Suzanne

Miguel Máiquez, 04/02/2009

De pronto he mirado el calendario de la pared y me he dado cuenta de que hoy hace exactamente un año que conocí a Suzanne. Que la conocí en persona, debería decir más bien, porque en realidad hacía ya mucho tiempo que la conocía cuando di con ella, de la forma más inesperada, el invierno pasado.

Había malgastado la mayor parte del día en casa, dejando entrar, sin mucha resistencia, una depresión incipiente; deambulando miserablemente de un lado a otro, incapaz de concentrarme en ninguna actividad, o de encontrar un mínimo estímulo que me sacara a la calle.

Por entonces llevaba ya varios meses en el paro, y las perspectivas de volver a encontrar un empleo decente se iban reduciendo a medida que pasaban los días y mi ánimo iba decayendo más y más. La pura verdad es que todo empezaba a darme igual.

Después de más de diez años ejerciendo como afilado crítico musical en una revista de medio pelo, lo único que me quedaba era un buen puñado de enemigos declarados en el prostituido mundo del espectáculo, y unos cuantos miles de discos en las atiborradas estanterías de mi minúsculo apartamento. Lo primero, salvando el hecho de que había conseguido cerrarme a cal y canto las puertas de la mayoría de los grandes medios del sector, me importaba más bien poco; lo segundo, sin embargo, lo llevaba bastante peor: todos esos discos amontonados y llenos de polvo que ya jamás escuchaba eran como un recordatorio constante, físico, de algo que por entonces no podía identificar más que como el fracaso absoluto de una vida, la mía, cada vez más inútil, cada vez más vacía.

Sin haberlo llegado a desear realmente, al final logré reunir el ánimo necesario para ponerme el abrigo y salir. Estuve caminando un buen rato, maldiciendo mi existencia, supongo, y, al cabo de un par de horas decidí, aún no sé por qué ni apelando a qué clase de esperanza, ir al museo. Tal vez necesitaba un poco de silencio, o simplemente diluir mis pensamientos en la contemplación lo más pasiva posible de cualquier cosa que no fuese yo mismo. Pero, como no podía haber sido de otro modo en aquellos días, el museo estaba cerrado.

La cafetería, no obstante, seguía abierta, así que opté por matar allí lo que quedaba del día. Y fue entonces cuando la vi. O cuando me vio ella a mi, más bien. Se acercó hasta el rincón donde me había dejado caer y, mirándome a los ojos, me dijo:

—Perdona, ¿tienes fuego?

—Sí —respondí—, pero no creo que aquí se pueda fumar…

—No es para fumar —dijo ella—, es para quemar un hilo. Este de aquí, ¿ves? Soy incapaz de cortarlo. No hago más que tirar y tirar, y me estoy quedando sin chaqueta.

—Oh… —dije yo, y le dejé el encendedor.

—Gracias. Por cierto, me llamo Suzanne.

—¿Susan?

—No, Suzanne, con zeta y con dos enes.

—Ah, como la canción, la canción de Leonard Cohen —le recordé.

Pero Suzanne, concentrada en acabar con su pequeño hilo, no me escuchó. O eso creí, porque, nada más terminar, dijo:

—Sí, como la canción, pero sin el como.

—No entiendo…

—No soy Suzanne, como la de la canción, sino Suzanne, la de la canción.

—¿Me tomas el pelo?

La historia de la mujer que inspiró a Leonard Cohen para escribir Suzanne es bien conocida. Se trataba, además, de una de mis canciones preferidas, una de las obras maestras, perfectas, del viejo poeta de Montreal. Así que sabía muy bien de lo que estaba hablando.

—No puede ser —insistí—. La verdadera Suzanne debe de tener unos sesenta o setenta años, y vive en California, creo, en una caravana o algo así, en una especie de comunidad hippie, por lo que he oído. Era la esposa de un artista de Quebec, un escultor más o menos famoso…

—Qué interesante…

—Es decir, que no puedes ser tú.

—Yo no he dicho que sea la mujer que inspiró la canción.

—Pues me ha parecido que sí…

—No. Yo soy Suzanne. Soy la canción.

Entonces, por primera vez, la miré atentamente. Vi sus ojos, su rostro, el cabello, la forma de su cuerpo… Y lo que vi fue la misma tristeza entregada, la misma calidez, la misma complicidad un poco trágica, el mismo misterio, la misma belleza casi onírica, medio ausente… Lo que ví es que lo que estaba diciendo era cierto. No había nada más que decir, nada más que pensar. Suzanne, Suzanne. Oliendo a té, a naranjas…

Hoy, un año después, sigo en paro y la depresión continúa llamando obstinadamente a mi puerta. Pero, de vez en cuando, me pagan por escribir alguna colaboración en Internet. También le he quitado el polvo a los discos, y Suzanne, con su cuerpo perfecto y su voz de niños en la mañana, viene a visitarme a menudo, y algunas noches se queda a dormir.

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«Quai de Bercy», Marc Chagall, 1954

Publicado el 4/2/2009
En el relato: Suzanne

Comentarios

5 comentarios

  • juanjomar dice:

    ¡El relato es bueno! El detalle mágico es ese hilo del que tiraba…¿Por qué tiraba? ¿A qué la unía? ¿Y si no hubiera tirado del hilo se hubieran conocido alguna vez? ¿De qué hilos de nuestra vida no tiramos? ¿Y por qué? Un abrazo.

  • enrique dice:

    maravilloso. qué bien se estaba en esa cafetería.

  • enrique dice:

    “Somos unos intrusos, anónimos e invisibles. Miramos. Aguzamos el oído. Olemos. Pero, físicamente, no estamos presentes […] Representamos las reglas de los genuinos viajeros a través del tiempo. Observamos, pero no intervenimos.”

  • Miguel dice:

    Gracias, Q. Sí que se estaba bien, sí. Y la cita, perfecta… ¿Habrá que seguir leyendo a Murakami?
    Quién sabe, Juanjo. ¿Ariadna? 🙂 En cualquier caso, tú eres de los que ven los hilos… Gracias. Otro abrazo para ti.

  • juanjomar dice:

    Los hilos que vemos…“Creo que todos vemos fuera lo que llevamos dentro. En ese sentido, tenía razón Castaneda – lo leímos juntos, ¿recuerdas?- al afirmar que la realidad no es más que la descripción que hacemos de la realidad” J.J. Millás. Cuentos (pag. 178).

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