Por segunda vez en poco más de un año, los islandeses se han negado en referéndum a pagar por los excesos cometidos durante el boom financiero que acabó haciendo aguas al estallar la crisis. La cuestión era si estaban dispuestos a poner de su bolsillo unos 50.000 euros por familia para que el Estado pudiese saldar con Gran Bretaña y Holanda la deuda contraída cuando uno de los principales bancos islandeses quebró en estos dos países. Más del 60% ha dicho que no, y ahora Islandia se enfrenta a una posible demanda por parte de los dos países afectados.
En esta ocasión, los acreedores, muchos de cuyos clientes encomendaron a la jugosa banca islandesa sus planes de pensiones, habían rebajado hasta el 3% el interés que pedían al principio, cuando el pago fue rechazado por primera vez. También habían aumentado considerablemente el número de años concedidos para saldar la deuda. No ha sido suficiente.
En una primera lectura, los islandeses han logrado con sus votos lo que en los demás países machacados por la crisis financiera no llega ni a plantearse, es decir, mantenerse firmes en la idea de que los desmanes de la banca los tiene que pagar la banca, y no los ciudadanos. Eso, en un contexto de mala gestión bancaria de ahorros nacionales e internacionales, de ayudas públicas milmillonarias a los bancos, y de recortes draconianos para ajustar déficits y deudas públicas, les ha granjeado la simpatía de medio mundo.
En una lectura más crítica, sin embargo, los bancos, aún siendo los principales culpables, no son los únicos: Por un lado, sus excesos fueron apoyados por las políticas económicas de gobiernos neoliberales que, votados democráticamente por los ciudadanos, se mantuvieron en el poder durante una década. Por otro, buena parte de la propia sociedad islandesa vivió esos años instalada en la gallina de los huevos de oro de la bonanza financiera.
Como explicaba al diario El País el economista islandés Ásgeir Jonsson, «el país entero se vio atrapado en una burbuja. La banca experimentó un desarrollo repentino, algo que ahora vemos como algo estúpido e irresponsable. Pero la gente hizo algo parecido. Las reglas normales de las finanzas quedaron suspendidas y entramos en la era del todo vale: dos casas, tres casas por familia, un Range Rover, una moto de nieve. Los salarios subían, la riqueza parecía salir de la nada, las tarjetas de crédito echaban humo…».
Del neoliberalismo al cielo
A mediados de los años ochenta Islandia salió de su aislamiento y dejó atrás la etiqueta de «uno de los países más pobres de Europa» que arrastraba desde principios del siglo XX. Los gobiernos islandeses consiguieron modernizar la arcaica y dependiente economía del país y, para impulsar el despegue, no dudaron en montarse a lomos del caballo neoliberal: Privatizaron la pesca (el sector rey) y otras áreas clave, bajaron los impuestos y desregularon al máximo la actividad económica.
Durante un par de décadas la cosa funcionó. Islandia logró una de las rentas per cápita más altas del mundo, el paro se redujo, las inversiones en energía verde y en tecnología crecieron, el estado del bienestar (incluyendo enseñanza superior gratuita) se extendió y hasta se consiguieron posiciones récord en los índices mundiales de bienestar social: En 2008 Islandia fue elegida por la ONU como el mejor lugar del mundo para vivir, en el marco del Índice de Desarrollo Humano.
La misma lógica del sistema dictó el siguiente paso y, ya en el siglo XXI, el Gobierno privatizó la banca y aplicó una especie de permisividad total al sistema financiero.
Los banqueros islandeses salieron entonces a la conquista del paraíso, tanto en su propio país como en el extranjero, y llegaron a lograr rentabilidades que multiplicaban por 12 el PIB nacional. Los créditos se dispararon (según informó El País, 10 de los 63 parlamentarios islandeses tenían concedidos préstamos personales por un valor de casi 10 millones de euros cada uno), y la banca comenzó a gastar, comprando otros bancos o invirtiendo en ellos, en empresas dentro y fuera de la isla, en clubes de fútbol, en inmuebles…
Paralelamente, la burbuja inmobiliaria iba creciendo, las familias se endeudaban, aumentaba el déficit por cuenta corriente, y la banca, en plena internacionalización, se exponía más y más.
El final de la fiesta
En este contexto, uno de los grandes bancos islandeses, Landsbanki, abrió a mediados de la década pasada una filial por Internet en el Reino Unido, Holanda y Alemania. Gracias a los altísimos (y, como se comprobó después, poco realistas) intereses que ofrecía a los inversores (de entre el 5% y el 6%), la expansión, llevada a cabo a través de una cuenta llamada Icesave, fue un éxito total.
Pero llegó el año 2007 y el sistema financiero internacional, construido sobre la peligrosa base de las hipotecas basura, los créditos masivos y un desarrollo económico que tocaba a su fin, empezó a desmoronarse y se cayó del todo cuando, en septiembre del año siguiente, quiebra Lehman Brothers, el gigante de Wall Street.
