Cuando puedes conectarte en todo momento con tus familiares y amigos desde cualquier parte del mundo, acceder a mucha más información de la que un ser humano es capaz de digerir, entretenerte con el último meme o vídeo de gatitos, o incluso informar en directo de una revolución, organizar una manifestación o denunciar un abuso, y todo, en teoría, sin que te cobren por ello, ¿es realmente tan importante perder privacidad?
La respuesta, al final, depende de cada persona, pero si esa pérdida se traduce en la manipulación de los datos personales de millones de usuarios para influir en un resultado electoral, la evidencia de que nada es gratis —en las redes sociales el precio es la información que damos sobre nosotros mismos— se convierte en un escándalo.
Acosado por una de las mayores tormentas en la historia de Facebook, provocada por la filtración de datos de unos 50 millones de usuarios a la consultora británica Cambridge Analytica —vinculada con la campaña electoral de Donald Trump—, el fundador de la red social, Mark Zuckerberg, ha tenido que admitir «errores en la gestión de la cris»: «Tenemos la responsabilidad de proteger vuestros datos, y si no lo podemos hacer no merecemos serviros», dijo el CEO este miércoles. «Hemos cometido errores, hay muchas cosas por hacer, y tenemos que dar un paso adelante y hacerlas», añadió.
Es verdad que a Facebook no le está ayudando el hecho de estar atravesando un momento complicado con la prensa, como consecuencia de los recientes cambios en su algoritmo. Hace unos meses la compañía empezó a dar prioridad a las publicaciones de «las personas» (amigos y familia), y eso se ha traducido en un duro golpe para la visibilidad (y los contratos publicitarios) de muchos portales dependientes de los «me gusta». En respuesta, algunos de los medios más influyentes parecen estar especialmente predispuestos ahora a airear las vergüenzas del gigante creado por Zuckerberg, y en la crisis de Cambridge Analytica hay munición de sobra.
Pero más allá de la responsabilidad de Facebook en este escándalo, o incluso de la vulnerabilidad que pueda presentar la red ante este tipo de filtraciones, lo que resulta evidente es que los datos se filtran de Facebook porque Facebook los tiene. Y los tiene con nuestro consentimiento, tal y como puede comprobar cualquiera que se tome la molestia de leer detenidamente la política de privacidad de la compañía, ese apartado que suele aceptarse con un click rápido al damos de alta, tanto en la red de Zuckerberg como en cualquier otra.
No se comparte todo, pero casi
Cuando compartimos algo en Facebook podemos elegir qué otros usuarios queremos que tengan acceso a nuestra publicación, o si queremos que sea totalmente pública o totalmente ‘privada’. Decidamos lo que decidamos, la empresa se reserva el derecho de recopilar los datos durante tanto tiempo como considere necesario.
Esa información, como detalla la propia compañía, incluye «el contenido y otros datos que proporcionas cuando usas nuestros servicios, por ejemplo, al abrir una cuenta, al crear o compartir contenido, y al enviar mensajes o al comunicarte con otras personas». La información puede corresponder a datos incluidos en el propio contenido que proporcionas o relacionados con este. Por ejemplo, el lugar donde se tomó una foto o a la fecha de creación de un archivo.
Facebook también recopila información sobre el modo en que usamos los servicios de la red social, es decir, el tipo de contenido que vemos o con el que interactuamos, la frecuencia y la duración de nuestras actividades, las personas y los grupos con los que estamos conectados y cómo interactuamos con ellos, las personas con las que más nos comunicamos, los grupos donde compartimos más contenido…
La empresa guarda información asimismo acerca de los ordenadores, teléfonos u otros dispositivos en los que instalamos Facebook, así como los datos generados por esos dispositivos, en función de los permisos que les hayamos concedido, que en la mayoría de los casos suelen ser todos, porque queremos que la aplicación funcione. También registra la posición geográfica del dispositivo, si tenemos activado el GPS, Bluetooth o estamos conectados a la red WiFi, e información sobre la conexión (el nombre del operador, el tipo de navegador, el idioma y la zona horaria, el número de móvil y la dirección IP).
Eso sin contar todo lo que proporcionamos si efectuamos compras o transacciones financieras (el número de la tarjeta de crédito o débito, otros datos sobre la cuenta, detalles de facturación, envíos y contactos), o la información que damos cuando visitamos sitios web y aplicaciones de terceros que usan la red social (mediante el botón «Me gusta» o a través del inicio de sesión con Facebook, o cuando usan sus servicios de medición y publicidad).
El usuario-anuncio
¿Y para que quiere Facebook toda esa información? Uno puede creer a Zuckerberg («para serviros») o pensar que, además, Facebook es, a fin de cuentas, un negocio. La empresa afirma que los datos se usan para «proporcionar, mejorar y desarrollar los servicios», para «mejorar nuestros sistemas de publicidad y de medición con el fin de mostrarte anuncios relevantes», para «medir la eficacia y el alcance de los anuncios y los servicios» y para «fomentar la seguridad y la protección».
