José Vivar, de líder pandillero y narcotraficante a emprendedor de ‘fitness’: «Es posible cambiar»

Con tan solo 19 años, José Vivar, un joven de origen ecuatoriano nacido en Toronto, estaba ya al mando de los LA Boys (Latino Americos Boys), una pandilla que por entonces controlaba buena parte del tráfico de drogas en la ciudad. En 2002 fue acusado de asesinato en primer grado tras la muerte a tiros en un bar de un miembro de una pandilla rival. Fue absuelto.

Cinco años después, en 2007, la Policía de Toronto puso en marcha la operación Cheddar, con Vivar (apodado «Cheesie») como principal objetivo. En la redada en la que le detuvieron, los agentes se incautaron de 10 kilos de cocaína, una gran cantidad de éxtasis y marihuana, seis armas de fuego (entre ellas, el modelo favorito de Sadam Husein), 300 cartuchos de munición y 130.000 dólares en metálico. Le condenaron a diez años y cuatro meses en el correccional federal de Bath and Collins Bay (la «escuela de gladiadores», como lo llama él), en Kingston.

Durante su estancia en prisión, Vivar decide dar un giro a su vida. Comienza a hacer ejercicio, diseña un programa de entrenamiento «al estilo carcelario» y obtiene un certificado de instrucctor de fitness. Se convierte, incluso, en columnista regular de un diario local, el Kingston Whig-Standard. Tras cumplir ocho años y medio de sentencia, obtiene la libertad condicional por buena conducta (no tendrá la libertad completa hasta 2022).

Es entonces cuando pone en práctica su proyecto, y funda 25/7 Fitness – Prison Pump, una organización sin ánimo de lucro dedicada a promover la gimnasia y el ejercicio físico, a través de clases semanales gratuitas y accesibles, y de programas para jovenes.

Sin embargo, a primera hora de la mañana del 30 de julio de 2016, su vida vuelve a dar un vuelco. Durante una clase al aire libre en el parque de Christie Pits, en Toronto, un sicario le dispara cinco balas a bocajarro, en frente de sus alumnos. Milagrosamente, Vivar sobrevive.

Tras recuperarse en el hospital, Vivar es trasladado a un lugar seguro, lejos de Toronto. Allí continúa dirigiendo Prison Pump y, finalmente, logra abrir un gimnasio en Sudbury, actividad que combina con su ambición de convertirse en un orador inspiracional (llegó a ser semifinalista en el concurso internacional de oradores Toastmasters).

Su historia, con él mismo como protagonista, la cuenta en detalle el documental Prison Pump, dirigido por Gary Lange, producido por Ed Barreveld, y recién estrenado en la CBC: «Antes de conocerle —cuenta el director—, José Vivar no contaba precisamente con mi simpatía. Era un líder pandillero, un narcotraficante, un hombre cuya vida había estado definida por la violencia. Vendía cocaína a los chicos de mi barrio. Llevaba un arma desde los 13 años… José sabe que no puede cambiar su pasado, pero también le atormentan las pérdidas que ha sufrido como consecuencia de sus decisiones. No pudo ver crecer a sus hijos [Vivar tiene dos, uno de 12 años y otro de 17], y no solo destrozó a sus padres, sino que también puso sus vidas en peligro. Además, los amigos en los que más confiaba acabaron dándole la espalda y convertidos en informantes de la policía. Ahora intenta desesperadamente cambiar su vida, pero sabe que el camino hacia la redención no es un camino fácil».

Con motivo de la promoción del documental, José Vivar ha estado estos días en Toronto, donde habló con Lattin Magazine.

¿Qué le pasa por la cabeza al volver a Toronto?

Toronto es mi casa. Yo nací aquí. Mis padres vinieron en 1974, yo nací en el 81… He pasado aquí toda mi vida. Pero ahora que tengo experiencias en otras ciudades, Toronto es demasiado grande, demasiada gente. Yo quiero vivir una vida en paz, y a veces creo que Toronto no me puede dar esa paz. Pero siempre voy a tenerla en mi corazón. Mi familia está aquí, mi papá, mi mamá y mi hijo de doce años viven aquí.

¿Ha sido difícil adaptarse a la vida en una ciudad pequeña?

