La luz verde del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para el uso de la fuerza contra el régimen libio y para el establecimiento de una zona de exclusión aérea en este país puede tener un doble efecto inmediato: salvar las vidas de muchos de los rebeldes que esperaban en el bastión de Bengasi la acometida final del Ejército de Gadafi, y mantener también con vida la oleada de revueltas que sacude Oriente Medio y el Magreb desde hace cerca de tres meses.
Lo primero dependerá de la velocidad con que sea capaz de actuar la comunidad internacional. En la noche del jueves se esperaba que los bombardeos fuesen inmediatos, con el fin de evitar la caída de Bengasi.
Y en cuanto a lo que se ha venido en llamar la ‘primavera árabe’, la decisión de Naciones Unidas llega en buen momento. La resistencia del régimen en Libia ha estancado un movimiento popular cuyo éxito se estaba basando, en buena parte, en la velocidad de propagación. Egipto sucedió a Túnez en cuestión de semanas y el contagio por toda la región fue prácticamente instantáneo. Pero, tras los primeros levantamientos y protestas en Argelia, Marruecos, Bahréin, Yemen, Omán e incluso Irán, el testigo pasó claramente a Libia, y, a diferencia del presidente egipcio Hosni Mubarak y del tunecino Ben Alí, que acabaron renunciando a sus cargos, Muammar el Gadafi optó por atrincherarse y jugar la baza de la represión y la guerra civil.
Frenazo
La comunidad internacional, aliada del dictador libio hasta antes de ayer por intereses energéticos, comerciales y teóricamente antiterroristas, respondió con titubeos. La primera reacción de Italia fue recordar que Libia era un país amigo; la UE dejó pasar días hasta que fue capaz de emitir una condena; el presidente de EE UU, Barak Obama, fue el último en pronunciarse contra la violencia de Gadafi, y Alemania aún se abstuvo este jueves en la votación del Consejo de Seguridad, argumentando que una acción militar supondrá «considerables daños y riesgos», algo en lo que, por otra parte, coinciden también diversos analistas tras el fiasco de Irak.
Sobre el terreno, mientras tanto, los rebeldes y las tribus libias disidentes no han sido capaces de hacer frente a un ejército profesional reforzado con mercenarios.
El resultado: Gadafi ha aprovechado para contraatacar sin piedad.
Represión
Los gobiernos de los países del Golfo Pérsico, por su parte, han empezado a practicar un doble juego, encaminado a mantener en el poder a sus dirigentes mientras guardan la ropa condenando al ‘tirano oficial’ (Gadafi).
Por un lado, la Liga Árabe ha sido, junto con Francia y el Reino Unido, el organismo que más ha presionado para el establecimiento de una zona de exclusión aérea en Libia. Por otro, la represión en sus propios territorios se ha incrementado en estos últimos días, especialmente tras la entrada en Bahréin de miles de soldados de Arabia Saudí y los Emiratos, bajo el paraguas del Consejo de Cooperación del Golfo, y con el objetivo de «mantener el orden».
Amparándose en el estado de emergencia (y con el secretario de Defensa de EE UU de visita en la zona, el pasado fin de semana), las fuerzas del orden no se han andado con contemplaciones a la hora de disolver a los manifestantes acampados en la Plaza de la Perla de Manama, la capital de Bahréin.
A favor de esta escalada represiva juega asimismo el hecho de que la atención mundial se haya desplazado inevitablemente a Japón, dadas las terribles consecuencias del terremoto y el tsunami que han devastado el país asiático, generando además un gravísimo riesgo nuclear.
Desde hace días, la revuelta árabe, que antes ocupaba invariablemente los principales titulares de todos los medios de comunicación del mundo, ha pasado a segundo plano.
Olvidados
Con el foco centrado en la guerra libia, Bahréin fuertemente controlado, y Egipto y Túnez sumidos en una transición que siempre es difícil, larga y poco generadora de grandes titulares, otros países han empezado a caer en el olvido, a pesar de que muchos de sus ciudadanos mantienen viva, en mayor o menor medida, la llama de la rebelión.
