A punto de cumplirse un año ya de la salida de las tropas estadounidenses, Irak está muy lejos aún de haber encontrado una mínima estabilidad. De hecho, el año parece estar acabando exactamente como empezó: con una escalada de la tensión sectaria y étnica que ha marcado la historia del país desde que en 1932 la Sociedad de Naciones dio por finalizado el Mandato Británico y reconoció su (tutelada) independencia.
En los primeros meses de 2012 estalló el conflicto sectario cuando, nada más salir los últimos soldados de EE UU, el Gobierno del primer ministro Nuri Kamal al Maliki, un chií, ordenó el arresto del vicepresidente, Tariq al Hashemi (suní), acusado de participar en actividades terroristas. Ahora, el año concluye con un preocupante agravamiento del interminable conflicto étnico del Kurdistán iraquí, una crisis en la que, obviamente, hay otros factores en juego, más allá de la etnia. El primero de todos, el petróleo.
El último capítulo hasta ahora del ‘problema kurdo’ comenzó también tras un movimiento de Maliki, cuando el primer ministro decidió incrementar significativamente el control de Bagdad sobre las fuerzas de seguridad que operan en Kirkuk, un territorio de gran riqueza petrolera, disputado por ambas partes, y en el que tropas iraquíes y kurdas se reparten la responsabilidad de mantener el orden. La excusa: evitar atentados terroristas. Como explicaba Joost R. Hilterman, del International Crisis Group, a The New York Times, recurriendo a una de las expresiones más mencionadas en la región últimamente: «Para los kurdos la decisión de Maliki fue cruzar una línea roja. Básicamente, Maliki se hizo con el control de la policía, y los kurdos nunca van a ceder Kirkuk».
A finales del pasado mes de noviembre, agentes federales iraquíes que trataban de detener a un kurdo en la ciudad de Tuz Jurmato, al norte de la región semiautónoma, acabaron enfrentándose a tiros con miembros de las fuerzas de seguridad leales al Gobierno regional kurdo. Murió un civil y otros ocho resultaron heridos. La respuesta de Maliki fue enviar más tropas, y Masud Barzani, el presidente del Kurdistán iraquí, reaccionó destacando a sus soldados, los peshmergas. Desde entonces la tensión no ha hecho más que crecer, a pesar de los esfuerzos de mediación llevados a cabo con el respaldo de Estados Unidos.
El pasado lunes, Barzani realizó una significativa visita a Kirkuk y dejó claro que el Gobierno regional kurdo no está dispuesto a ceder terreno. Durante su encuentro con las milicias peshmergas, y según informó la agencia Reuters, Barzani dijo que «a lo largo de la historia los kurdos no han elegido el camino de la guerra, pero eso no significa que se vayan a quedar esposados ante la opresión. Estamos en contra de la guerra, no nos gusta la guerra, pero si la situación lleva a una guerra, todos los kurdos están preparados para luchar por el mantenimiento de la identidad kurda de Kirkuk». Para estar en medio de un proceso negociador, el líder kurdo usó cuatro veces la palabra guerra en solo un par de frases. Ya en otro tono, Barzani pidió a las milicias que «resistan», que cumplan con la ley y la Constitución, y que preserven «la tolerancia y la convivencia pacífica con todas las comunidades del Kurdistán».
Kirkuk, que actualmente se encuentra fuera de las tres provincias del norte de Irak que conforman la región semiautónoma del Kurdistán (creada en 1993 tras la derrota iraquí en la primera Guerra del Golfo), es una de las reclamaciones históricas más importantes de los kurdos iraquíes. La elaboración de un censo que determine si la ciudad tiene mayoría kurda o árabe sigue retrasándose, pero no es probable que este registro, si es que llega a realizarse algún día, vaya a solucionar la disputa, teniendo en cuenta las vicisitudes sufridas por la población kurda en las últimas décadas.
