La idea de César no parece, en principio, nada del otro mundo: Montar una granja en su pueblo, la localidad de Suchitoto, al norte de El Salvador, y tratar de atraer a turistas urbanos para que pasen unos días en contacto con la naturaleza, levantándose al amanecer para salir al campo, trabajando con los animales, aprendiendo a hacer quesos orgánicos, o incluso, para quien lo desee, durmiendo en una hamaca, como duerme él mismo cada día.
El proyecto, sin embargo, es algo más que otra propuesta de turismo rural, y no solo por el hecho de que por las noches un grupo de jóvenes actores interpretará para los turistas historias de terror en torno a una hoguera. La empresa en la que César, un joven de apenas 20 años, está dispuesto a embarcarse es un soplo de esperanza en una región marcada por la violencia y el desempleo, y es también la prueba palpable de que el arte, y, en concreto, el teatro, puede ser un arma formidable cuando se trata de conquistar el futuro.
César es uno de los chicos participantes en el proyecto EsArtes, una iniciativa de teatro para el desarrollo puesta en marcha hace ya unos tres años por la ONG canadiense Cuso Internacional, en colaboración con la asociación local Primer Acto, el Festival de Stratford (Ontario) y el propio municipio de Suchitoto. Su principal objetivo es ofrecer alternativas de educación y empleo para los jóvenes de la zona.
«La idea es crear una especie de isla verde en la región», explica Tatiana de la Ossa, directora ejecutiva del proyecto, «encender un foco desde el que poder expandir una nueva cultura de paz a toda la zona, al tiempo que se va generando desarrollo económico en la comunidad y se construyen alternativas para los jóvenes, tanto laborales como en lo referente a su tiempo libre».
Para empezar, en EsArtes los jóvenes no solo aprenden teatro y montan sus propias obras; también se forman y, aprovechando todo lo que rodea a un montaje teatral (producción artística, escenografía, vestuario, utilería, luces y sonido, electricidad, carpintería), aprenden un oficio y adquieren la confianza suficiente para lanzarse después, como César, a desarrollar sus propios proyectos.
De la Ossa reconoce que la idea habría funcionado igual de bien en cualquier lugar donde los jóvenes se enfrenten a problemas similares. «La elección de Suchitoto se debió a que los índices de violencia son aquí menores que en el resto del país, y también a que se trata de una zona con una enorme cantidad de jóvenes sin alternativas laborales de futuro más allá de la agricultura, donde trabajan desde las cuatro de la madrugada hasta las once de la mañana, hasta que llega un momento en que se acaba el trabajo y entonces se acaban también los ingresos».
Suchitoto se encuentra en una de las zonas de El Salvador que sufrió con más dureza las consecuencias de la guerra civil que devastó el país durante aproximadamente doce años, hasta la firma de los acuerdos de paz en 1992. En total, el conflicto causó más de 80.000 muertes en todo el país. Antes de la guerra, el municipio contaba con unos 35.000 habitantes, población que quedó reducida a poco más de 8.000 al término de los combates. Hoy, más de 20 años después, en Suchitoto y sus alrededores viven unas 25.000 personas.
La situación de la región se vio agravada además por la pérdida de riqueza que, según señala De la Ossa, supuso la construcción de un lago artificial para una central eléctrica: «Actualmente, cuando los jóvenes llegan a los 18, 19 o 20 años, justo la edad en la que uno tiene más vigor para producir y crear, esto es como la muerte en vida», afirma.
Pero los jóvenes que participan en el proyecto (chicos y chicas de entre 14 y 25 años de edad, a quienes se les exige permanecer en el sistema educativo mientras están en EsArtes) no son los únicos beneficiados. Como explica Tatiana, la actividad revierte en la comunidad al desarrollar una imagen positiva del pueblo, atraer turismo y, lo más importante, implicar a comercios y empresas de la localidad. «En La casa de Bernarda Alba, nuestro primer montaje, participaron más de 200 personas, incluyendo los comerciantes locales, la gente que nos prestó todo tipo de servicios, los sastres, las costureras, los transportistas… Fue cuando la gente se dio cuenta de lo interesante que podría ser para todos tener algo así de forma permanente…».
