La Primera Guerra Mundial (1914-1918) fue un laboratorio dantesco en el que se gestaron formas de entender la violencia, la comunicación y la política que acabarían marcando todo el siglo XX, y cuyas consecuencias son palpables aún en nuestros días. El empleo de armamento químico en los campos de batalla es, tal vez, la más infame de esas primeras veces. El otro gran ‘hallazgo’ fue el uso masivo y sistemático de la propaganda, la censura e incluso la mentira descarada al servicio de los intereses bélicos.
El contexto en el que estalló la guerra era un campo abonado para la manipulación informativa: un ambiente de extrema rivalidad internacional materializado en actitudes hipernacionalistas, cuando no abiertamente chovinistas, y en agresivas políticas coloniales; antiguos conflictos, como la guerra franco-prusiana, vivos aún en la memoria de la gente; unos medios de comunicación (prensa y radio), asentados ya como vehículos informativos de masas; y estados con las manos prácticamente libres para ejercer su enorme poder sobre la sociedad civil.
La prensa pasó a ser controlada y censurada por los gobiernos, y la veracidad descriptiva de los titulares al principio de la guerra fue ‘domesticada’ poco a poco a medida que el conflicto se alargaba y los muertos empezaban a contarse por millones. La moral, tanto en el frente como en la retaguardia, se iba minando, y los gobiernos trataron de mantenerla a flote con agresivas campañas de expresión patriótica en las que se exaltaban las hazañas de las tropas propias, al tiempo que se ridiculizaban las acciones del enemigo.
Los mensajes propagandísticos, muy similares en su contenido en ambos frentes, intentaban evitar no solo el derrotismo o las cada vez más numerosas voces de los pacifistas, sino también cualquier atisbo de malestar social que pudiera afectar al curso de la guerra, especialmente cuando, a partir de 1917, empezaron a multiplicarse las huelgas y las revueltas en los países aliados como consecuencia del endurecimiento de las hostilidades en el frente occidental tras la retirada rusa del conflicto.
Ese desgaste de la opinión pública y entre los propios combatientes fue, para los gobiernos, el otro gran enemigo a batir. Enrique Arroyas, profesor de la Universidad Católica San Antonio de Murcia y miembro del grupo de investigación Comunicación, Política e Imagen, lo ilustra con una de las grandes obras literarias del siglo pasado, Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque: «Es una obra fundamental para entender la psicología de la época y el cambio que se produce durante la guerra, con el paso de una visión romántica y heroica del conflicto a la cruda verdad de las trincheras, para acabar con una denuncia durísima de las mentiras del nacionalismo, en forma de ese alegato por parte de un soldado alemán contra el engaño de ‘nuestros padres’ como culpables del desastre».
Militares y periodistas
«La Primera Guerra Mundial marca el comienzo de una etapa que se prolonga hasta hoy y en la que la lucha por la información que libran los aparatos de censura y propaganda y el periodismo se sistematiza cada vez más», explica Pablo Sapag, periodista, excorresponsal de guerra (Afganistán, Kosovo, Argelia, Irlanda del Norte, Oriente Medio…) y profesor de Historia de la Propaganda y de la Comunicación Social en la Universidad Complutense de Madrid.
Este cambio en la relación entre militares y periodistas tiene que ver con la Revolución Industrial y las profundas transformaciones en las tecnologías de la información asociadas a ese proceso, tecnologías que al comienzo del siglo XX permitían ya publicar la información casi en tiempo real, haciéndola llegar a un público cada vez más alfabetizado, tanto en Europa y América.
«El telégrafo, que entronizó al periodismo de guerra, pero también el teléfono, el cine o la fotografía habían evolucionado tanto que los militares, a diferencia de lo que ocurría apenas unos años antes, no podían ya controlar la información simplemente echando mano de las dificultades tecnológicas que tenían los periodistas y sus medios para recoger y difundir la misma», indica Sapag: «Como los ejércitos son instituciones permanentes en el tiempo que, con más o menos acierto, suelen extraer conclusiones de su desempeño en conflictos anteriores, entendieron que, desde el punto de vista de la información, en la Primera Guerra Mundial las cosas debían manejarse desde otros parámetros».
