
He tenido un sueño maravilloso, Carmen. O una visión, como quieras llamarlo. Estábamos en el barco, rumbo a América otra vez. Hacía un día espléndido y tú te habías sentado en una de las butacas de cubierta para tomar el sol y leer tu libro. Luego llegaba yo y, sin decirte nada, me apoyaba en la barandilla y me quedaba contemplando el mar, dándote la espalda.
Al cabo de unos minutos se te acercaba un joven, un estudiante.
—¿Es usted la mujer de don Severo? —te preguntaba.
—¿Don Severo? —respondías tú.
—Don Severo Ochoa… —decía el joven.
Y tú, al ver que yo no me volvía, decidías seguir jugando:
—No sé de quién me habla, lo siento. De todos modos, tampoco soy la mujer de nadie.
Entonces, mientras el joven se iba enzarzando torpemente en un discurso interminable sobre su propia vida, yo, que permanecía con la mirada fija en el océano, sentía de pronto que algo intentaba abrirse paso hacia mi mente, como un cosquilleo, y enseguida me daba cuenta de que eras tú.
—Déjame entrar, Severo, soy yo… —decías—. Déjame entrar, que he dejado mi cuerpo en la butaca y quiero hacer el amor contigo ahí dentro.
Y yo te dejaba entrar y la brisa se hacía más fresca, y el sol más cálido, y el mar se llenaba de brillos mágicos como cuando tú y yo paseamos por la playa en Luarca. Y hasta la última de mis células y de mis enzimas se estremecía al tacto de tu piel, como si todas las cadenas de mi código genético acabasen de aprender, por fin, el lenguaje definitivo del deseo.
El amor es física y química
—Severo Ochoa (1905–1993)
Publicado por el 23/1/2009 en Están todos vivos
Imagen: Yayoi Kusma, The Gleaming Lights of the Souls (detalle)
En el relato: Severo Ochoa
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