Tenía la vaga esperanza de que esta vez no iba a tardar en quedarme dormido. Estaba agotado, y el baño en el río había acabado de relajarme. Dos horas después asumí, mientras seguía dando vueltas en el saco, que tampoco esa noche me resultaría fácil conciliar el sueño.
En el interior de la tienda hacía un calor sofocante y decidí abrir la cremallera, apenas una rendija, arriesgándome a que me devoraran los mosquitos. Saqué la mano y una brisa suave me acarició los dedos. Me vestí, salí, me puse las botas y me llené los pulmones con una bocanada de aire fresco.
Todo el desamparo urbano que arrastro cada vez que salgo al campo desaparece en cuanto me pongo las botas, en cuanto me las ato con fuerza y piso firmemente la tierra bajo mis pies. Y la noche era de una claridad extraordinaria, blanca, irreal. La luz de la luna llena me transportaba a otro planeta, a una tierra nueva de brillos metálicos y sombras extrañas. Encendí un cigarrillo y comencé a andar despacio por el sendero que bajaba hasta el río, apartando cuidadosamente las ramas que me cerraban el paso. Enseguida pude escuchar el murmullo del agua y, poco después, estaba otra vez ante la misma corriente tranquila en la que me había sumergido unas horas antes, sudoroso y cansado, tras haber estado caminando durante todo el día.
Parecía, sin embargo, otro río. Un río de leche, o de mercurio… Los mil matices de la luz en el agua cambiaban constantemente. Un nuevo río cada vez que el capricho del viento cubría de nubes la luna… Me senté en la misma piedra sobre la que había dejado la ropa para bañarme, encendí otro cigarrillo y entonces, casi sin querer, la realidad de mi vida se dibujó ante mis ojos con una claridad pasmosa.
Dentro de un par de meses cumpliría 60 años. Hacía mucho ya, por tanto, que caminaba cuesta abajo. El tiempo que me quedaba en este mundo era infinitamente menor que el que llevaba en él. Mis hijos tenían sus propias vidas, disfrutaban aún del espejismo juvenil de la existencia eterna, y apenas tenía nada en común con ellos. Y mi mujer no podía entenderlo. A veces llegaba a sentir un acercamiento empático al sentimiento, pero esto no tiene nada que ver con el sentimiento. Esto es, sencillamente, lo que hay. El trabajo, los viajes, la compasión, el idealismo… Todo palidecía hasta adquirir el mismo tono débil y quebradizo del agua del río. Bastaba un soplo para derribarlo. Cuando era niño elaboraba complicadas construcciones con cerillas que se desplomaban con tan sólo respirar cerca.
Y entonces, cuando estaba a punto de encender el tercer cigarrillo, algo se movió entre los arbustos de la otra orilla, justo enfrente de mí. ¿Un pájaro? ¿Un ratón? Probablemente no fuese más que un golpe de brisa. Pero el arbusto volvió a moverse. Fuese lo que fuese, era más grande que un ratón. ¿Un zorro? Me gustan los zorros. Arrojé el cigarrillo al agua y me incorporé. Una especie de grito ahogado, como un chillido, rompió el silencio.
—¡Ay!
—¿Hola? —dije—. ¿Hay alguien ahí?
—¡Un momento!
—¿Hola?
—¡Un momento! ¡Me he clavado algo en el pie!
Permanecí inmóvil, de pie sobre mi roca, escrutando la noche sin lograr ver nada. Hasta que una pequeña figura humana emergió de pronto de entre las sombras.
—Hola… Me había clavado algo en el pie, pero ya está.
Era una niña de unos doce años, tal vez menos. Llevaba un vestido muy antiguo, como esos que se ven en las fotografías de estudio de principios del siglo pasado. El pelo, ensortijado, muy largo, brillaba de un modo inverosímil a la luz de la luna.
—¿Te has perdido? —le pregunté—. ¿Necesitas ayuda?
—No.
—¿Y tus padres? ¿Estáis acampados por aquí? ¿Qué haces aquí sola? ¿Seguro que estás bien?
La niña esperó a que acabase mi retahíla de preguntas de adulto y, tras una pequeña pausa, respondió:
—Me llamo Alicia.
Sí, pensé con una mezcla de sarcasmo y autocompasión, en el país de las maravillas.
—Eso es —dijo ella, y, alargando una mano hacia mí, añadió: —¿Vienes?
—¿Cómo?
—Cruza el río, ven.
—¿Ir? ¿A dónde?
—Conmigo.
—Deberías volver con tus padres. Es muy tarde.
—No tengo padres. ¿Vas a venir o no?
—No.
