunos elementos en común con la segunda intifada, cuyo detonante fue la visita del entonces líder de la oposición israelí, Ariel Sharon, a la Explanada de las Mezquitas. Y para muchos analistas, el colapso de las negociaciones de paz, la falta de esperanza por conseguir un Estado propio a medio, o incluso a largo plazo, y la ira y la frustración acumuladas por varias generaciones durante una ocupación que dura ya cerca de medio siglo, han creado el caldo de cultuvo necesario para el estallido de un nuevo levantamiento en toda regla.
No obstante, de momento existen algunas diferencias importantes con las intifadas anteriores, empezando por el hecho de que el presidente palestino, Mahmud Abás, ha reiterado su rechazo a la violencia y ha mantenido, aunque siempre del modo más discreto posible, la coordinación entre las fuerzas de seguridad palestinas y las israelíes, en un intento de evitar que los enfrentamientos se descontrolen por completo.
Durante la anterior intifada, los ataques estaban respaldados por grupos organizados de militantes palestinos que contaban, además, con el apoyo tácito de sus líderes. La mayoría de estos grupos han sido desmantelados durante los últimos años, y muchos de sus miembros están ahora en prisión. Los ataques actuales los llevan a cabo individuos sin afiliaciones políticas declaradas y que parecen actuar por su cuenta. Las milicias de Al Fatah no se han sumado, y Hamás ha mantenido la tregua en la Franja de Gaza, el territorio que controla, pese a alentar la revuelta en Jerusalén y Cisjordania. Esta actuación de lo que se ha venido en llamar «lobos solitarios» ha hecho que, para Israel, su tradicional respuesta puramente militar sea esta vez mucho más complicada.
¿Hay alguna solución a la vista?
No parece probable, al menos mientras el proceso de paz continúe bloqueado. Y los actuales dirigentes de ambas partes tienen poca voluntad, en el caso de Netanyahu, o pocas posibilidades, en el de Abás, de reactivarlo.
El dirigente palestino cuenta con cada vez menos apoyo popular (una encuesta reciente indica que el 65% de los palestinos desea su renuncia), y es continuamente desacreditado como negociador válido por el Gobierno israelí, que le reprocha carecer de la fuerza suficiente para lograr acuerdos. Abás no ha condenado los ataques perpetrados en las calles israelíes, pero mantiene su oposición a una nueva intifada armada y sigue ofreciendo a Israel una cooperación en materia de seguridad que desgasta su imagen entre los palestinos
Como explica el experto en Oriente Medio Nathan Thrall, del International Crisis Group, en un artículo publicado en la revista London Review of Books, cuando Abás llegó al poder en 2005, el veterano líder palestino, «más un funcionario que un líder carismático como Arafat», fue visto como una figura de transición tras los acuerdos de Oslo, en un momento en que los palestinos estaban exhaustos tras las luchas de la segunda intifada, y con una gran necesidad de reconocimiento internacional. El contexto, con Hamás y Barghouti ausentes en las elecciones, los líderes fundadores de Al Fatah asesinados o en prisión, y el firme apoyo del Gobierno estadounidense de George W. Bush, también le favoreció.
Pero estas condiciones, como era previsible, no duraron mucho: «Los palestinos —señala Thrall— se recuperaron de la fatiga de luchar contra Israel, Hamás volvió a la política, el mantenimiento de la ocupación alentó la resistencia, los líderes que cuestionaron esa resistencia fueron desacreditados, y una nueva generación de palestinos creció sin los recuerdos del coste que supusieron las intifadas, e incapaz de entender por qué sus padres aceptaron no solo abandonar la lucha contra el ejército israelí, sino incluso cooperar con él, a través de acuerdos negociados por el propio Abás». Como apuntaba recientemente el dirigente palestino Nabil Shaat, «han pasado 22 años desde la firma de los Acuerdos de Oslo y en la Cisjordania ocupada hay ya 400.000 colonos».
Por su parte, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu (en el cargo desde 2009, y reciente ganador de las elecciones celebradas el pasado 18 de marzo), se mantiene en la idea de que el mejor proceso de paz es el actual proceso inexistente. Como dijo el pasado 27 de octubre, «Israel vivirá siempre con la espada en la mano», para explicar después su intención de mantener el control total sobre toda la Palestina histórica, incluyendo los territorios ocupados.
El dirigente israelí, enfrentado al presidente Obama tras el acuerdo nuclear alcanzado con Irán, y criticado por numerosos líderes europeos, está sometido, además, a una gran presión por parte del ala más dura de su coalición de gobierno, que le exige una respuesta aún más contundente (ya se ha incrementado el número de efectivos militares en Jerusalén y Cisjordania, y se han relajado las normas sobre cuándo puede abrirse fuego sobre los manifestantes) ante la actual oleada de violencia palestina.
Una de las principales características de esta nueva revuelta es, probablemente, la ausencia de actores políticos con la suficiente credibilidad como para poder frenarla o encontrar soluciones.
En este sentido, el profesor del Centro de Relaciones Internacionales de la Universidad de Groninga (Holanda) Sami Faltas señala al diario El Universal que «en la primera intifada había todavía lazos entre Israel y Palestina por actividades económicas transfronterizas, así como actores políticos que creían en la viabilidad de los acuerdos de Oslo, pero hoy la gente tiene menos que perder que antes. La interdependencia económica, que es fórmula para la paz, no existe más, debido al cierre de las fronteras y a la construcción, por parte de Israel, de un muro de hormigón de hasta ocho metros de altura».
Con Estados Unidos alejado de una implicación directa en el proceso de paz, no existen tampoco otros actores externos de peso con la capacidad de detener una posible irrupción de violencia a gran escala. Egipto, socio reconocido por ambas partes, no está en condiciones de asumir responsabilidades como consecuencia de su situación interna, y la Unión Europea, indica Faltas, ha perdido influencia «por pensar de manera equivocada que resolvería el conflicto solo inyectando dinero».