A mediados de los años setenta, por ejemplo, más de diez años antes de la brutal represión de Sadam Husein en 1988 (el tristemente famoso episodio conocido como Al Anfal, en el que fueron masacrados decenas de miles de kurdos), en torno a medio millón de kurdos fueron desplazados forzosamente de sus poblaciones de origen, a las que tenían prohibido regresar bajo pena de muerte. Muchos de ellos fueron conducidos al sur de Irak, donde se les realojó entre una población de mayoría árabe chií. Era la respuesta del régimen de Bagdad a la revolución que acababa de sofocar en el Kurdistán. En aquel momento, el Irán del sha, que prestaba apoyo a los kurdos, y el Irak de Sadam Husein (quien aún no era presidente, pero se había convertido ya en el hombre fuerte del régimen) habían logrado alcanzar un temporal y frágil acuerdo de paz. Aquella ‘reconciliación’, firmada en Argel en 1975, precipitó la derrota de las fuerzas kurdas y acabó produciendo la escisión del movimiento kurdo entre el Partido Democrático del Kurdistán (PDK) de Masud Barzani y la Unión Popular del Kurdistán (UPK), que luego dirigiría Yalal Talabani. Talabani, actual presidente de Irak, se mantenía al frente de la UPK cuando ambas facciones se enfrentaron en una guerra civil tras la Guerra del Golfo de 1991. Los dos líderes se reconciliaron y se presentaron en coalición a las elecciones de 2005. Ahora, Talabani es el mediador en las atrancadas negociaciones entre Bagdad y el gobierno kurdo de su exenemigo Barzani.
El estancamiento es hasta cierto punto comprensible si se tiene en cuenta lo que está en juego: Kirkuk se asienta sobre una de las mayores reservas de petróleo del mundo, y las explotaciones que operan en los campos situados en torno a la ciudad producen alrededor de una quinta parte del total de las exportaciones de crudo de Irak (unos 2,6 millones de barriles al día).
Mientras duró la ocupación militar de EE UU, las tropas estadounidenses actuaron de colchón entre el Ejecutivo central iraquí y el Gobierno regional kurdo, pero cuando abandonaron el país, Bagdad comenzó a incrementar su control, tanto sobre la producción de petróleo como sobre la zona en sí. La tensión se disparó al firmar la región kurda acuerdos con grandes empresas petroleras como Exxon y Chevron para desarrollar los yacimientos, un movimiento que Bagdad interpretó como lo que probablemente era: un desafío al poder central.
Para complicar aún más la cosa, también la industria petrolera rusa ha puesto su granito de arena en el aumento de la presión. La semana pasada, y según informó La Voz de Rusia, la empresa Gazprom Neft, que desarrolla una «cooperación energética» tanto con Irak como con el Kurdistán iraquí, indicó que «por ahora cooperamos con ambos gobiernos, pero si tenemos que elegir lo haremos».
De acuerdo con la emisora rusa, Bagdad exigió el pasado mes de noviembre a Gazprom Neft, filial del monopolio gasístico ruso Gazprom, que renunciase al contrato para el desarrollo del campo petrolero iraquí de Badra (con unas reservas calculadas en 3.000 millones de barriles) si continuaba ejecutando proyectos en el Kurdistán iraquí. El Gobierno central de Irak se ha negado a reconocer decenas de contratos firmados anteriormente entre el Kurdistán y empresas energéticas extranjeras, alegando que este tipo de acuerdos solo pueden ser llevados a cabo por las autoridades centrales.
De fondo, además, se encuentra la gran rivalidad política existente entre Barzani y Maliki, sobre todo después de que el líder kurdo intentara hace unos meses formar una coalición parlamentaria para acabar con el mandato del primer ministro.
Y mientras, para algunos líderes de la región semiautónoma, como Nechirvan Barzani, primer ministro y sobrino del presidente, la solución pasa por la vuelta de las tropas estadounidenses al Kurdistán iraquí, una opción que están muy lejos de considerar siquiera tanto el Gobierno de Barak Obama como el de Nuri al Maliki.
Un agravamiento de la crisis kurda situaría a Irak en una situación que no es exagerado calificar de trágica, al añadir una guerra de carácter étnico y económico al conflicto sectario que atenaza ya al país: Según datos divulgados en octubre por el Gobierno de Bagdad, solo en el mes de septiembre el número de muertos por ataques violentos y atentados (casi todos por bombas cuyas víctimas fueron mayoritariamente chiíes) llegó a 365, el doble que el registrado en agosto. Fue el mes más sangriento en dos años.
No son buenas noticias para una población tristemente acostumbrada a la guerra, la represión y la división interna. En un artículo publicado recientemente en The New York Times, Sarmed al Tai, columnista del diario iraquí Al Mada, lo resumía así: «Mi abuelo tenía una palmera de dátiles. Un día, cuando yo tenía cuatro años de edad, abrí los ojos y vi un tanque al lado de la palmera. Ahora veo tanques en la puerta de mi periódico».