Vivir en este lado de la lente: ¿hacemos demasiadas fotos?

Miguel Máiquez, 11/05/2018

Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, 2013. Juan Manuel Serrat acaba de cantar El titiritero. Terminados los aplausos, se dirige a una persona del público y le pregunta: «¿Qué tal, cómo le va la grabación? ¡No, no lo cierre, siga! Es lo que hago yo, siempre que voy al fútbol voy con una tableta, lo grabo todo también, y cuando vuelvo a casa mi mujer me dice, ¿qué?, ¿cómo fue el juego? Y yo le digo, ni puta idea, pero lo tengo aquí grabado todo…». «Me preguntaba si no le gustaría ver el concierto en directo, tiene su encanto…», añade con sorna el cantautor.

Es un buen ejemplo de algo que observamos a diario, y cada vez más. Padres mirando la actuación de sus hijos a través de la pantalla del móvil cuando los tienen justo delante, La Gioconda rodeada de teléfonos en su rincón del Louvre, una puesta de sol casi oculta por la nube de aparatos que intentan inmortalizarla… O ese niño en el descanso de la última Super Bowl que, tras conseguir hacerse un selfie con Justin Timberlake, vuelve la vista a la pantalla de su móvil mientras el cantante seguía actuando justo a su lado.

Enlace a YouTube: Kid with the phone at Justin Timberlake’s Halftime show

La espectacular tecnología de los teléfonos móviles ha hecho la fotografía (y el vídeo) omnipresente en nuestra sociedad. Nunca ha sido tan fácil hacer una foto de una calidad decente, ni tan barato. Podemos además compartirlas de forma instantánea dónde y con quién queramos, y tantas veces como deseemos. Y, por si fuera poco, no ocupan espacio en decenas de álbumes en nuestras estanterías. La necesidad de ser selectivos a que obligaba el uso de los viejos carretes de 12, 24 o 36 disparos, el tiempo de espera del revelado, las decepciones o las agradables sorpresas al comprobar el resultado… Todo eso empezó a pasar a la historia con las primeras cámaras digitales y ahora, salvo en el caso de artistas y nostálgicos, es ya una parte tan irrecuperable del pasado como las cintas de cassette o el vídeo VHS.

En su momento de mayor apogeo, la emblemática compañía de fotografía Kodak llegó a tener más de 145.000 empleados; en 2016 el número apenas llegaba a los 6.500. Ese mismo año se compartieron, solo en Instagram, unos 40.000 millones de fotografías, más de 95 millones de fotos y vídeos al día. Y, según reveló WhatsApp en su blog en 2017, sus usuarios intercambian a diario 4.500 millones de imágenes y 1.000 millones de vídeos. La minicámara Narrative Clip se engancha en la ropa y toma una foto de forma automática cada 30 segundos.

1,2 billones, con ‘b’

Utilizando datos sobre el uso de teléfonos móviles, tabletas y cámaras digitales, así como información dada a conocer por las propias redes sociales, la consultora InfoTrends realizó en 2017 una proyección estadística del número total de fotos digitales que se tomarían en ese año en todo el mundo. El resultado es, ciertamente, impresionante: 1,2 billones. O, lo que es lo mismo, con una población en el planeta de en torno a 7.500 millones de habitantes, 160 fotos por persona. La cifra, además, crece vertiginosamente cada año: 0,6 billones en 2013, 0,8 billones en 2014, 1 billón en 2015, 1,1 billones en 2016. Mucho parece haber llovido desde que en 2000 Kodak anunció que ese año se habían hecho en todo el mundo la cifra récord de 80.000 millones de fotos (0.08 billones).

