La última vez que la vi, Rachel Cameron se alejaba en un autobús nocturno rumbo a la costa para empezar, tal vez, una nueva vida. Su madre acababa de quedarse dormida a su lado, y el autobús avanzaba «suave y confiado, como un búho a través de la oscuridad». El futuro era una incógnita: «Seré diferente. Continuaré siendo la misma. Tendré miedo. A veces me sentiré alegre». Le quedaba, tan solo, una certeza: «Me sentiré sola».
Rachel tenía entonces 35 años y vivía encerrada en una soledad total: «Toda mi vida parece consistir en un encuentro casual, y todo lo que me pasa es inmutable».
Y, sin embargo, Rachel, sin saberlo aún, se había subido a ese autobús con un corazón nuevo. Seguía inmersa en su silencio atronador, atrapada en su celda, separada del mundo. Pero algo se había roto, algo en la agotadora rutina mental de sus días y sus noches se había hecho pedazos durante aquel verano. Rachel había dado un paso esencial: se había permitido ser vulnerable. La puerta ya no estaba cerrada a cal y canto.
Tengo la tentación de asomarme a su vida ahora para verla feliz. Imaginar que sonríe cuando se encuentra por las mañanas con sus pequeños alumnos, con sus niños; observar que ha aprendido a aceptar con comprensión y distancia los reproches de su madre; verla libre al fin de los fantasmas que poblaban la oscuridad de su dormitorio. Pensar que ya no se siente sola, aunque siga estándolo.
Pero no me atrevo. Puede que los muros de su prisión fueran demasiado altos, puede que no pudiese escapar. Una parte de su cárcel la había levantado ella misma, pero otra parte estaba construida con los ladrillos de la sociedad y el tiempo que le tocó vivir, y esa parte no es fácil derribarla.
Tendré que conformarme con un instante de paz. Eso sí puedo imaginarlo.
Porque hoy Rachel se ha levantado temprano y ha recorrido descalza los pocos metros que separan su casa de la orilla del mar, sintiendo la arena aún fría de la playa. Porque la he visto extender una toalla, sentarse frente al océano y encender uno de los dos o tres cigarrillos que fuma al día. Porque después se ha quitado el sombrero, ha cerrado los ojos, y ahora está esperando a que los primeros rayos del sol le acaricien la espalda.
No sabe cuánto van a tardar, pero cree que será capaz de esperarlos. Y yo también lo creo.
La escritora canadiense Margaret Laurence (1926-1987) dio vida a Rachel Cameron en su novela «A Jest of God» (una burla de Dios), un libro que la también escritora canadiense Margaret Atwood describió como «casi perfecto, sin vacíos ni excesos, como un pozo, que ocupa un área pequeña pero puede ser muy profundo». Yo descubrí a Rachel gracias al lugar seguro de un buen amigo:
Su voz le suena falsa. Se ve los brazos largos y flacuchos. Cuando se mira al espejo encuentra unos ojos grises demasiado grandes para su cara estrecha y angulosa. Se cree demasiado alta y su ropa le parece desgastada.
No sabe cómo la ven los demás. Y ya se ha dado cuenta de que ella tampoco es capaz de verlos a ellos. Porque no ve bien las cosas. Nunca están a la distancia adecuada: o demasiado cerca o demasiado lejos. Siente que el silencio que la separa de todo «es tan ancho como el cielo».
Tiene sensibilidad para captar las cosas que le rodean, es observadora, y, sin embargo, la vida pasa ante ella como un acertijo fútil. Sus pensamientos se despliegan temblorosos como el rocío sobre las hojas. Pero hay oscuridad alrededor y no tiene con quien compartirla.
Publicado el 19/12/2012
En el relato: Rachel Cameron
Imagen: «Summer in Town», Alex Colville, 1973
4 comentarios
Debo leerla, debo leerla. No dejo de repetir el mantra.
Muchas gracias por el camino abierto y un placer ver como tejes palabras, as ever.
Te gustará. También The Diviners, de la misma autora. Ambas pertenecen a un ciclo de cinco libros (y otras tantas mujeres) ambientados en la pequeña ciudad ficticia de Manawaka, en mitad de las praderas de Manitoba.
Y gracias a ti. El placer (y el honor) es que me leas tú.
¡Lo sabía, lo sabía! Sabía que si la buscábamos, al cabo de los años, la encontraríamos feliz. Pero ahí no dice nada de su felicidad. Sí, sí lo dice. Aunque no con exactitud. Él tampoco lo ve todo. Además, no se ha atrevido (cosa rara en él). ¿No ha querido ser cruel? No creo que haya sido por eso. Salinger creía que la mayoría de las verdades es mejor dejarlas sin decir. Por eso se ha mantenido a distancia en la playa. Es suficiente. Había paz, y eso es una forma de felicidad.
Gracias.
Eso es.
Gracias a ti por presentármela, y por hacerlo de una forma tan bella y tentadora. Días después de cerrar el libro, sigue presente, y eso es lo mejor que te puede pasar con una historia.