Siempre me ha gustado cruzar fronteras, a pesar de que nunca he creído en ellas. Las fronteras son el exotismo romántico de un pasaporte lleno de sellos, el mapa arrugado en el bolsillo, la adrenalina de estar aventurándose en algo nuevo, el viaje. Pero también, procuro no olvidarlo, un absurdo absoluto, el auténtico cáncer de nuestra civilización, el origen de muchos de nuestros males y, cada vez más, un tremendo incordio.
Tal vez por eso, cuando, allá por 1994, decidí que había llegado el momento de coger los bártulos y cruzar unas cuantas, ni se me ocurrió coser en la tela de mi mochila una bandera del país donde nací. Lo que cosí, o me cosió mi madre, para ser exactos, fue un escudo de mi ciudad, un escudo de Murcia (la Región me quedaba aún algo ajena). Hasta ahí llegaba, más o menos, mi sentimiento de pertenencia a una entidad política, en la convicción de que, con un par de excepciones, las cosas para las que creemos necesitar organismos administrativos superiores no son ni necesarias ni, generalmente, buenas. Me gusta pertenecer a una cultura (española, ibérica, mediterránea, europea, latina); me carga pertenecer a un país. Mejor mi tierra que mi patria, grande o chica.
En fin, además del escudo, en la mochila también llevé, estoy seguro, un ejemplar de La Opinión, el periódico en el que había trabajado durante cerca dos interrumpidos años, y al que volvería después de mi regreso para trabajar otros cinco años más, siempre pegado a la actualidad de la Región más de verdad, la más real, la de sus pueblos, sus comarcas, sus municipios.
Desde entonces han pasado ya casi dos décadas, que se dice pronto, y ahora vivo en otra ciudad, Toronto, a miles de kilómetros de distancia y con otros periódicos, pero en mi mochila sigue el mismo escudo, y en los favoritos de mi navegador, el mismo diario.
Los intensos e inolvidables años que pasé en La Opinión me aportaron muchas cosas. En primer lugar, grandes compañeros y grandes amigos; en segundo, un aprendizaje profesional (de lo bueno y de lo malo de este maravilloso oficio) que aún me alimenta; en tercer lugar, una forma nueva de mirar mi ciudad, mi región, mi tierra; una mirada más consciente, más crítica y, a la vez, más personal, más compasiva.
La distancia es un arma de doble filo. Las pocas noticias de Murcia que llegan hasta aquí, es decir, las malas noticias, reflejan un panorama desolador. Y a la vez, sin embargo, es más fácil relativizar las cosas, verlas con perspectiva. Cuando uno está lejos, una historia de esperanza, de solidaridad, de superación, por pequeña sea, permanece durante más tiempo en la memoria, resiste mejor el embite inmisericorde de las noticias del día siguiente. Y, al final, son esas historias las que van construyendo poco a poco el futuro.
Desde que vivo en Canadá he tenido que dibujar innumerables veces, generalmente en servilletas de bar, un mapa de España con la Región de Murcia garabateada ahí, en la esquina. Pocos saben de qué estoy hablando cuando digo de dónde soy, de dónde vengo. Como mucho ven que está cerca del mar, adivinan buen tiempo, mucho sol, buena comida, y ponen cara de envidia. Y en algunas ocasiones casi es mejor así. Porque para los más enterados, para aquellos que se preocupan por las mismas cosas que me preocupan a mí, la referencia inmediata no es precisamente buena y se resume, aún hoy, en una triste palabra: ladrillazo.
Y, sin embargo, te invitan a una cena, vas a comprar algo para no llegar con las manos vacías y, de pronto, encuentras, en un rincón del estante, un vino de Yecla. Y lo coges, claro. Y piensas que en esa humilde botella hay más de lo que parece, más que un buen vino a un buen precio. Porque alguien, a miles de kilómetros, se empeña en seguir luchando por prosperar, por salir adelante, por hacer su trabajo lo mejor posible y por lograr colocar su producto, grande o pequeño, como sea y donde sea (el 90% del vino yeclano se vende fuera de España, y la mayoría, en Canadá y Estados Unidos). Y porque, por muy mal que estén las cosas, a pesar de la indecente mediocridad de los políticos, a pesar de los tercos nubarrones de esta crisis que no escampa, del desempleo brutal, de los recortes, a pesar, sobre todo, de las fronteras, físicas y mentales, esa botella ha logrado llegar hasta aquí, y al abrirla a uno le gusta pensar que viene de una tierra donde la gente no se rinde fácilmente.
Tal vez por eso insisto en responder «de Murcia», en lugar de «del sur», o algo parecido, cuando me preguntan que de qué parte de España soy. Y tal vez también por eso sigo leyendo La Opinión siempre que puedo. Porque cumplir 25 años en el kiosco, con los tiempos que corren, es, además de un motivo de celebración, una historia de resistencia y de confianza en el futuro.