Sin menospreciar los motivos relacionados con la seguridad, el mejor funcionamiento de la red o incluso lo que demandan los propios usuarios, la parte de la publicidad es especialmente importante, ya que Facebook siempre podrá convencer mejor a un anunciante si es capaz de garantizarle que sus productos serán vistos por alguien que ya se sabe que está interesado en ellos.
Así, los datos se comparten, entre otros, con aplicaciones, con sitios web e integraciones de terceros que usan Facebook, y con servicios de publicidad, medición y análisis. En principio, estas empresas solo tienen acceso a datos de carácter general (sexo, edad, lugar de residencia, intereses), pero si se produce un requerimiento por parte de las autoridades o Facebook entiende que puede estar cometiéndose un delito, sí se podrían proporcionar datos más concretos y personales.
Es importante recordar, en este contexto, que la aceptación de las condiciones de privacidad de una red social no supone darle carta blanca a la empresa. Los usuarios tienen derechos de los que no se les puede privar, y que pueden variar según las diferentes legislaciones de sus países.
El pasado mes de noviembre, por ejemplo, la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD) sancionó a Facebook con 1,2 millones de euros por almacenar datos personales de usuarios sin permiso. La sanción constaba de dos infracciones graves y una muy grave de la Ley Orgánica de Protección de Datos.
La AEPD explicó que la red social estaba recopilando datos sobre ideología, sexo, creencias religiosas o gustos personales para su posterior uso con fines publicitarios sin informar al usuario de manera clara y exhaustiva, y verificó, además, que Facebook trataba datos «especialmente protegidos» con fines de publicidad sin haber obtenido el consentimiento expreso de los usuarios, en contra de lo que exige la normativa de protección de datos.
¿Alternativas?
Siempre queda la opción, obviamente, de borrar nuestra cuenta y buscar una alternativa, o hasta de regresar al mundo analógico, pero la historia de las redes sociales muestra que iniciativas como el movimiento «Borra Facebook», surgido estos días a raíz de la filtración de Cambridge Analytica, no suelen prosperar. Hace años que van surgiendo otras redes donde garantizan tu total privacidad, pero la mayoría duran poco o están vacías. Buscadores como DuckDuckGo o StartPage son excelentes y no te rastrean, pero no son tan potentes como Google. Nadie nos impide darnos de baja en WhatsApp (cuyos mensajes están encriptados, pero que pertenece a Facebook, la compañía que almacena los datos también aquí), pero quién quiere irse del bar donde está todo el mundo.
La exposición de nuestra privacidad en el universo digital no es algo nuevo. Ya sabemos que nos rastrean y que siguen nuestros pasos, y no solo por grandes escándalos relacionados con el espionaje estatal, como el destapado por Edward Snowden, sino también porque nada más salir de un restaurante recibimos en nuestro teléfono un mensajito o una notificación sobre el establecimiento en el que acabamos de comer.
Y es cierto que a muchos usuarios no solo no les importa, sino que incluso lo agradecen, o hasta lo desean, como lo es también que probablemente el concepto mismo de privacidad ha evolucionado con el tiempo, y que lo que las nuevas generaciones consideran privado es a menudo diferente a lo que sus padres y abuelos entendían como algo estrictamente personal. El problema derivaría del uso que se hace de esa dosis de privacidad que hemos consentido compartir.
Retomar el control
Existe, en cualquier caso, un punto intermedio en el que, sin renunciar al uso de las redes sociales y de otros productos y servicios en Internet, podemos ejercer un mayor control sobre lo que compartimos, un control que incluye desde usar navegadores, extensiones y herramientas que incrementan nuestra privacidad al navegar, hasta simplemente ser más conscientes de que todo lo que subimos a la web se queda allí para siempre.
A veces basta recordar que con tan solo unos pocos clicks podemos decir que ‘no’ a un gran número de opciones en, por ejemplo, los ajustes de nuestra cuenta de Google, el mayor consumidor de datos online. O que en Facebook se pueden apagar los servicios de ubicación, desactivar aplicaciones en las que no confiamos o de las que no tenemos suficiente información, o poner límites en la configuración de lo que compartimos.
En España, la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) inició hace un año una campaña en este sentido (Mis datos son míos), con el fin de «conseguir que los consumidores asuman un rol positivo, proactivo y central en el nuevo mercado de datos».
Además de exigir a las empresas que exista siempre conocimiento y consentimiento expreso por parte del usuario sobre el uso posterior de la información, y que sea posible revocar ese consentimiento en cualquier momento, y corregir y recuperar los datos de una forma sencilla, la OCU destaca especialmente la importancia de tener bien configurada la privacidad en las redes sociales.
Es un primer paso para, al menos, ser conscientes del precio que estamos pagando, y decidir en consecuencia mientras disfrutamos de los gatitos o hacemos la revolución.