En el anochecer del 9 de diciembre de 2006, Lluis Corominas, yerno de los joyeros Tous y jefe de seguridad de la empresa de la familia, mató a tiros a un presunto ladrón que, supuestamente, trataba de asaltar el chalé del matrimonio en Sant Fruitós de Bages, Barcelona. Sinani G., un ciudadano albano-kosovar, se encontraba en el interior de un coche, a unos 50 metros de la casa. Estaba desarmado. Corominas se percató de la presencia del vehículo y, al sospechar que sus ocupantes eran parte del grupo de intrusos, detuvo su propio coche junto al de los presuntos asaltantes y disparó dos tiros. Una de las balas atravesó el cráneo de Sinani y acabó con su vida.
Esta semana, cuatro años y medio después, Corominas se ha sentado en el banquillo de la Audiencia Nacional de Barcelona. Un jurado popular, elegido tras cuatro largas horas de arduas entrevistas, deberá decidir si pasa los próximos 11 años en la cárcel. En principio, no están en cuestión los hechos (el abogado defensor no discute la autoría del crimen, basada en múltiples indicios); lo que se va a dilucidar es si Corominas actuó en legítima defensa, en cuyo caso podría ser absuelto.
Se trata, en definitiva, de establecer dónde empiezan y dónde acaban los límites de la defensa propia, un tema especialmente complicado y sensible, en el que confluyen multitud de factores que no siempre es fácil concretar. La polémica y la dificultad son lógicas, si se tiene en cuenta que la aceptación de que un acusado actuó en legítima defensa convierte en no punible un hecho (la muerte de otra persona incluida) que, en principio, es delito.
«Clima de inseguridad»
En el caso de los Tous, el suceso ocurrió en medio de una oleada de asaltos violentos a viviendas que mantuvo en vilo a las urbanizaciones de Cataluña, después de que bandas similares, en muchos casos de carácter violento, hubiesen generado auténtica alarma social en otras zonas de España, especialmente en la provincia de Madrid.
La propia Fiscalía admite el atenuante de obcecación, por entender que el procesado se encontraba «bajo la influencia de un estado de nervios», provocado por el aviso del vigilante de seguridad de que se estaba cometiendo un robo en casa de sus suegros, y debido al «clima de inseguridad ciudadana que se respiraba en aquellos días».
¿Deben tenerse en cuenta estos factores, cuyo carácter en parte subjetivo no es fácil probar, a la hora de establecer si el acusado actuó en legítima defensa o no, o debería ceñirse el veredicto a lo que establece el Código Penal, que, por otro lado, también puede ser interpretable?
¿Hasta qué punto puede ser clave, en este caso, la declaración del acusado y su capacidad de ganarse a un jurado que podría ser más receptivo a sus tesis exculpatorias que un tribunal profesional, habitualmente propenso a ceñirse a argumentos jurídicos? A tenor de lo que tardaron ambas partes en ponerse de acuerdo sobre la composición del tribunal popular, parece que hasta un punto bastante alto.
El Código Penal
El Código Penal español tan sólo dedica cuatro párrafos a la cuestión de la legítima defensa, concretamente, en el cuarto punto del artículo 20 (capítulo II del título I).
En él se señala, en primer lugar, que están exentos de responsabilidad penal quienes obren «en defensa de la persona o derechos propios o ajenos», siempre que exista una «agresión ilegítima».Esto supone, por un lado, que puede existir legítima defensa incluso si la acción no está orientada a defenderse uno mismo, y, por otro, que la agresión causante de la defensa ha de constituir un delito o una falta.
En el caso de los Tous, y dado que la víctima estaba desarmada, cobraría especial relevancia lo que indica la ley acerca de la defensa de los bienes. Aquí, el Código Penal considera agresión ilegítima aquella que ponga los bienes «en grave peligro de deterioro o pérdida inminentes». Y con respecto a la vivienda, se entiende como agresión ilegítima la «entrada indebida», ante la que uno puede defender «la morada o sus dependencias».
