La imagen que está transmitiendo el papa Francisco desde que, el pasado mes de marzo, fue elegido tras la renuncia de Benedicto XVI, se ha ido alejando, cada vez a una mayor velocidad, del perfil marcado por sus antecesores más recientes. Desde el pontificado de Juan XXIII, hace ya medio siglo, no había soplado tanto aire fresco en la Iglesia Católica, o, al menos, eso aseguran quienes ven en el nuevo obispo de Roma, si no una revolución, sí la antesala de un gran aperturismo.
Francisco, un jesuita argentino cuya inesperada elección ya anticipaba cambios, es un papa que no parece un papa. El bonaerense no duda en confesar sus faltas en público («reaccionaba sin escuchar», «actuaba autoritariamente», «me faltaba experiencia y era precipitado en mis juicios y acciones»), se define políticamente («jamás he sido de derechas») y, sobre todo, ni tiene pelos en la lengua («el actual sistema económico nos está llevando a la tragedia») ni elude los temas más escabrosos para la jerarquía eclesiástica («no se puede hablar de la pobreza sin experimentarla»).
El papa habla claro, y lo hace, además, ante los medios de comunicación, en cualquier oportunidad y sin miedo a equivocarse o a tener que matizar después, consciente, probablemente, de que la teórica infabilidad de su discurso solo se aplica cuando lo pronuncia ex cathedra. Sus ideas, por otra parte, están empezando a conectar con muchos fieles progresistas y cristianos de base, acostumbrados a tener que hacer juegos malabares para poder superar las contradicciones de su iglesia oficial.
Porque, aunque Francisco no es, ni mucho menos, el primer papa que denuncia la pobreza, la injusticias del sistema económico imperante o la barbarie de la guerra, la novedad está en que, esta vez, el mensaje llega (la radicalidad de la pastoral social de la Iglesia que defendían tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI quedaba a menudo encerrada en encíclicas que solo lee una minoría). Y también en que, al menos de momento, en Francisco se empiezan a ver signos menos conservadores, no solo en lo social, sino también en lo moral.
Homosexuales y mujeres
«No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos», dice Jorge Mario Bergoglio en su ya famosa entrevista a la revista de la Compañía de Jesús La Civiltà Cattolica. «Tenemos que encontrar un nuevo equilibrio […]. La propuesta evangélica debe ser más sencilla, más profunda e irradiante. Solo de esa propuesta surgen luego las consecuencias morales». Antes, en declaraciones a los periodistas durante su vuelo de regreso de Río de Janeiro, Francisco había dicho: «Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, quién soy yo para juzgarla».
La otra gran innovación en el discurso del nuevo papa tiene que ver, sin duda, con el papel de la mujer en la Iglesia. Francisco ha dejado muy claro que la puerta del sacerdocio femenino «está cerrada», pero, a la vez, reivindica un mayor y más determinante protagonismo de la mujer: «Es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. […]. Los discursos que oigo sobre el rol de la mujer a menudo se inspiran en una ideología machista. Las mujeres están formulando cuestiones profundas que debemos afrontar. La Iglesia no puede ser ella misma sin la mujer y el papel que ésta desempeña. La mujer es imprescindible para la Iglesia». Ante las voces que, desde dentro de la Iglesia, reclamaban el sacerdocio femenino, Benedicto XVI respondía condenando la «desobediencia organizada».
Francisco es, además, un papa que se ‘moja’. Juan Pablo II, por ejemplo, clamó mil veces contra la guerra de Irak («las armas nunca podrán resolver los conflictos humanos», insistía). Pero el pacifismo de Bergoglio, que también se ha opuesto a una intervención militar en Siria, es menos ‘abstracto’: «Demasiados intereses han prevalecido desde que comenzó el conflicto, impidiendo encontrar una solución que evitase la inútil masacre a la que estamos asistiendo», dijo al pedir a los países del G20 que evitasen «soluciones militares».
Tampoco se trata, en cualquier caso, de un terremoto doctrinal. En sus declaraciones sobre los homosexuales, por ejemplo, el papa no ha ido mucho más allá, y ha expresado claramente su oposición a los «lobbies homosexuales». En el fondo sigue existiendo, heredada de la doctrina oficial del Vaticano, una concepción de la homosexualidad como algo «anormal», no juzgable, pero sí digno de compasión; algo que se aborda desde un cierto paternalismo. A fin de cuentas, Bergoglio fue en el pasado un firme opositor del matrimonio entre personas del mismo sexo. Y sobre el aborto se sigue mostrando tajante: «La Iglesia ya se ha expresado, y no es necesario volver a hacerlo».
Agenda reformista
Tal vez lo más remarcable sea que este papa, en contraste con la inflexibilidad doctrinal de Benedicto XVI y Juan Pablo II, no cierra puertas a cal y canto (se ha mostrado posibilista incluso con el celibato), y que está dispuesto a escuchar, no solo a la curia vaticana, sino también a la base. Y también que sus aparentemente espontáneos gestos pueden obedecer a una agenda muy consciente, destinada a renovar desde sus cimientos la anquilosada estructura eclesial (curia incluida, sobre todo tras las intrigas internas y enfrentamientos desvelados por el escándalo Vatileaks), aunque sin renunciar por ello a unos principios básicos que se han mantenido durante más de dos mil años. No se pueden pedir peras al olmo, pero se puede tener un olmo mejor.
En ese sentido, no es casual que, tras ser elegido, Francisco apareciese en el balcón de la Basílica de San Pedro vestido de blanco, calificándose asimismo de «obispo» y pidiendo la bendición de la gente, como no lo es su austeridad y su renuncia al lujo, o que haya declarado sentirse «enjaulado» en el Vaticano.
El mensaje empieza a estar muy claro: El nuevo papa está mirando con lupa las actividades del Banco Vaticano, ha aprobado nuevas normas para impedir el blanqueo de dinero, ha nombrado un grupo de ocho cardenales para que le aconsejen en cuestiones financieras (entre ellos, una joven mujer seglar) y revisen la curia, y ha aprobado una reforma del código penal de la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano que contempla, entre otras cosas, la introducción del delito de tortura y una amplia y mayor definición de los delitos contra menores, entre ellos la pornografía infantil y el abuso de menores. También ha afirmado que «los sacerdotes tienen que ser pastores con olor a oveja, y no gestores», asegura que «un cristiano no es cristiano si no es revolucionario» (un respiro para la Teología de la Liberación tras décadas de golpes), reclama la necesidad de «ir a la periferia a ayudar a los olvidados», pide a la Guardia Suiza menos seguridad para tener más relación directa con las personas, y afirma sin pestañear que los corruptos «son el Anticristo».
«Yo soy un pecador. Esta es la definición más exacta. Y no se trata de un modo de hablar o un género literario. Soy un pecador», dijo Francisco en la entrevista a La Civiltà Cattolica. En otra, publicada este martes en el diario La Repubblica, el pontífice arremete contra la curia romana, el gobierno de la Iglesia: «Tiene un defecto: es Vaticano-Céntrica. Ve y se ocupa de los intereses del Vaticano y olvida el mundo que le rodea. No comparto esta visión y haré de todo para cambiarlo».
Es pronto aún para saber hasta dónde llegará realmente, y muchos los retos que tiene todavía por delante, pero no parece un mal punto de partida.