Alicia se quedó un instante en silencio, como esperando una explicación.
—¿Y por qué no? —dijo al fin.
—Porque no quiero mojarme las botas —se me ocurrió responder.
—Pues quítatelas.
—Me gusta tenerlas puestas.
Otro silencio. Alicia no estaba dispuesta a rendirse.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —insistí—. ¿De dónde has venido?
—Ven conmigo y te lo enseño —respondió ella.
A veces resulta imposible saber por qué hacemos las cosas que hacemos, qué nos mueve a actuar en un momento dado. ¿Un brillo distinto en su pelo? ¿Las pocas ganas de volver a mi tienda? ¿El recuerdo de mis hijos? El caso es que maldije en voz baja un par de veces y, sin sentir la menor curiosidad por lo que pudiera enseñarme, me quité las botas, me remangué los pantalones y me dispuse a atravesar el espejo.
Por mi baño anterior sabía que el río podía vadearse siguiendo una línea de grandes piedras que, a modo de puente semisumergido, cruzaba prácticamente de orilla a orilla. Si era capaz de encontrarlas, el agua no me llegaría más arriba de las rodillas.
—Un poco más a la izquierda —dijo Alicia.
Decidí hacerle caso, y allí estaba el puente.
El resto sucedió como suceden las cosas en los sueños que somos incapaces de olvidar. Sin tiempo, en una realidad que desborda la propia experiencia, una dimensión a la vez nítida y esquiva. Nada más salir del agua Alicia me cogió de la mano y me arrastró a través de los arbustos, hasta el otro lado. Y el otro lado…
La pradera, inmensa, había atrapado todos los tonos blancos de la luna… Era como estar posados sobre el lomo de un gigantesco dragón albino. Y por todas partes, mirara donde mirara, cientos, miles de sombras danzaban en silencio, sombras que, poco a poco, fueron tomando forma hasta convertirse en las más fantásticas criaturas… Unicornios, hadas, elfos, gnomos, duendes… Pero también caracoles de terciopelo, jirafas plateadas, árboles centenarios, flores de ojos azules… El rastro de las luciérnagas no se acababa nunca, permanecía como congelado en el aire, y la pradera se iba llenando de haces de luz que se multiplicaban como una red, subiendo, bajando, girando, cruzándose unos con otros.
Alicia se puso de puntillas y me echó los brazos al cuello.
—Baila conmigo.
Comencé a escuchar la música, a sentirla dentro en realidad, en el instante mismo en que Alicia se abrazó a mí. Y entonces me inundó como una transfusión. La música reemplazó la sangre en mis venas, sustituyó el tejido de todos mis nervios. Y como a mí, lo entendía ahora, a todas las critauras que bailaban a nuestro alrededor. Flotábamos como ángeles perfectos sobre la espalda del dragón.
Cuando la música acabó, Alicia volvió a cogerme la mano.
—¿Te sientes mejor? —dijo.
Respiré hondo antes de contestar. La pradera había vuelto a ponerse en movimiento con una nueva canción. Rebosaba vida. Una bandada de caballitos de mar se precipitaba hacia las estrellas, giraba sobre sí misma y se lanzaba de nuevo hacia abajo, llena de luz.
—No —respondí.
—¿No?
—No. No creo.
—Vaya. Lo siento.
—No es culpa tuya.
Le acaricié suavemente la cara y traté de esbozar una sonrisa de disculpa.
—Pero gracias de todos modos —añadí.
—De nada.
Me di la vuelta y volví a atravesar los arbustos. Crucé el río. Mis botas seguían allí, secas, robustas. Me las puse y sentí el paso firme de mis pies sobre la tierra. Volví a la tienda. Un maravilloso nubarrón había cubierto la luna por completo.
Publicado el 8/3/2011
En el relato: Alicia
Imagen superior: «Sunrise: A Song of Two Humans», F. W. Murnau, 1927
8 comentarios
Entonces ¿ya no se puede cruzar al otro lado del espejo a los 60? Qué pena.
¡Que bonito!!
Maravilloso…
¡Que bonito!, todos tendríamos que bailar más el baile de la luna y dejarnos llevar por la música en nuestro interior. Gracias por este cuento.
Gracias a vosotros.
Lo sabremos cuando lleguemos, E., ¿no?
¡Me gusta! 🙂
Por abajo canta el río: volante de cielo y hojas. Con flores de calabaza, la nueva luz se corona. ¡Oh pena de los gitanos! Pena limpia y siempre sola. ¡Oh pena de cauce oculto y madrugada remota!
Soledad: lava tu cuerpo
con agua de las alondras
y deja tu corazón
en paz, Soledad Montoya.