Sí, pero lo prefiero. A veces me aburro, pero eso me está permitiendo aprender nuevas cosas. Ahora leo, me concentro en escribir, camino, paseo con mi perrito… Es una vida completamente diferente. Estoy también escribiendo un libro con The Globe and Mail, The Lure of the Gun, donde cuento mis experiencias con las armas.

¿Cómo se sintió al revivir su pasado durante la filmación del documental?

No fue fácil, pero es una historia que quería contar. La gente tiene que saber cómo es ese tipo de vida, tiene que saber que es real, que no es solo algo de las películas.

En una de las escenas recrea incluso, con todo detalle, el momento en que le dispararon…

Yo siempre supe que iba a pasar. Cuando me dispararon, pensé: «ya está, está pasando»… Por supuesto que fue horrible. Pero mi mantra es convertir lo negativo en positivo. Todo lo que me ha pasado en la vida no solo me ha hecho más fuerte a mí mismo, sino que puede inspirar también a otras personas. En el pasado he liderado a gente de la forma equivocada. Esta es mi oportunidad de hacerlo correctamente.

El ataque se produjo cuando usted ya había empezado a cambiar su vida. ¿Cómo reaccionó?

Al principio fue como si me arrastraran de vuelta a todo ese mundo. Cuando me dispararon, lo único en lo que podía pensar era en vengarme. Tengo que acabar con estos tipos antes de que ellos acaben conmigo… Pero para entonces había puesto ya tanto esfuerzo en vivir de otro modo que no podía permitirme pensar de esa manera. Aún así, sigo luchando con esos demonios cada día. Estuve metido en esa vida durante décadas… Esta es la verdadera prueba. Ahora hay mucha gente que depende de mí y a la que no puedo fallar. Mis dos hijos… Ellos son mi motor. Tengo que hacer lo correcto. Y es posible cambiar.

¿Recibió algún tipo de ayuda en prisión?

Es uno de los problemas del sistema penitenciario. Porque en una situación así tienes que pedir ayuda, y yo tuve la suerte de tener a guardias, y después, oficiales en la libertad condicional, que estuvieron dispuestos a trabajar conmigo, y a hacerme ver la vida con otros ojos. Pero hay muchos que no tienen esa oportunidad. Y son esos los que vuelven a la calle, los que no confían en el sistema, los que vuelven a meterse en problemas.

Usted cuenta que no creció en un ambiente familiar problemático, o de falta de recursos económicos. ¿Qué le llevó a unirse a una banda en su adolescencia?

Por supuesto que tuve la posibilidad de no hacerlo… Pero me daban palizas los hispanos, los portugueses, los italianos… Tenía que tomar una decisión. No podía acudir a mi padre, un ecuatoriano de la vieja escuela, que me habría dicho que lo que tenía que hacer era defenderme. Tampoco podía decir: «vámonos a otra zona», porque no habría sido aceptable… Unirme a una banda fue, para mí, un modo de enfrentarme al trauma que había vivido antes. Después, claro, cuando estás en la banda experimentas más trauma, un trauma que no es muy diferente al que se vive en las guerras, en Irak… Es una guerra urbana. Y luego, más trauma aún en prisión. Mucha gente no es capaz de gestionar todo eso. Yo tuve la suerte de contar con buenos consejeros y psicólogos en la cárcel.

Un documental como este significa volver a estar expuesto. ¿Es un riesgo?

Sí, pero también me ha abierto muchas puertas. Tengo que buscar una manera de ganarme la vida, y esta es, para mí, la forma de hacerlo. Es también la forma de devolver lo que he recibido de la comunidad.

Este está siendo un año especialmente duro en Toronto, con un nivel de violencia desconocido en la ciudad desde hace mucho…

La situación es realmente mala. Es un problema cultural… Lo que Toronto tiene que entender es que todo el mundo debería sentirse incluido. Lo que a mí me hizo sentirme integrado fue pertenecer a una banda latina. El resto me hacía sentir excluido. A mí nadie me enseñó finanzas, o cómo emprender un negocio inmobiliario, por ejemplo. A mí me enseñaron a vender drogas, y que es así como vas a tener éxito. Todos estos tiroteos en los que hay envueltos chicos están motivados por un estilo de vida que quieren mantener, y para eso necesitas dinero… Lo que hay que hacer es enseñar a estos chicos otras formas de ganar ese dinero, enseñarles a montar un negocio, proporcionarles becas y ayudas para que puedan ganarse la vida honradamente. Si cuando yo tenía 19 años alguien me hubiera dado una ayuda económica para empezar un negocio, eso habría cambiado mi vida. Si me hubieran proporcionado un mentor que me hubiese aconsejado… Porque las habilidades están ahí. Si eres bueno vendiendo drogas, tambén serás bueno haciendo negocios. Podría haber puesto toda esa energía en algo legítimo. Tenemos que identificar quiénes son estos chicos, quienes son los más influyentes, y echarles una mano. Eso ayudaría a resolver el problema.