Las rígidas medidas de censura y las limitaciones de acceso al frente no habían sido tan necesarias hasta entonces. «El tiempo, las distancias, la precariedad tecnológica y la escasa alfabetización eran suficientes para controlar la información, todo ello con la ventaja de que nadie podía acusar a los ejércitos de censurar abierta y descaradamente», explica Sapag. En la Primera Guerra Mundial, sin embargo, debieron hacerlo: «Desde ese conflicto en adelante, la propaganda y su aliada la censura se sistematizan y se empieza a hablar de propaganda científica, es decir, estrategias de persuasión técnicamente diseñadas que contrastan con las que se venían utilizando desde la Antigüedad, informales, intuitivas y dependientes de individuos concretos y no tanto de organizaciones establecidas para hacer propaganda y censurar con criterios y objetivos claros».
El bebé superviviente
Los corresponsales y sus medios de comunicación debieron firmar declaraciones en las que se comprometían a observar estrictamente las normas de censura y depositar una fianza por si se vulneraban esas normas. «A los corresponsales que se autorizó a estar en el teatro de operaciones se les puso uniforme militar y se les intentó asimilar al ejército del país respectivo», señala Sapag, añadiendo que, «ante semejantes dificultades para tratar la parte militar de la guerra, muchos corresponsales comenzaron a centrarse en los refugiados desde un punto de vista humano, una opción que en no pocas ocasiones se transformó en sensacionalismo».
Como ejemplo, Sapag relata un caso que tiene al Daily Mail británico como protagonista: «Su corresponsal en Bélgica era F. W. Wilson, un excapitán del ejército británico. Sus editores le exigieron una crónica sobre las supuestas atrocidades cometidas por los alemanes durante la invasión de Bélgica. Wilson les contestó que no tenía ninguna evidencia de que eso estuviese sucediendo donde él estaba. Ante la presión de sus jefes decidió escribir la historia de un bebé del pueblo de Courbeck Loo. Sin haber estado ahí, Wilson relató que el único superviviente fue el bebé. La historia humana hizo que el Daily Mail disparara sus ventas. Fue así como el periódico comenzó a recibir cartas de los lectores ofreciéndose para adoptar al niño. Entonces el Daily Mail pidió a Wilson que viajara a Londres con el bebé. Sin inmutarse, escribió una crónica sobre la muerte del niño en la que reprodujo un falso certificado de defunción».
Gran Bretaña fue el primer país que reaccionó desde el punto propagandístico. Ya en agosto de 1914 fueron creados diversos organismos de prensa y propaganda tendentes a la centralización, y en marzo de 1918 vio la luz el nuevo Ministerio de Información, dirigido por William Maxwell Aitken (Lord Beaverbrook), magnate de la prensa y colaborador del Gobierno. Su principal objetivo: atraer la colaboración de los periódicos para mantener la apariencia de un régimen de prensa liberal. Centrado principalmente en intentar conseguir la participación de EE UU en la guerra, el Reino Unido estableció el aparato de propaganda exterior más potente, bastante más eficaz que el desarrollado por Alemania, donde faltó coordinación y entendimiento entre civiles y militares.
Propaganda total
Mientras, en Estados Unidos, la ausencia de unidad entre la población, con una gran parte de la misma en contra de participar en el conflicto, era la gran preocupación del Gobierno cuando el país entró finalmente en la guerra, el 6 de abril de 1917. Una semana después, el entonces presidente, Woodrow Wilson, creó el Comité de Información Pública (CPI, por sus siglas en inglés), para promover el espíritu bélico en casa y dar publicidad a las acciones estadounidenses en el frente. Bajo el mando del periodista George Creel, el CPI reclutó profesionales no solo del periodismo, sino también empresarios, académicos y artistas, y puso en práctica técnicas revolucionarias de propaganda a gran escala, con un sofisticado conocimiento de la psicología humana. Todo ello, en un estado democrático.
Porque si, aparentemente, la Primera Guerra Mundial fue la victoria de las democracias liberales sobre los regímenes autoritarios, lo cierto es que el conflicto acabó revalorizando los conceptos de autoridad y eficacia, llevándonos al nacimiento de nuevos modelos políticos, contrarios, en muchos casos, al de la democracia liberal.
