El Elvis

Miguel Máiquez, 14/06/2011

Todos los días, menos los fines de semana, y desde hace cinco años, desayuno con Lola en la cocina de su casa mientras Antonio acaba de ducharse y de afeitarse, operación en la que nunca emplea menos de media hora. Después sale del baño como si hubiese un incendio, se traga el café, dice «hoy no llegamos», besa a su mujer y nos vamos.

A veces conduzco yo y otras veces conduce él, pero el coche siempre es el mío, porque Antonio y Lola no tienen coche. Tenían un Ford que se compraron poco después de casarse, pero lo vendieron. Así que ahora Antonio tiene tres hijos (el mayor es mi ahijado), una esposa, un piso demasiado pequeño en un barrio demasiado gris, un perro, casi dos metros de estatura, una energía sobrehumana, un amigo de toda la vida (yo) y un corazón de oro. Tiene también, como yo, un trabajo en una fábrica de planchas de aluminio. Pero no tiene coche.

La cocina de Lola y Antonio es como si fuese mi propia cocina. Cuando huelo a café en cualquier sitio es allí, y no a mi casa, donde me lleva siempre el olor. El café de las siete menos cinco de la mañana, con los niños durmiendo aún, la radio puesta, el perro impaciente por que llegue el momento de salir a la calle cuando Lola lleve a los chicos al colegio, el reloj de Ikea en la pared, el ruido de Antonio en la ducha y Lola en bata, con la cara recién lavada, el pelo enrededado y ojos de sueño.

—Ayer se pasó por aquí Felipe —dice.

—¿Y eso?

—Quería hablar con Antonio. Quiere que se meta en el comité de empresa.

—Ah, sí…

—Yo, la verdad, no sé si es buena idea.

—Si a él le parece bien…

—Quiero decir que al final os váis a ir todos a la calle igual, ¿no?

—Eso parece.

Espidi se acerca moviendo el rabo y me olisquea los zapatos. Su verdadero nombre es «El asombroso Spiderman», por deseo expreso de mi ahijado, pero al final, para alivio del resto de la familia, la cosa se quedó en Espidi. En la radio acaban de terminar las noticias.

—Cinco años trabajando como un animal, igual que tú, y ahora esto —Lola se ajusta el cinturón de la bata y se sienta a mi lado en la mesa de la cocina—. ¿Cómo vamos a apañarnos?

Cuando coge la taza de café para acercársela a los labios me doy cuenta de lo cansada que está.

—El pequeño no ha parado de berrear en toda la santa noche —dice, respondiendo a mi mirada.

Antonio cierra el grifo de la ducha. Por un momento, sólo se escucha el sonido de la radio. Y entonces Lola, de pronto, empieza a llorar. Unos lagrimones enormes que le resbalan por la mejilla y se estrellan contra el hule de la mesa como los primeros goterones de una tormenta de verano.

—No te preocupes —le digo—. Ya verás como nos sale algo.

—Ya lo sé —responde ella—. Ya lo sé, no es eso.

Espidi ha empezado a restregarse cariñoso contra sus piernas y Lola le acaricia instintivamente la cabeza. La música de la radio le pone a la escena un fondo como de fotografía antigua.

—Es esa canción —dice Lola.

—¿Qué canción? ¿La de la radio?

—Sí.

—¿Qué pasa con esa canción?

—Es de Elvis Presley, ¿no?

—La cantaba él, sí…

Antonio vuelve a abrir el grifo en el cuarto de baño. Ha empezado a afeitarse. Lola saca un paquete de klínex del bolsillo de su bata, se suena los mocos, se seca las lágrimas.

—Cuando estaba en el instituto había un chico… Yo estaba coladísima por él. Bueno, yo y todas… El caso es que era clavado a Elvis, pero igualito, con el tupé y todo, y los ojos esos… Así le llamábamos, Elvis. El Elvis.

El sol empieza a brillar en el cristal de la ventana, resaltando las huellas de las manos de los niños, los churretones que Lola limpia inútilmente todos los sábados por la mañama. Una bandada de pájaros cruza a toda velocidad por el otro extremo del cielo.

—Me pasé todo COU escuchando discos de Elvis, como una enferma. Iba a clase con el corazón a cien por hora, evitaba mirarle… Y en la fiesta de fin de curso, de pronto, el Elvis me sacó a bailar… Le tenía ahí, abrazado, con la canción esa de George Michael, y me eché a llorar como una boba. Era el último curso y su familia se iba a Barcelona a vivir. Yo me había imaginado que recorría el mundo con él en un coche descapotable, como los de las películas, escuchando los discos de Elvis Presley que tenía en mi habitación… Me preguntó que por qué lloraba. Porque te vas, le dije.

Se oye a Antonio salir del baño, vestirse, ir al cuarto de los niños para darles un beso, coger las llaves. Espidi anticipa su entrada en la cocina con un respingo.

—Hoy no llegamos…

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Miguel Máiquez, 14/6/2011
Archivado en Están todos vivos
En el relato: Elvis Presley

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