¿Es también un problema policial?

Poner más policías no es la solución. Así no se ataca la raíz del problema… Estos chicos no disparan porque sí. Han sido testigos de algún tiroteo, o les han disparado a ellos, o tienen miedo, y entonces van y disparan ellos también, y matan a alguien. Tenemos que encontrar la manera de sacar a esos chicos de esas situaciones de alto riesgo, llevarlos a otros lugares, a otra ciudad, incluso. Si permaneces en el mismo sitio donde está el problema, no podrás evitarlo.

¿Qué planes tiene para el futuro?

La idea es seguir desarrollando 25/7 Fitness, con el foco especialmente puesto en los jóvenes, y convertirlo en un programa que incluya también una escuela de negocios. Lo bueno de este programa, en cualquier caso, es que es para todo el mundo. Hay médicos y abogados haciendo ejercicio junto a antiguos drogadictos. Porque se trata de unir a la comunidad. Todos somos humanos.

¿Cómo se financia?

Todas nuestras instalaciones han sido financiadas por donantes privados. Recibimos material que estaba acumulando polvo en sótanos de gente que ya no lo usaba.

¿Mantiene algún contacto con Ecuador?

Claro que sí, tengo allí mucha familia, en Quito, en Cuenca, en Guayaquil… Y algún día voy a regresar. Yo nací aquí, pero Ecuador es mi país. Lo primero que haré cuando acabe el periodo de libertad condicional será ir allí y estar dos meses en la playa con mis hijos.

Toronto y Vancouver, entre las cuatro ciudades del mundo con mayor burbuja inmobiliaria

Dos ciudades canadienses, Toronto y Vancouver, se encuentran entre las cuatro urbes del planeta con mayor burbuja inmobiliaria, es decir, aquellas en las que los precios de la vivienda están más por encima de lo que deberían, en función de parámetros como el salario local, lo que se ofrece en la vivienda, el mercado de alquiler o la deuda hipotecaria. Toronto, además, encabeza la lista de las ciudades en las que es mayor el riesgo de que esta burbuja vaya a peor, con un desajuste de precios más grande incluso que el existente en las ciudades tradicionalmente más caras en todos los rankings, como Londres o Tokio.

Así lo pone de manifiesto el Índice Global de Burbuja Inmobiliaria del banco de inversión suizo UBS, un informe anual de referencia para el sector, cuya edición de 2018 ha sido publicada esta semana. Cada año, el banco analiza 20 ciudades de todo el mundo consideradas grandes centros financieros, en una lista que incluye metrópolis como Nueva York, Sídney, Singapur, París, o Hong Kong, aparte de las mencionadas Londres y Tokio. En algunas de ellas el alquiler es demasiado caro; en otras, encontrar una vivienda es un auténtico desafío para los extranjeros. Todas tienen en común un coste de la vida sensiblemente mayor que el de sus áreas geográficas cercanas.

Mapa y datos: UBS Global Real Estate Bubble Index 2018. Pichar en la imagen para ampliarla.

El ránking mundial de burbuja inmobiliaria elaborado por el banco para 2018 lo encabeza Hong Kong (China), seguida de Múnich (Alemania). En tercera posición aparece Toronto; después, Vancouver, y a continuación, Londres (Reino Unido) y Amsterdam (Holanda).

El banco otorga una puntación a cada ciudad analizada. Por debajo de –1,5 se considera un mercado deprimido, es decir, aquel en el que hay más vendedores que compradores, un exceso de oferta que se traduce en precios generalmente más bajos. Entre –1,5 y –0,5 se considera un mercado infravalorado, y entre –0,5 and 0,5, bien valorado. Una puntuación mayor de 1,5 corresponde a un mercado sobrevalorado, una sitación en la que puede hablarse ya de burbuja, o, más exactamente de «alto riesgo de burbuja», ya que el banco define el término como «un sobreprecio sustancial y sostenido de un activo cuya existencia no puede probarse hasta que estalla». Toronto obtiene un 1,95; Vancouver, un 1,92.