Desde la entrada en la guerra de Estados Unidos hasta el final del conflicto se fueron consolidando las organizaciones de propaganda en todos los estados, y, entre 1914 y 1918, se imprimieron millones de carteles propagandísticos. También se utilizó abiertamente la llamada «atrocity propaganda», es decir, la difusión en los periódicos de historias sobre supuestas atrocidades cometidas por el enemigo con el fin de desacreditarlo, independientemente de su veracidad. El abuso de estos contenidos hizo que en el futuro se cuidaran mucho este tipo de informaciones, por temor a suscitar la desconfianza del público que había conocido la falsedad de la propaganda durante la Gran Guerra.
No tan neutrales
En España, durante los años de la Primera Guerra Mundial se publicaban 280 diarios, de los que 20 lo hacían en la capital. Ninguno de ellos alcanzaba las grandes tiradas que caracterizaban ya a los periódicos extranjeros, pero el impacto de la Guerra Europea potenció el interés por la lectura. A pesar de la neutralidad española, la sociedad vivió la guerra con mucha beligerancia y una conciencia política que dividió a la población entre aliadófilos y germanófilos.
Los periódicos españoles tomaron partido a favor de uno y otro bandoEsta división política tuvo también su manifestación en la prensa. Como explica Cristina Barreiro Gordillo, doctora en Periodismo por la Universidad San Pablo-CEU, los periódicos tomaron partido a favor de uno y otro bando, y pusieron sus páginas al servicio de los intereses que estimaban convenientes, dedicando artículos, editoriales y caricaturas a propagar la visión que les parecía correcta: se habían convertido en medios de propaganda».
Barreiro señala que la agresividad de la prensa fue tal que, el 4 de agosto de 1914, La Gaceta de Madrid tuvo que insertar una nota en la que se lee: «Con motivo de los sucesos de orden internacional que en estos momentos preocupan a los gobiernos de los pueblos europeos, parte de la Prensa española, al dar cuenta de tales acontecimientos, viene mostrando desde hace días sus simpatías y afectos por unas u otras naciones, según el criterio de cada publicación, traspasando en algunos casos el límite que los muchos respetos imponen, mucho más obligados ahora en que todos los elementos de la vida social española deben cooperar a la actitud de absoluta neutralidad declarada por el Gobierno de Su Majestad».
Un siglo después
¿Hemos cambiado mucho, cien años después? Pablo Sapag no es muy optimista: «Actualmente, la presión de los editores, la falta de ética profesional de muchos periodistas y la imposibilidad de derrotar la censura de manera profesional contribuyen a que se sigan reproduciendo historias inventadas, que no crónicas periodísticas, como la de Wilson. Véase, por ejemplo la del exreportero del New York Times Jayson Blair, que en la retaguardia inventó una historia épica sobre los orígenes y la familia de la soldado Jessica Lynch, la misma que había sido hecha prisionera en Irak en 2003, y que el aparato de censura y propaganda estadounidense explotó, aprovechando el protagonismo que le dieron unos medios de comunicación que con ello quisieron demostrar un posible fracaso de la operación militar estadounidense y británica en Irak. O véase también la manipulación propagandística que ha existido de la crisis en Siria, donde se ha ocultado deliberadamente la presencia desde el principio de grupos terroristas islamistas y los intereses de las dictaduras del Golfo Pérsico, Turquía y algunas potencias occidentales. Han pasado casi tres años hasta que los medios de comunicación han empezado a revelar, de manera aún muy tímida y poco profesional, la realidad de lo que ocurre en Siria».
«Los medios de comunicación –añade Sapag– han actuado como correa de transmisión de potencias interesadas en desestabilizar Siria. Ese enfoque propagandístico de la crisis ha aumentado el sufrimiento del pueblo sirio. Y todo eso se hace con técnicas estrenadas en la Primera Guerra Mundial y perfeccionadas en los conflictos posteriores. Hablamos de censura, de la exageración de las bajas del enemigo y la minimización de las propias, de desinformación, y de ocultación de la realidad».