Una vez definido el marco en el que es posible hablar de legítima defensa, el Código indica que los medios empleados para impedir o repeler la agresión deben ser «racionalmente necesarios». Disparar a alguien que nos amenaza con los puños, por ejemplo, puede entenderse como no necesario.
Por último, la ley establece el requisito de que no exista «provocación suficiente por parte del defensor». Es decir, no se puede alegar legítima defensa si nos agredieron, o amenazaron con hacerlo, después de haber agredido o amenazado nosotros primero.
Ambigüedad
Son precisamente conceptos como el de «racionalmente necesario», o el de «provocación suficiente», los que hacen que la ley tenga un carácter que algunos expertos jurídicos califican de ambiguo, o demasiado abierto.
Un ejemplo famoso es el caso de Jacobo Piñeiro, el asesino confeso de dos homosexuales en Vigo a quien un jurado dejó en libertad tras considerar que las 57 puñaladas que había asestado a sus dos víctimas fueron en defensa propia. Posteriormente, el juicio se declaró nulo y Piñeiro fue condenado a 58 años de prisión.
No obstante, a través de la jurisprudencia y de la interpretación que se ha ido haciendo de la norma, sí parece que se ha alcanzado una distinción clara entre defensa y venganza, ya que la acción de legítima defensa tiene que producirse al mismo tiempo que la agresión ilícita o inmediatamente después.
Pasado un tiempo tras la conclusión del ataque, la acción sería considerada como no necesaria, y podría ser definida como venganza.
De la ley de la selva a la desprotección
En general, los partidarios de endurecer las condiciones que permiten contemplar la legítima defensa como eximente centran sus argumentos en la necesidad de impedir que, amparándose en una normativa que puede ser muy interpretable, se de carta blanca a que los individuos puedan tomarse la justicia por su mano, al margen del Estado de Derecho y de la actuación de las fuerzas de seguridad.
Estaríamos, en este supuesto, ante un escenario de patrullas vecinales y ciudadanos armados que apenas tienen que rendir cuentasa la hora de proteger sus derechos.
Una referencia válida podría ser la imagen, cierta en muchos casos, que nos llega de Estados Unidos, donde el derecho a la defensa propia, intrínsecamente unido al derecho a poseer armas, es poco menos que sagrado y se antepone, en ocasiones, a otros derechos fundamentales que recoge, por ejemplo, nuestra Constitución.
Por el contrario, quienes abogan por que estas condiciones sean menos estrictas denuncian que la actual ley deja al ciudadano desprotegido, en una situación de indefensión, sobre todo en casos ante los que el Estado, o la Justicia, no han podido o no han sabido responder adecuadamente. Destacan asimismo que el principio de proporcionalidad (un ataque debe ser repelido con igual fuerza con que se recibe, y no mayor) que subyace en el concepto de respuesta «racionalmente necesaria» hace que la defensa pueda resultar ineficaz.
En este sentido, la mayoría conservadora del Parlamento italiano aprobó en 2006 una ley, impulsada por la Liga Norte, que autoriza el uso de armas de fuego en legítima defensa a quien, estando en su casa o en su trabajo, «sienta» que él o sus bienes pueden ser agredidos o están amenazados, llegando incluso a matar.
El debate puede llevarse tan lejos como se quiera. Algunos analistas mantienen, por ejemplo, que EE UU no ha vulnerado la legalidad al matar a Bin Laden sin juicio, y en un país extranjero donde no tenía permiso para intervenir, alegando que actuó en legítima defensa, puesto que el líder de Al Qaeda dirigía una organización terrorista que amenaza a los ciudadanos estadounidenses. Otros, sin embargo, entienden que, aun en el caso de que este argumento fuese válido, ello debería dirimirse ante un tribunal, atendiendo al derecho internacional, y nunca de forma unilateral.