Utilizando los datos del informe, la CBC calculó que, en Toronto, un trabajador altamente cualficado necesitaría seis años de salario para comprar una casa a los precios actuales, mientras que en Vancouver el tiempo sería de nueve años.

Ralentización en Toronto

Gráfico: UBS Global Real Estate Bubble.

La situación es algo mejor que el año pasado en el caso de Toronto, no así en lo que respecta a Vancouver. El informe de UBS señala que en la mayor ciudad de Columbia Británica los precios se han acelerado en una relación que alcanza ya los dos dígitos. En Toronto, sin embargo, la dinámica de subida se ha ralentizado un poco. En ambas ciudades las valoraciones han tendido al alza desde los años noventa, sin que la crisis financiera consiguiera moderar los precios.

Más en detalle, el informe indica que, desde «el frenesí alcista» de mediados del año pasado, cuando se batieron récords en el coste de la vivienda, los precios se han estabilizado en Toronto a lo largo de los últimos cuatro cuatrimestres. Considerando el ajuste de la inflación, los precios de la vivienda son actualmente un 50% más caros que hace cinco años.

Según el banco, a este enfriamiento ha podido contribuir el Plan de Vivienda Justa implementado el año pasado, a través del cual se gravó con impuestos a las compras extranjeras y a los apartamentos vacantes, y se pusieron en marcha controles más estrictos en el alquiler. A ello se le unen la subida de los costes de las hipotecas y una mayor dificultad a la hora de obtener un préstamo, factores que contribuyen a frenar la demanda y, en consecuencia, los precios. El banco advierte, no obstante, que, a corto plazo, el debilitamiento del dólar canadiense puede volver a atraer a inversores extranjeros, lo que volvería a calentar el mercado.

De acuerdo con datos de la Junta de Bienes Inmobiliarios de Toronto (Toronto Real Estate Board), el precio promedio de venta de una casa en la región fue el pasado mes de agosto de 765.270 dólares.

En general, la asequibilidad de la vivienda en Canadá se encuentra en su peor momento en 28 años, tal y como refleja un informe elaborado por los economistas del Royal Bank of Canada (RBC), y dado a conocer este mismo viernes.

Según este estudio, el porcentaje de ingresos que un hogar canadiense medio necesita para poder cubrir los costos derivados de adquirir una vivienda alcanzó el 53,9% en el segundo trimestre de 2018. Se trata del peor dato desde 1990, cuando la proporción de los ingresos necesaria para hacer frente a los costos de la propiedad era del 56%.

Los economistas constatan, eso sí, que la situación es especialmente preocupante en las áreas de Toronto, Victoria y, especialmente, Vancouver, cuyos registros empeoran considerablemente la media nacional, pero mucho menos crítica en el resto del país.

La obra de Banksy toma Toronto por partida doble… y con polémica

La Rata de Haight Street, de Banksy, expuesta en Yorkville Village, en Toronto. Foto: Lattin Magazine

La coincidencia en Toronto durante este mes de junio de dos exposiciones de la obra de Banksy es una magnífica ocasión para ver ‘en directo’ las creaciones del mítico artista callejero y activista británico, pero ha levantado también cierta polémica. Por un lado, ninguna de las dos muestras está autorizada oficialmente por el artista; por otro, muchos fans del escurridizo y provocador maestro del stencil art, creador de emblemáticas imágenes como la niña y el globo rojo en forma de corazón, los monos que un día dominarán el mundo, o los dos policías fundidos en un tierno beso, ven como mínimo una contradicción que obras concebidas originalmente para ser contempladas en lugares públicos, en un espacio determinado y de forma gratuita, se exhiban fuera de contexto y rodeadas de tiendas de lujo en un caso, o pagando una entrada en el otro.

La primera exposición, titulada Saving Banksy (Salvando a Banksy), está compuesta por una sola obra, una de las más emblemáticas del artista. Se trata de la famosa Rata de Haight Street, cuyo original (es decir, la sección del muro donde fue pintada originalmente, en San Francisco) puede verse hasta el 11 de junio en el centro comercial de Yorkville Village, compartiendo espacio con tiendas de marcas como Chanel, Tiffany o Prada.