Los bancos mundiales, como en un castillo de naipes, se fueron quedando uno tras otro con las vergüenzas al aire, y los islandeses no resultaron ser una excepción: Sus pérdidas se acercaron a los 100.000 millonesde dólares. El Gobierno islandés avaló los depósitos financieros de las entidades que operaban en la isla, pero no los de las que lo hacían en el exterior.
Y es entonces cuando Londres decide, aplicando nada menos que la ley antiterrorista, congelar los fondos de los sobreendeudados bancos islandeses, al detectar que están empezando a traspasar dinero de las cuentas británicas a Reikiavik. La medida es la gota que colma el vaso, y la banca islandesa quiebra. Icesave tenía 300.000 clientes en el Reino Unido y 910 millones de euros invertidos por instituciones públicas.
El gobierno islandés del conservador Geir H. Haarde reacciona nacionalizando los tres bancos principales, Landsbanki, Kaupthing y Glitnir. Londres y Amsterdam, por su parte, pagan a los clientes de Icesave el 100% de los depósitos y a continuación empiezan a reclamar el dinero, unos 4.000 millones, a Islandia. Es un tercio de todo el PIB del país nórdico.
Estallido y plante
Con la inflación descontrolada (la moneda islandesa perdió el 80% de su valor), un paro del 7% y un PIB que había caído hasta el 15%, la sociedad estalla. A principios de 2009, las numerosas protestas ciudadanas ante una crisis que había causado la mayor emigración desde 1887, fuerzan la dimisión del Gobierno. El 25 de abril se celebran elecciones generales y vence la coalición formada por el Partido Socialdemócrata y el Movimiento Izquierda-Verdes. Jóhanna Sigurdardóttir es la nueva primera ministra.
La deuda, sin embargo, sigue ahí, y el nuevo Parlamento aprueba una polémica ley para poder saldarla. La norma suponía gravar los sueldos de los islandeses durante 15 años con un 5,5% de interés, así que la gente vuelve a salir a la calle, y el presidente del país, Ólafur Grímsson, se niega a ratificar la ley. En marzo de 2010, convoca el primer referéndum. El 93% de los ciudadanos se oponen al pago.
La segunda consulta, convocada de nuevo por el propio Grímsson hace un par de meses, a pesar de que las condiciones del pago se habían suavizado, es la que se celebró el pasado domingo. El rechazo, aunque mucho menor, se mantiene.
Entre tanto, los banqueros empiezan a sufrir una situación no muy común en su oficio: A principios de 2010 el Gobierno islandés inicia una investigación para encausar a los responsables de la crisis, y en junio se producen las primeras detenciones. Banqueros, altos ejecutivos y otros antiguos cargos se enfrentan a pleitos de millones de dólares.
¿Y ahora qué?
La victoria del ‘no’ en el referéndum del domingo abre un periodo de incertidumbre, tanto económica como política.
El Gobierno islandés había apostado fuertemente por el ‘sí’, y ahora se encuentra ante una auténtica encrucijada. Pero el rechazo no afecta sólo al Ejecutivo y a los acreedores, sino que influirá también en los analistas y los inversores. La agencia de calificación Moody’s ya anunció que rebajaría la calificación de la deuda islandesa si triunfaba el ‘no’. El rechazo puede complicar también los créditos a Islandia procedentes del Fondo Monetario Internacional y de otros países nórdicos.
El rechazo no afecta sólo al Ejecutivo y a los acreedores. Influirá también en los analistas y los inversores
De momento, el asunto puede acabar en los tribunales, ya que tanto el Reino Unido como Holanda han amenazado con interponer una demanda contra Islandia. Sería, en cualquier caso, un proceso muy largo.
Con respecto a las opciones de Islandia de adherirse a la UE, la Comisión Europea dijo este lunes que los resultados del referéndum no afectarán a las negociaciones, que se iniciaron en julio de 2010, pero también es verdad que Bruselas espera que la disputa se resuelva antes de que concluyan los trámites.
Lección de democracia
Pase lo que pase, y tenga la culpa quien la tenga, lo cierto es que lo ocurrido en Islandia se ha convertido en todo un acontecimiento en estos tiempos de crisis. El plante islandés ha sido tachado de irresponsable y de preocupante por los gobiernos afectados y por muchos analistas. Pero otros tantos lo han visto como una auténtica lección para el mundo, aunque sólo sea por haberse tomado la decisión de consultar a los ciudadanos ante una crisis tan importante.
La eurodiputada y ex magistrada francesa Eva Joly, que dirige una investigación sobre las responsabilidad de la banca en la crisis económica, considera que la experiencia de Islandia muestra cómo en un país «que se consideraba a sí mismo un milagro neoliberal, y donde se había perdido gradualmente todo interés por la política, ahora la gente quiere tener su destino en sus propias manos».
Y el propio presidente de Islandia, Ólafur Grímsson, ha manifestado que estas dos consultas «han devuelto al país la confianza perdida tras el hundimiento de la economía, y han reforzado aun más la democracia».