La tetera azul

Miguel Máiquez, 24/03/2023

Emitiendo un leve zumbido, un suspiro como de satisfacción, la puerta se abrió suavemente y dejó ver al otro lado, como cada noche, el habitual paisaje de brillos plateados. Era un pasillo largo, un camino recto y reluciente marcado por pequeñas luces frías en el techo, y salpicado cada dos o tres metros con plantas falsas de un verde imposible. Avanzó distraída, sin prisa, ajena a los grandes ventanales que enmarcaban la oscuridad y las estrellas, sintiendo aún en el estómago los efectos de la cena y con una vaga sensación de rutina, de pereza. Al llegar al laboratorio se detuvo y miró el reloj. La Tierra acababa de empezar a asomarse por las claraboyas del módulo de observación, a casi un kilómetro a pie de donde se encontraba ahora. Hoy tampoco la vería. ¿Había dejado de interesarle? Mientras se activaban los equipos puso agua a calentar. Una vida entre zumbidos. Un té en mitad del espacio. Volvió a mirar el reloj. También su madre se estaría preparando un té justo ahora, allí abajo, en la penumbra de su casa atestada de alfombras, fotografías, polvo y platos sin fregar. La tetera azul. El planeta azul. Las manos grandes y venosas de su madre abrazando la taza, los ojos llorosos de su madre escrutando las tinieblas en la ventana, pasando imperceptiblemente de la ventana hacía el interior de sí misma… La pantalla empezó a llenarse de números, códigos, imágenes de galaxias y distancias imposibles de comprender, infinitamente grandes, infinitamente pequeñas. Los colores de las flores, los colores de las galaxias, la tetera azul. Cuando el agua rompió a hervir, salió corriendo. Estaba en forma. Un kilómetro, las luces en el techo, las plantas, los ventanales. Era como viajar en un tren a toda velocidad. Cuando llegó al módulo de observación aún se veía un trocito del hemisferio occidental.

Miguel Máiquez, 24/3/2023

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