La obra, eso sí, puede contemplarse de forma gratuita, y en principio su exhibición cumple las condiciones impuestas por su ‘propietario’ (él se define más bien como «preservador») en todos los lugares que ha recorrido ya la muestra (Miami, Los Ángeles, la propia San Francisco): además de ser gratis y de estar abierta al publico en general, la exposición debe promover la importancia del arte callejero y la imagen de la pintura no puede ser comercializada.

La Rata de Haight Street fue pintada por Banksy en 2010 en el histórico barrio de Haight and Ashbury de San Francisco, durante las dos semanas que el artista estuvo trabajando en las calles de la ciudad californiana, con motivo del estreno de su documental Exit Through the Gift Shop (nominado al Óscar en 2011 a la mejor película documental, y ganador del Independent Spirit Awards en 2010, también a la mejor película documental). Desde la calle, los viandantes podían leer un mensaje («Aquí es donde marco la línea»), del que partía una línea roja hasta el edificio contiguo, donde estaba la pintura de la rata en sí, sosteniendo una especie de rotulador y ataviada con una gorra que recuerda a la del Che Guevara.

La gran mayoría de las obras que pintó Banksy durante aquella estancia en San Francisco fueron borradas, bien por los propietarios de los inmuebles donde las realizó, bien por las autoridades. La Rata, sin embargo, sobrevivió, y un coleccionista de arte, Brian Greif, decidió salvarla. Para ello, Greif pagó 40.000 dólares. No para comprarla, pues técnicamente no estaba en venta, sino para poder ‘arrancarla’, y preservarla. De hecho, y a pesar de que Greif ha tenido ofertas de hasta medio millón de dólares por la pintura, hasta ahora las ha rechazado todas, embarcándose, en su lugar, en esta especie de exposición itinerante. En la muestra de Yorkville Village, que cualquiera puede ver y fotografiar sin pagar un dólar, la obra está acompañada por paneles explicativos y por otros trabajos relacionados con el arte callejero.

La Rata de Haight Street es también el tema principal de un documental, producido por Netflix y titulado asimismo Saving Banksy, en el que el debate sobre la exhibición de arte callejero en contextos diferentes a sus espacios originales es, precisamente, uno de los asuntos fundamentales.

Enlace a YouTube: Saving Banksy Official Trailer (Saving Banksy)

La segunda exposición es The Art of Banksy (el arte de Banksy), un gran evento que llega a Toronto precedido de una potente campaña publicitaria (los carteles anunciándola pueden verse desde hace semanas en muchas de las principales avenidas de la ciudad), y que mostrará, por primera vez en Norteamérica, más de 40 obras del artista, valoradas en unos 35 millones de dólares.

La exposición, no autorizada tampoco por el artista, ha sido comisariada a partir de diferentes colecciones privadas por Steve Lazarides, exagente del propio Banksy, con quien rompió profesionalmente en el año 2009. En este caso, además, la entrada no es gratuita. Cuesta 35 dólares (32,50 para estudiantes y seniors).

The Art of Banksy podrá verse en el 213 de Sterling Road durante cuatro semanas, tras haber pasado por ciudades como Melbourne, Amsterdam, Tel Aviv, Auckland y Berlín. La mayoría de las obras que forman la muestra fueron expuestas originalmente en algunas de las primeras exposiciones realizadas por el artista a principios de los años 2000, entre ellas, Turf Wars (Londres, 2003) y Barely Legal (Los Ángeles, 2006). La exposición incluye obras emblemáticas como Girl and Balloon, Laugh Now o Flag Wall.

Enlace a YouTube: The Art of Banksy Official Trailer

Activismo a pie de calle

Banksy, quien no ha aparecido nunca en público ni ha revelado jamás su identidad, es un pintor, artista callejero y activista social, considerado uno de los grafiteros políticos más importantes e influyentes del mundo.

Comenzó su obra en las calles de Bristol (Reino Unido), su ciudad natal, entre 1992 y 1994, y en el año 2000 organizó una exposición en Londres. Desde entonces, sus pintadas han aparecido en ciudades de todo el mundo y en lugares de gran significación política, como el muro construido por Israel en la Cisjordania ocupada.

