Cuando al fin llegó a la Quinta Avenida eran ya las cinco y media de la tarde. La multitud regresaba a casa del trabajo y la calle era un superpoblado océano en ebullición bajo el asfixiante calor de agosto. Apenas había sitio para moverse o incluso respirar, y menos aún para filmar. Pero el programa necesitaba esos planos para la noche, así que habría que intentarlo.
Abriéndose paso como pudo, logró cruzar al otro lado y llegar hasta cerca de la Estación Central, en la esquina con la calle 42. Una vez allí, se secó el sudor de la frente, plantó el trípode, colocó la cámara y echó una primera mirada. La avenida se extendía ante sus ojos como un interminable animal de cien mil cabezas apretadas unas contra otras. El ruido del tráfico era ensordecedor. «Acabemos cuanto antes», se dijo, y conectó su equipo.
Pero justo en el momento en que empezaba a filmar, un enorme nubarrón gris oscureció de pronto toda Manhattan y una brisa inesperada hizo descender la temperatura varios grados centígrados.
De lo que el cámara de televisión vio a continuación a través de su objetivo no recuerda nada. Ni él ni nadie.
Suavemente empujados por una gran fuerza invisible, los coches se fueron haciendo poco a poco a un lado y la parte central de la avenida quedó completamente despejada, como un Mar Rojo abierto en canal tras sentir en sus entrañas el golpe seco de la vara de Moisés. La gente se agolpó en las aceras y nadie más cruzó la calle.
Se hizo el silencio, un silencio absoluto, profundo. Los coches se detuvieron, los motores se apagaron. Ni una palabra, ni un solo ruido… Y entonces, desde el extremo sur de la calle, comenzó a oírse, lejano aún, el inconfundible sonido de los cascos de un caballo.
Todas las miradas se volvieron hacia el parque de Washington Square: De entre los grandes árboles centenarios, como una aparación fantástica pero también increíblemente nítida, estaba surgiendo, en toda su gloria de conquistador ancestral, el mismísimo Gengis Kan.
Temüjin cabalgaba despacio, majestuoso, mirando al frente, en una armonía perfecta. Una espléndida armadura de plata cubría la fina seda de sus ropas y la melena, larga y negra, se derramaba hasta casi tocar sus hombros. No llevaba espada. Tampoco arco, ni flechas. Tan sólo un sencillo yelmo de metal protegía su cabeza.
El tiempo pareció detenerse. Ante los ojos emocionados de cientos de miles de personas, el Gran Kan continuó avanzando impasible por el centro de la Quinta Avenida. Muchos lloraban, otros reían. A todos se les erizó la piel.
No se detuvo ni una sola vez en todo el trayecto. Lentamente, sin alterar su paso, llegó hasta los límites de Central Park y, sin mirar atrás, se internó de nuevo entre los árboles, desapareciendo para siempre.
Los coches volvieron a circular, la gente siguió caminando. La ciudad volvió a rugir y el sol volvió a derretir el asfalto.
Cuando esa noche el cámara de televisión revisó su trabajo, comprobó pasmado que el temporizador marcaba más de una hora de filmación, a pesar de que su grabación duraba tan sólo diez minutos.
Publicado el 13/6/2009
En el relato: Gengis Kan
Imagen original: Placa de bronce representando el rostro de Gengis Kan, en Tsenkhermandal, Mongolia (foto: James L. Stanfield, publicada en National Geographic, diciembre 1996)
3 comentarios
Al terminar de leer el relato me he quedado pasmada yo también, como si hubiera presenciado la aparición que narra, pero no ha sido hasta dar al «play» que he realmente visualizado la escena.
No podías haber elegido un tema mejor como banda sonora.
Como siempre, impresionate, Miguel. Gracias.
Coño,lo he flipado tío. Vas que te cagas de bien por ahí. ¡Acho tío! ¡Qué fuerte!
Y aventuro que hay mucho de mirada arquetípica en tu visionaria historia. La «cultura americana» tiene que encontrar pronto su Egipto. El Mar Rojo está al caer…un abrazo
🙂