Una de las conclusiones que podrían obtenerse de todas estas cifras es que parecemos más preocupados por registrar y compartir lo que vivimos que por vivir la experiencia en sí. O que, tal vez, simplemente hemos cambiado la forma en que disfrutamos de las cosas. Decenas de estudios recientes cargan las tintas sobre el aumento del narcisismo, especialmente entre las generaciones jóvenes, como consecuencia de la revolución que han supuesto las redes sociales y la accesibilidad a la tecnología, con el selfie como gran catalizador. Pero también los hay que descatan efectos positivos, relacionados con la creatividad, la interacción con otras personas, la empatía, o incluso la posibilidad de aliviar situaciones de soledad. Quizá no sea tanto que nos comunicamos menos, como que nos comunicamos de otro modo.

¿Disfrutamos?

Según el estudio Point-and-Shoot Memories: The Influence of Taking Photos on Memory for a Museum Tour (Recuerdos de apuntar y disparar: La influencia en la memoria de tomar fotos durante el recorrido por un museo), publicado en diciembre de 2013 por la profesora de psicología Linda Henkel, de la Universidad de Fairfield (EE UU), tomar constantemente fotos de la realidad que nos rodea puede tener el efecto contrario al pretendido, al reducir nuestra capacidad para recordar en el futuro detalles de los eventos vividos.

Para la elaboración de este trabajo, Henkel pidió a un grupo de estudiantes que visitaran un museo y que hiciesen fotos de algunas obras, limitándose a observar otras sin sacar la cámara. Al día siguiente se les pidió que rememoraran lo que habían visto, y la mayoría recordaba menos detalles de las obras que habían fotografiado.

«Lo que creo que está pasando es que tratamos la cámara como si fuese una especie de dispositivo externo de nuestra memoria», señala Henkel. «Esperamos que la cámara recuerde cosas por nosotros, de modo que dejamos de procesar mentalmente el objeto en cuestión, y no nos implicamos en el tipo de detalles que nos permitirían recordarlo después», añade.

La opinión científica, no obstante, no es unánime, y otros estudios, como el titulado How Taking Photos Increases Enjoyment of Experiences (Cómo tomar fotografías incrementa el disfrute de las experiencias), sugieren más bien lo contrario.

Este último trabajo fue publicado en junio de 2016 por Kristin Diehl, de la Universidad del Sur de California; Gal Zauberman, de la Universidad de Yale; y Alixandra Barasch, de la Universidad de Pennsylvania. En una serie de nueve experimentos realizados a un total de 2.005 personas, se pidió a los participantes que llevaran a cabo diversas actividades, como coger un autobús, comer en un centro comercial, o visitar un museo. Después les preguntaron hasta qué punto habían disfrutado de la experiencia y se habían sumergido en ella.

En prácticamente todos los casos, aquellos que tomaron fotos durante las actividades indicaron que las habían disfrutado más y que se habían implicado más en ellas, incluyendo los que visitaron un museo.

Este estudio reveló asimismo otros aspectos interesantes: los participantes que realizaron un proyecto de manualidades tomando fotos del mismo lo disfrutaron menos que aquellos que lo hicieron sin una cámara; los que tuvieron experiencias negativas e hicieron fotos se sintieron menos felices que los que vivieron malos momentos sin retratarlos; y un grupo al que se le pidió que tomara «fotos mentales» disfrutó lo mismo que los que hicieron fotos de verdad.

Los mismos autores publicaron un año después otro estudio (Photographic Memory: The Effects of Volitional Photo Taking on Memory for Visual and Auditory Aspects of an Experience), basado esta vez, al igual que el trabajo de Henkel, en los efectos de la fotografía en nuestra memoria. El experimento se llevó a cabo asimismo en una galería de arte, con un grupo de 294 personas, a quienes se pidió que tomasen fotos digitales de algunas de las obras, mientras escuchaban las explicaciones de una guía de audio.

En esta ocasión, la conclusión, al contrario que la obtenida por Henkel, fue que tomar fotos sí ayuda a fijar en la memoria detalles visuales de lo fotografiado (los que las hicieron recordaban más que los que no), pero a un precio: los recuerdos auditivos eran mucho más pobres.