Banksy es conocido asimismo por haberse introducido, disfrazado, en famosos museos de todo el mundo para colgar algunas de sus obras de manera clandestina, incluyendo la Tate Modern y el Museo Británico, en Londres, y el MOMA de Nueva York.

En su obra mezcla imágenes de una gran carga simbólica, jugando con el humor y recurriendo a menudo a los contrastes y las contradicciones del sistema capitalista occidental, en la línea del movimiento de denuncia de la publicidad y el consumismo encabezado por revistas como Adbusters.

Toronto se reafirma tras la matanza: «Hemos visto lo peor del ser humano y lo mejor de esta ciudad»

«Hemos visto lo peor del ser humano, y también lo mejor que esta ciudad y este país tienen que ofrecer». La frase, pronunciada este martes por un ex mando de la Policía de Toronto durante una entrevista en televisión, resume bien el sentimiento con el que la ciudad canadiense se está enfrentando a una tragedia que la ha sacudido de arriba a abajo.

El lunes, sobre la una y media de la tarde, un joven de 25 años llamado Alek Minassian arrolló de forma deliberada con una furgoneta a una veintena de peatones en la parte norte de la capital de Ontario. El balance, de momento, es de diez personas muertas y 14 heridas, algunas muy graves. Nadie en la ciudad recuerda nada parecido.

Hasta este lunes a pocos se les pasaba por la cabeza que las horribles imágenes de atentados y ataques similares en Europa u Oriente Medio pudiesen repetirse aquí. Las autoridades han descartado que haya sido un «acto terrorista», y los motivos de Minassian, aunque podrían estar relacionados con odio misógino, no están claros aún. Pero, sea como fuere, muchos sienten que la ciudad difícilmente podrá seguir siendo la misma, al menos, durante algún tiempo.

Y, sin embargo, de algún modo, Toronto parece haber salido reforzada del golpe, sin olvidar por ello el dolor de las víctimas y de sus seres queridos. Más allá de las habituales, e innumerables, muestras de apoyo en las redes sociales (unidas en la etiqueta #TorontoStrong, Toronto fuerte), o de las flores y velas depositadas por miles de ciudadanos en el lugar del ataque, no hay tertulia en la radio, entrevista en televisión o artículo en los periódicos que no destaque la ejemplar respuesta de unos ciudadanos que, en términos generales, han demostrado cómo la tan a menudo ridiculizada «excesiva moderación» canadiense puede ser un valor fundamental en situaciones como ésta.

Como señalaba este mismo martes en su editorial el diario local Toronto Star, el periódico de mayor tirada en Canadá, en las primeras horas tras el ataque, «la gran mayoría de la gente, aparte de los vergonzantes sospechosos habituales de las redes sociales, no apuntó a nadie ni culpó a nadie». «Que semejante violencia puediese ocurrir en el corazón de una ciudad que se considera a sí misma inmune a este tipo de cosas nos dejó, naturalmente, en estado de shock, pero no se percibía rabia ni se extendió el pánico», añade el diario. El alcalde de la ciudad, John Tory, se sumaba, también este martes, al sentimiento general y alababa a los torontianos por «haber mostrado lo mejor de sí mismos en nuestras horas más oscuras».

Multicultural y segura

No hay que olvidar que este tipo de mensajes son percibidos con una relevancia especial en una ciudad que se enorgullece de ser, según la ONU, la más multicultural del mundo, y de haber construido un modelo de convivencia que, a pesar de sus defectos y desafíos diarios, desmonta muchos de los argumentos xenófobos que, cada vez más, tienden a asociar multicuturalidad y delincuencia, inmigración y crimen, refugiados y terrorismo (la generosa acogida de Canadá a los refugiados sirios planeaba ya, sin duda, sobre las mentes de esos «sospechosos habituales»): en el el ránking de las ciudades más seguras que elabora cada año la revista The Economist, Toronto ocupa el cuarto puesto mundial, y el primero en Norteamérica.

También ha sido alabada, aunque no de forma unánime, la reacción de las autoridades, que han evitado desde el primer momento especular sobre cualquier dato hasta estar completamente seguras (para desesperación de la prensa), y han mantenido, en general, un perfil bajo en su protagonismo durante la crisis, alejadas de la tentación de buscar un aprovechamiento político.