Al final, es como una cadena que va creciendo y creciendo: «En la zona se cultiva achote, del que se puede obtener el tinte que se necesita para colorear nuestras telas, y en un pueblo cercano se producen telares que, a la vez, podemos utilizar también nosotros, con diseños que realizan nuestros diseñadores y que luego encargan a tejedores, también locales… Es como un micromundo».
Desde su nacimiento en 2008, EsArtes, que está dividido en tres grandes programas (formación, producción cultural y emprendimiento juvenil) ha puesto en escena, además de a García Lorca, a Lope de Vega (Fuenteovejuna) y a Moliere (El enfermo imaginario), pero también historias tradicionales de la región o incluso obras escritas por los propios jóvenes. En total, ocho obras (se montan entre dos y tres producciones al año). ‘La casa de Bernarda Alba’, por ejemplo, ha sido representada, a lo largo de tres temporadas, en el Teatro de las Ruinas del propio Suchitoto, en el Teatro Nacional de San Salvador y en el teatro de Luis Poma, también en la capital.
¿Y el criterio de elección de las obras? «Nuestra única línea -explica Tatiana- es la cultura, el desarrollo de los jóvenes y la mejoría económica para todos. Es una iniciativa de la comunidad, que deja fuera la política y los partidos, la religión y cualquier tipo de prejuicio que pudiese comprometer el proyecto».
Los que sí que están comprometidos son los propios estudiantes, algunos de los cuales, como Hernán (un chico procedente de la misma comunidad de César), tienen que caminar entre 20 y 40 minutos (más, si llueve) para poder llegar desde la zona rural en la que viven hasta la parada del autobús que les lleva al pueblo, un autobús que, como aclara Tatiana, es, en realidad, una camioneta llena de gente, con lo que a veces toca andar todo el camino.
Muchos se levantan a las cuatro de la mañana para trabajar en el campo (la plantación de unos 50 metros de caña de azúcar se puede pagar a poco más de un dólar estadounidense), donde permanecen hasta cerca del mediodía. Después vuelven a casa, comen (o no), se dan una ducha rápida y se van al teatro, exhaustos, pero llenos de entusiasmo. «Hay un interés inmenso», dice Tatiana.
EsArtes paga a los alumnos la alimentación durante el día de clases y el transporte, ya que la mayoría provienen del área rural. También existe un apoyo en efectivo para los estudiantes de tiempo completo, cuyo propósito es ayudar a cubrir las necesidades básicas de los chicos o que puedan conseguir una persona sustituta en las tareas agrícolas o productivas que hacían con sus familias. De la Ossa explica que «para los que tienen más problemas, o no pueden dejar su empleo, o necesitarían cantidades que exceden el límite de tiempo de nuestras becas, tenemos también programas de medio tiempo».
El proyecto cuenta actualmente con un presupuesto anual de alrededor de 150.000 dólares, y tiene apoyo financiero de Scotiabank y de Power Corporation. Cuso colabora con toda la parte logística y paga una modesta cantidad a los voluntarios que tiene destacados en El Salvador.
Según informó el diario Toronto Star, los residentes de Stratford reunieron recientemente más de 17.000 dólares para ayudar a la escuela de Suchitoto, en forma de pequeñas donaciones. Y es que la localidad de Ontario y su festival son, sin duda, los grandes referentes. A fin de cuentas, fue el teatro el gran protagonista de la resurrección económica de la ciudad canadiense, cuando, hace 60 años, se enfrentaba a las peores perspectivas económicas después de la quiebra de una de sus principales fábricas. Seis décadas después, el festival de Stratford, ciudad con la que ya se ha hermanado Suchitoto, cuenta con un presupuesto en torno a los 60 millones de dólares, es conocido en todo el mundo y atrae cada año a miles de turistas y amantes del teatro.
El camino para la comunidad salvadoreña será largo y, sin duda, difícil, pero los cimientos ya están plantados, y parecen firmes. La «isla verde» está en marcha.