Hace quince años, alguien que hubiese querido casarse con una persona de su mismo sexo no habría podido hacerlo, legalmente, en ningún lugar del mundo, pero sí habría podido encenderse un pitillo mientras discutía sobre los derechos de los homosexuales (o de los no fumadores) en prácticamente cualquier bar del planeta, o incluso en su lugar de trabajo. A menos, claro, que el cigarrillo fuese de marihuana, en cuyo caso habría tenido que fumárselo en su casa (y en algunos países, ni eso) o coger un avión, viajar hasta Holanda y visitar alguna de sus famosas coffee shops.
El viaje hasta Amsterdam, de todos modos, habría sido bastante menos molesto que ahora. Nadie le habría impedido llevar consigo en el avión una botella de agua, ni habría tenido que plantar sus huellas digitales en un dispositivo electrónico como si le acabasen de detener. Tampoco le habrían obligado a caminar descalzo mientras luchaba por sujetarse los pantalones tras quitarse el cinturón. Y al volver a casa no habría tenido mayor problema en encender el ordenador y relajarse escuchando los últimos éxitos de Celine Dion, Santana, Britney Spears, Eminem, los Backstreet Boys, Madonna o Radiohead (todos ellos números uno el año 2000), después de bajárselos de Internet a través de Napster, tal vez con algún reparo moral, pero sin ningún miedo legal.
La evolución de una sociedad bien puede medirse por lo que sus leyes van permitiendo o prohibiendo a lo largo del tiempo, en aquellas cuestiones que los gobiernos consideran necesario, o se ven obligados a, regular. La salud, la familia, la privacidad, la seguridad, la cultura… Son pocas las facetas de la vida que escapan, para bien o para mal, al control de los Estados, pero también son pocas las que permanecen inmutables. Y quince años dan para mucho.
Hasta 18 países reconocen hoy en día como legal el matrimonio entre homosexuales; unos 70 tienen leyes antitabaco y en la mayoría de ellos se prohíbe fumar en lugares públicos; la marihuana es legal en Uruguay, está descriminalizada en Portugal y su consumo se autoriza en cada vez más Estados de EE UU, mientras crece la tolerancia legal hacia su uso terapéutico; y bajarse música (o películas) de Internet, aunque sea compartiendo archivos con otros usuarios, está perseguido por la ley en muchos países, con penas que pueden suponer grandes multas, aunque rara vez se apliquen o resulten poco efectivas.
La progresiva implantación del matrimonio legal entre personas del mismo sexo, a menudo tras apasionados debates y todavía con una fuerte oposición de los sectores más conservadores, ha sido, sin duda, uno de los cambios sociales más destacados de estos últimos quince años, al menos en Occidente. El pasado 23 de mayo, Irlanda se convirtió en el primer país del mundo en aprobarlo mediante un referéndum, y el 26 de junio fue reconocido como un derecho en todo Estados Unidos tras una histórica decisión del Tribunal Supremo, que culminaba décadas de lucha. El matrimonio entre homosexuales era ya legal en 37 Estados de este país y el propio presidente Obama se había declarado a favor de que las personas del mismo sexo puedan casarse.
En buena parte del resto del mundo, sin embargo, la homosexualidad sigue siendo el gran tabú: al menos 76 países tienen aún leyes que la criminalizan, en 39 puede suponer la cárcel, y en siete se castiga con la pena de muerte. La homofobia ha experimentado, además, un aumento preocupante en lugares como Rusia, donde el Gobierno de Vladimir Putin aprobó recientemente leyes que prohíben la «propaganda homosexual» y la adopción de niños rusos por parte de homosexuales extranjeros.
España fue el cuarto país del mundo en regular los matrimonios homosexuales, dos días después que Canadá. Impulsada por el entonces Gobierno socialista, la ley española fue aprobada por el Congreso de los Diputados en junio de 2005 con 187 votos a favor, 147 en contra (PP y Unió) y cuatro abstenciones (CiU).
Pero entre los cambios producidos en estos últimos años pocos hay que hayan suscitado más debates a pie de calle, y también conflictos de intereses, que la prohibición de fumar en lugares públicos, prácticamente inexistente hace apenas dos décadas, y hoy en día un hecho en medio mundo. Series de televisión como Mad Men nos recuerdan ahora cómo en los años sesenta se fumaba impunemente en todas partes, pero la realidad de hace tan solo quince años (en EE UU, en España, y en casi cualquier otro país) no era, para mortificación de los no fumadores, tan distinta.