Junto con la de los miembros de los servicios de emergencias que acudieron al lugar del atropello, la reacción más admirada ha sido, en cualquier caso, la de un solo hombre: el policía que arrestó al presunto autor de la matanza sin disparar un solo tiro, pese a encontrarse en una situación en la que, especialmente en el lado sur de la frontera, el sospechoso suele acabar en el suelo, acribillado a balazos. Más aún si, como en este caso, está pidiendo a gritos al policía que lo mate.

La contención y la profesionalidad del agente Ken Lam (su nombre solo salió a la luz horas después, revelado por los medios de comunicación) han supuesto, además, un bálsamo para un cuerpo policial, el de Toronto, que lleva meses recibiendo duras críticas por cómo ha gestionado casos recientes como el del asesino en serie Bruce McArthur o el del matrimonio formado por los multimillonarios Barry y Honey Sherman, asesinados el pasado mes de diciembre en su mansión del norte de la ciudad.

Primavera rota

El hecho de que la matanza ocurriese en mitad de un espléndido día soleado contribuyó, más aún si cabe, a ensombrecer el ánimo de los torontianos. En semejantes circunstancias puede parecer una frivolidad hacer una referencia al tiempo, pero, en este caso, no lo es. Porque el tiempo, en una ciudad que se las ve cada año con meses interminables en los que el termómetro permanece bloqueado en registros negativos, es, también, un estado de ánimo.

El fin de semana anterior, los torontianos habían sufrido el último coletazo del invierno, con temperaturas bajo cero, lluvia helada, nieve, viento, calles intransitables y comentarios generalizados de «cuándo va a acabar esto». Este lunes, al fin, la ciudad parecía estar estrenado la tan ansiada primavera. Trece grados, cielo azul, sol… La gente aquí no necesita más para salir a la calle y hacer cola en las terrazas de los bares, y eso es algo que esa mañana se palpaba en el ambiente; algo, que, sin duda, contribuyó a que la zona entre las calles Yonge y Finch donde ocurrió el atropello, un área con numerosos comercios y restaurantes, y en la que hay también una importante salida de metro, estuviese especialmente concurrida a esa hora, la hora de la comida.

En primavera, Toronto recupera sus calles y no las suelta hasta que le obliga a ello el frío que empieza a asomar ya a principios del otoño. Los habitantes de esta ciudad aman sus calles y se saben, o se sabían, seguros en ellas. El lunes, las mismas cadenas de televisión locales que entrevistaban a la gente en esas calles a propósito del buen tiempo pasaron, en cuestión de minutos, a mostrar ambulancias, coches de policía, cuerpos tendidos en la acera, testimonios de testigos al borde de las lágrimas. Y, después, también en cuestión de minutos, viandantes que auxiliaban a los heridos, vecinos que sacaban mesas con agua y comida a la puerta de sus casas, y torontianos anónimos de todas las razas que empezaban a depositar velas, flores y textos manuscritos de condolencia y unidad en el memorial improvisado en el lugar de la tragedia. Entre los mensajes más repetidos, «Toronto, love for all, hatred for none» (Toronto, amor para todos, odio para nadie).

Cuando Casa Loma fue una base secreta para espiar a los nazis y una inspiración para James Bond

La mansión Casa Loma, en Toronto. Foto: Miguel Máiquez / Lattin Magazine

«Nadie sabe dónde estaba la Estación M. Su localización oficial no aparece en ningún sitio…». En una entrevista concedida al diario Toronto Star en 2015, el historiador e investigador Lynn-Philip Hodgson, autor del libro Inside Camp X, admitía que no hay evidencias aún que acrediten de forma fehaciente que la denominada Estación M (Station M) se encontraba en el interior de Casa Loma, en pleno corazón de Toronto. «No existen registros, o, si los hay, están bajo llave en Ottawa», afirmaba. Teniendo en cuenta que Station M era el nombre en código de una base secreta en la que empleados del Servicio de Inteligencia Británico fabricaban material de espionaje durante la Segunda Guerra Mundial, la segunda opción no resulta del todo descabellada.

