Situadas a apenas diez minutos en ferry del corazón de la ciudad, las Islas de Toronto, o, simplemente, las Islas, son uno de los destinos preferidos de los torontianos en cuanto llega el buen tiempo. Desde que asoma la primavera hasta bien entrado el otoño, este singular enclave natural se llena de vida, sin perder por ello su privilegiada condición de refugio alejado del sofocante torbellino urbano.
Si a uno no le importan demasiado las multitudes (se calcula que cada año visitan el parque más de 1,2 millones de personas, la gran mayoría en verano), las Islas son el lugar perfecto para caminar, pasear en bicicleta, hacer un picnic, reunirse en torno a una barbacoa o a una hoguera en la playa, asistir a un concierto, o simplemente relajarse sobre el césped. Hay incluso un pequeño parque de atracciones nostálgicamente anclado en el pasado, un polémico aeropuerto (el Billy Bishop Toronto City Airport), y hasta una playa nudista.
Para alrededor de 650 torontianos, sin embargo, las Islas son mucho más que eso. Las Islas son su casa.
Durante los meses de invierno, el servicio de ferries a las Islas de Toronto se reduce al mínimo. De las tres rutas que cubren habitualmente el trayecto, las que unen la Terminal Jack Layton con Hanlan’s Point, Centre Island y Ward’s Island, tan solo esta última está operativa, y con una menor frecuencia. Es el cordón umbilical que conecta a los isleños con la ciudad, y no es raro ver en cubierta, junto al puñado escaso de turistas dispuestos a desafiar al frío, a residentes con carritos llenos hasta arriba: cereales, huevos, pasta, detergente, rollos de papel higiénico… En las Islas no hay supermercados, y la compra, isleños o no, hay que hacerla. «Lo mejor es organizarse, elegir un día a la semana», cuenta Susan Roy: «Nosotros solemos ir los sábados por la mañana; nos gusta comprar en St. Lawrence Market».
Susan Roy es una isleña de pura cepa. Vive en las Islas desde hace más de 30 años («prácticamente no he conocido otra cosa»), está activamente implicada en el día a día de la comunidad, y conoce como pocos la particular historia de un lugar que, como todo presunto paraíso que se precie, tiene sus luces y sus sombras: «Los inviernos aquí son duros, desde luego, no son para cualquiera. Y lograr la estabilidad que tenemos ahora no ha sido nada fácil; ha habido que luchar mucho, y es importante que eso no se olvide».
La lucha a la que se refiere es la larguísima batalla legal, resuelta finalmente en 1993, que los residentes de las Islas tuvieron que librar para poder seguir viviendo en ellas, después de que, en los años 50, el entonces gobierno metropolitano de Toronto decidiese convertirlas en un gran parque para la ciudad, y demoler todas las casas.
Casi cuatro décadas de litigios
Paseando, especialmente en invierno, por la pequeña zona residencial que se mantiene en pie actualmente en las Islas (unas 250 casas en total, divididas entre los islotes de Ward y Algonquin, y un único café, el Rectory), cuesta imaginar que aquí llegaron a vivir, en su momento de máxima ocupación, más de 2.000 personas, una cifra que superaba las 8.000 durante los meses de verano.
A finales de los años 40 y principios de los 50, las Islas estaban ocupadas casi por completo, en muchos casos, por veteranos de la Segunda Guerra Mundial y sus familias. Convertido en una auténtica zona suburbana de Toronto, el lugar era una vibrante comunidad en la que no faltaban elegantes teatros, un coqueto hotel de lujo construido en el siglo XIX, un parque de atracciones de tamaño considerable, varios clubes náuticos, tiendas con todo tipo de servicios, y hasta un gran estadio de béisbol en Hanlan’s Point, en el que, el 6 de septiembre de 1914, consiguió su primer home run profesional el legendario Babe Ruth.
Todo esto cambió radicalmente cuando, en el año 1956, el gobierno de la zona metropolitana de Toronto se hizo cargo de las Islas y, presionado por la creciente pérdida de espacio público en las zonas del puerto, decidió convertirlas en un gran parque para la ciudad. Pronto comenzaron las expropiaciones, y la mayoría de las casas, una tras otra, fueron demolidas. No todos los residentes, sin embargo, estaban dispuestos a marcharse, y la pequeña comunidad de vecinos que optó por permanecer en las Islas decidió desafiar a las autoridades metropolitanas, en un litigio que llegaría, más de 20 años después, hasta el Tribunal Supremo de Canadá.
Para cuando finalmente se formó la Asociación de Residentes de las Islas de Toronto, en 1969, tan solo 250 casas (el 4% de la superficie total de las Islas) se habían librado del bulldozer. En los años 70 se detuvieron finalmente las demoliciones, y el gobierno metropolitano comenzó a arrendar el terreno a los vecinos, si bien los contratos debían ser renovados año a año. En 1973 la gestión de las Islas pasó al gobierno municipal, pero la oposición a la zona residencial se mantuvo y, con ella, la amenaza de nuevas expropiaciones. Finalmente, y tras algunos incidentes de gran tensión entre autoridades y residentes, el Gobierno de Ontario se posicionó a favor de los vecinos y, el 18 de diciembre de 1981, aprobó una ley por la que reconocía el derecho de los residentes a permanecer en las Islas hasta el año 2005, un plazo que se amplió posteriormente (en 1993) a un periodo de 99 años.