En el año 2000 solo algunas ciudades, muchas de ellas, precisamente, en EE UU, habían comenzado a prohibir fumar en determinados lugares, una tendencia que no comenzó hasta los años noventa. Desde entonces, sin embargo, cada vez más países han ido aprobando leyes antitabaco y desterrando los cigarrillos no solo de los hospitales, las escuelas o el transporte, sino también de bares, restaurantes, locales de ocio y centros de trabajo. Lo que hasta hace no tanto parecía impensable (un pub irlandés sin humo, una redacción sin ceniceros) es percibido ya como algo del pasado, aunque aún sean muchos los fumadores que siguen reclamando una mayor tolerancia mientras no se perjudique a terceros. Y la transición que supuso la existencia de zonas de fumadores en estos espacios también ha ido restringiéndose poco a poco. En la gran mayoría de los aeropuertos, por ejemplo, ya no es posible encontrarlas.
En España, la nueva ley antitabaco, aprobada en 2010, extendió la prohibición de fumar a cualquier tipo de espacio de uso colectivo o local abierto al público que no esté al aire libre, y también a ciertos lugares abiertos, como los de centros educativos (excepto universitarios) y sanitarios, y las zonas acotadas en los parques infantiles. España se convirtió así en unos de los primeros países en prohibir fumar en algunos lugares al aire libre, restricción que solo existía en algunos estados de EE UU y Japón, además de en Bután, dónde está prohibido fumar en toda la nación desde 2004.
La prohibición de fumar no es, en cualquier caso, la única novedad en los aeropuertos. Los atentados del 11-S, cometidos por islamistas radicales a bordo de aviones comerciales en los que habían logrado introducirse con relativa facilidad, cambiaron radicalmente los planteamientos vigentes hasta entonces en la seguridad de los vuelos, un cambio que comenzó en EE UU, pero que ha ido implantándose poco a poco en los aeropuertos de todo el mundo. Las largas colas para pasar estrictos controles de seguridad, con escáneres y hasta cacheos, son el pan nuestro de cada día para millones de viajeros, y la lista de objetos que ya no es posible llevar en el avión se ha ampliado desde las evidentes armas de fuego a objetos punzantes, aerosoles y envases con líquidos, cremas o geles de más de 100 mililitros de capacidad. Todo ello sin contar la pérdida de derechos y de privacidad que a menudo supone tener que responder a preguntas de carácter personal, o el hecho de que la nacionalidad (o incluso la raza) de algunos pasajeros les convierta a veces en potenciales sospechosos.
Los aeropuertos españoles relajaron en 2014 las restricciones en el transporte de líquidos, de acuerdo a la nueva normativa de la UE, y ya no son requisados los aerosoles, bebidas y geles comprados en aeropuertos de terceros países, que ahora solo son escaneados. Además, los líquidos que hayan sido adquiridos en tiendas libres de impuestos en aeropuertos de fuera de la UE, o a bordo del avión, pueden ser llevados en el vuelo de conexión siempre que los productos sigan empaquetados en una bolsa de seguridad. Hasta ahora, si, por ejemplo, si un pasajero adquiría una botella de whisky en Hong Kong y viajaba a Madrid haciendo escala en Helsinki, por regla general el líquido le era requisado en los controles de seguridad de la capital española.
De Napster a la ley Sinde
En el año 2000, Napster se convirtió en la primera gran red de intercambio de archivos de música en Internet, al permitir a los usuarios (hasta 26,4 millones) compartir sus colecciones de forma sencilla y sin intermediarios. Pronto comenzaron las protestas de las instituciones de protección de derechos de autor y de las discográficas, y finalmente un juez ordenó el cierre del servicio. Los usuarios emigraron a otras plataformas, pero desde entonces las autoridades y el sector han ido estrechando el cerco. La mayoría recurre ahora a archivos torrent para descargarse música, al tiempo que han ido implantándose servicios legales en streaming como Spotify o Deezer. En España, el Gobierno aprobó en 2013 la llamada ‘ley Sinde’, una polémica norma que permite bloquear webs que infrinjan los derechos de autor.
* Datos anteriores a la sentencia del Tribunal Supremo de EE UU que declaró legal el matrimonio entre homosexuales en todo el país, el 26 de junio de 2015.
Publicado en el Especial 15 aniversario de 20Minutos «Así éramos, así somos»
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