Es el caso, principalmente, de Yemen, que gozó de una gran atención hace unas semanas, pero que parece haber perdido algo de interés informativo; de Omán, un país considerado por la mayoría de los países occidentales como «estable y reformista», a pesar del carácter autocrático y absolutista de su régimen, o incluso de Irak, donde la comunidad kurda se ha rebelado durante semanas contra la lentitud del proceso de reformas.
Al mismo tiempo, en otros países los gobernantes han aprovechado la ralentización para prometer reformas encaminadas tanto a mejorar la situación económica como, en teoría, a aumentar las libertades. Entre estos últimos destacan Marruecos, Jordania y Argelia.
Palestina e Irán
El caso palestino es más complicado. Tanto en Gaza como en Cisjordania, los gobernantes (Hamás y Al Fatah, respectivamente) están tratando de desinflar las (de momento, escasas) protestas con el argumento de que la lucha debe centrarse en combatir al ocupante israelí.
La revuelta aquí se enfrenta, pues, a dos problemas: La ocupación (con la consiguiente represión y limitación de movimientos), y la presión de unos gobiernos cuyos niveles de corrupción están, sin duda, a la altura de muchos de sus vecinos.
¿Y en Irán? De momento, el régimen islámico ha logrado mantener a raya los nuevos conatos de protesta, herederos de la ‘revolución verde‘, y ha encarcelado a los líderes de la oposición.
Con respecto a las revueltas en sus vecinos árabes, Teherán mantiene una posición un tanto ambigua con la que trata de sacar partido ante lo que considera un nuevo equilibrio de fuerzas en Oriente Medio: Menos regímenes aliados de Estados Unidos (en principio), gobiernos dominados por chiíes en Líbano e Irak, y el propio país persa como posible nueva potencia regional.
Las revueltas, además, han surgido justo cuando Irán estaba sintiendo la presión de las sanciones internacionales en torno a su programa nuclear, algo de lo que pocos parecen acordarse ahora.
Todo ello, añadido a la creciente inclinación de Turquía hacia Oriente en lugar de hacia Occidente (en parte, por el rechazo de la Unión Europea), está poniendo especialmente nervioso al Gobierno israelí. Y la falta de voluntad de este último para frenar las colonias ilegales en territorio palestino ha empezado a minar el apoyo internacional con el que siempre cuenta.
¿Primavera o invierno?
La gran pregunta a estas alturas es si la intervención de la comunidad internacional llega o no demasiado tarde. O, como escribe el profesor Paul Rogers en openDemocracy, si la primavera árabe acabará o no convirtiéndose en invierno, justo en vísperas de la primavera real.
Ello dependerá de la capacidad de Gadafi para resistir (la mayoría de los analistas le dan por acabado, pero el proceso puede durar semanas), y del éxito que tengan las élites gobernantes del Golfo a la hora de reprimir las protestas.
La acción militar autorizada por la ONU tampoco va a ser fácil. Los objetivos no están todavía muy claros, y, además, puede tratarse de la tercera invasión a un país musulmán de una coalición en la que participa EE UU en menos de una década, algo que puede levantar suspicacias, y que Gadafi intentará aprovechar con fines propagandísticos.
Pero incluso en el peor de los casos, es muy poco probable que el fuego de las revueltas se extinga por completo. La magnitud de lo ocurrido en Túnez y, sobre todo, en Egipto, ha iniciado un proceso sin vuelta atrás, aunque bien podría prolongarse durante años.
Y mientras, la onda expansiva de la revolución y sus consecuencias están haciendo extraños compañeros de cama. Líbano, cuyo gobierno está dominado desde hace unos meses por los chiíes de Hizbulá (grupo radicalmente antiaestadounidense), ha sido el país árabe impulsor de la resolución de la ONU, en compañía de Francia, el Reino Unido y… Estados Unidos.
No hay que olvidar, sin embargo, que uno de los líderes históricos chiíes, Mousa al-Sadr, desapareció precisamente en la Libia de Gadafi, presumiblemente asesinado por el régimen libio. Ocurrió en 1978, pero, al parecer, la venganza sigue siendo un plato que se sirve frío.