La lista
Los isleños no son, por tanto, propietarios de los terrenos en los que viven, que pertenecen a la Ciudad de Toronto, sino que los ocupan en régimen de arrendamiento, a través de un fideicomiso (land trust). Y están sujetos, además, a una serie de condiciones. Las casas, por ejemplo, deben ser su primera residencia. También, y en contra de la idea que tienen muchos torontianos, pagan sus impuestos. Y, como recuerda Susan Roy, no pueden dejar los terrenos en herencia: «Nuestros hijos no tienen prioridad», explica, «para acceder a una propiedad aquí tienes que estar en la lista».
Gestionada por el fideicomiso de la Comunidad de Residentes de las Islas de Toronto, el organismo establecido en 1993 para administrar las propiedades de las Islas, «la lista» es, efectivamente, la única puerta de acceso a esta reducida comunidad. Y es una puerta que apenas se abre. Con un máximo de 500 plazas, actualmente se encuentra cerrada, a la espera de que se produzcan vacantes. Los aspirantes a arrendar una parcela se van añadiendo al final de la lista, que se mueve a ritmo de caracol.
Según datos del propio organismo, la media de ventas es actualmente de una o dos parcelas al año. Y un estudio publicado en 2009 por Torontoist calculaba que desde que alguien logra inscribirse en la lista hasta que se le ofrece una propiedad pueden pasar hasta 35 años. Los precios actuales de los arrendamientos oscilan entre los 54.000 dólares en la isla de Ward y los 70.000 en la de Algonquin. En cuanto a las casas, actualmente están valoradas en una media de entre 200.000 y 400.000 dólares, dentro de una horquilla que va desde los 150.000 dólares la más barata, a los 600.000 la más cara.
En estas condiciones, la renovación generacional de la población es un desafío. Según datos del último Censo, la población de las Islas ha experimentado un descenso del 5,6% entre 2011 y 2016. El 18% son personas mayores, y tan solo hay unos 200 niños . «Necesitamos más gente joven», reconoce Susan Roy. «Siempre animamos a las parejas jóvenes a que se apunten a la lista».
Un lugar único
La oferta es tentadora. A pesar de inconvenientes como la dependencia del ferry (o de los costosos water taxis), el nivel básico de los servicios, la crudeza del invierno, o los molestos decibelios que llegan desde las fiestas en los barcos durante el verano, las Islas son, realmente, un lugar único, un lugar donde todavía es posible encontrar un arraigado sentimiento de comunidad, donde la gente conoce a sus vecinos (muchos de ellos, además, artistas), donde uno se desplaza a todas partes en bicicleta sin peligro (es una de las pocas comunidades sin coches de Norteamérica), y donde los niños pueden aún campar a sus anchas.
Y es cierto que no hay supermercados, pero tampoco están precisamente al margen de la civilización. Aparte de las atracciones turísticas, la mayoría situadas en Centre Island, en las Islas hay electricidad, teléfono, agua corriente, servicio de recogida de basuras, Internet, una escuela pública (hasta sexto grado), dos residencias de día para mayores, instalaciones para campamentos escolares y hasta un pequeño parque de bomberos y una iglesia (anglicana). Por no hablar de la posibilidad de disfrutar de las mejores vistas de Toronto.
«Desde aquí hemos sido testigos de excepción de cómo ha ido cambiando la ciudad, del espectacular crecimiento que ha experimentado Toronto en los últimos años», cuenta Susan Roy. «Y para los que viven en esos nuevos edificios de apartamentos, las Islas son como su patio trasero, su jardín, el único lugar donde pueden disfrutar de una zona verde».
La pequeña carretera que recorre la Islas de extremo a extremo, atestada de caminantes, ciclistas y patinadores en los fines de semana de verano, ofrece en pleno febrero, totalmente cubierta de nieve, la imagen más arquetípica del invierno canadiense. En sus márgenes, uno de los canales que perfilan el pequeño archipiélago está totalmente congelado. Varios adolescentes, recortados contra el impresionante horizonte de rascacielos de la ciudad, juegan al hockey. El escenario es excepcional. La pregunta, si, en unos años, seguirá habiendo bastantes como para formar un equipo.
No siempre fueron islas
Las Islas de Toronto eran originariamente una península de unos 9 kilómetros de longitud, unida al continente por una estrecha lengua de arena. Esta unión, sin embargo, resultó inundada en 1852 como consecuencia de una fuerte tormenta, que abrió un canal al este de Ward. Otro violento temporal, seis años después, agrandó más aún el canal e hizo la separación permanente, dando lugar al único grupo de islas existente en la parte occidental del lago Ontario. En cuanto a la zona en la que se encuentra actualmente el aeropuerto, que inicialmente era también un gran banco de arena, ha sido rellenada artificialmente en varias ocasiones, siempre con tierra extraída del fondo del puerto: la primera, para construir el parque de atracciones original (demolido posteriormente), y después para acomodar el propio aeropuerto.