El propio Hodgson ha defendido la teoría de que Casa Loma albergó Station M en numerosos artículos y conferencias desde que salió a la luz su libro en el año 2003 (seguirían varios más, todos ellos relacionados con el mismo asunto), y afirma haber tenido acceso a documentos no publicados que así lo prueban. Y los actuales gestores de la mansión, el grupo empresarial Liberty Entertainment, también lo creen, como muestra la exposición permanente que el popular castillo dedica a la historia de este centro secreto y a la del llamado Campo X (Camp X) —otro nombre en código—, un área de entrenamiento paramilitar a orillas del lago Ontario, que estuvo conectada directamente con las supuestas instalaciones secretas del turístico caserón neogótico.

Una insignia militar con la inscripción ‘Camp X’.

En concreto, y de acuerdo con las investigaciones de Hodgson, los establos de Casa Loma (o quizá una sala en el interior de la mansión, tal vez los sótanos, o incluso alguno de sus túneles) habrían sido utilizados para perfeccionar un sistema de sonar conocido como ASDIC, empleado para detectar la presencia de submarinos alemanes (los famosos U‑Boot) en el Atlántico Norte. El sistema se había empezado a probar en Londres y, aparentemente, habría sido desarrollado, al menos en parte, en Toronto.

El área del caserón en la que se llevaban a cabo los trabajos estaba cerrada al público con una simple señal de «en construcción», lo que permitía a los empleados que trabajaban en el proyecto entrar y salir sin levantar sospechas entre los visitantes de la mansión, que permanecía abierta al público.

En este centro secreto se habrían elaborado asimismo otros utensilios relacionados con el espionaje (incluyendo prendas de vestir), todo ello bajo las órdenes de Sir William Stephenson, un histórico jefe de espías de Winnipeg, Manitoba, conocido por el nombre en clave de «Intrepid», colaborador del mismísimo Winston Churchill, y coordinador la operación.

«Al mismo tiempo que arriba, en el salón de baile de Casa Loma, cientos de invitados disfrutaban de fiestas en las que las big bands de la época tocaban música de Glenn Miller, bajo sus pies, un equipo de los mejores científicos, técnicos, sastres y modistas trabajaba sin descanso para fabricar los artefactos y el material requerido por Stephenson», escribe Hodgson. El investigador lleva más de 40 años estudiando las huellas de Camp X y Station M, y ha pasado media vida dedicado a rescatar y divulgar el patrimonio histórico canadiense, lo que le valió la concesión, en 2013, de la medalla Queen’s Diamond Jubilee. La exposición permanente que Casa Loma dedica a la Estación M («M», por «Magical») y al Campo X, habilitada en una de las alas del recibidor principal de la mansión, se nutre principalmente de la colección personal reunida por Hodgson a lo largo de todos esos años.

La muestra incluye utensilios hallados en la zona donde estuvo el campo de entrenamiento (entre Whitby y Oshawa, en el área que ocupa actualmente el Intrepid Park), así como otros gadgets que serían utilizados por los espías y agentes secretos cuando se encontrasen tras las líneas enemigas. Bajo la protección de una vitrina de cristal, se exhiben desde un pañuelo de cuello que es en realidad un detallado mapa, hasta un botón de chaqueta capaz de esconder una brújula diminuta, pasando por el típico libro hueco para ocultar un arma, insignias militares con la inscripción «Camp X», u objetos más cotidianos como fotografías, cubiertos, o un peine, este último, también, con una pequeñísima brújula en su interior.

Algunos de los objetos reunidos en la exposición dedicada a la Estación M y el Campo X en Casa Loma. Fotos: Lattin Magazine

Como señala a Lattin Magazine la actual encargada de la colección de arte del castillo y el establo de Casa Loma, la argentina Marcela Torres, «la historia no es muy conocida, ni siquiera en Toronto». «Yo llegué a Canadá hace más de seis años, y no supe de todo esto hasta que empecé a trabajar aquí», cuenta. De hecho, explica Torres, la exposición es bastante reciente. Se creó en diciembre de 2015 y hasta entonces «no había nada» que mostrase ese capítulo del pasado de la mansión.

Desde que, en 1937, el Kiwanis Club, más tarde Kiwanis Club of Casa Loma (KCCL), se hizo cargo del caserón, ya abierto el público, era habitual que el castillo celebrara eventos y actos benéficos. Durante la guerra, indica Torres, algunas de estas fiestas estaban destinadas a recaudar fondos para apoyar el esfuerzo bélico. Son, probablemente, los bailes a los que hacía referencia Hodgson. «Yo he visto fotos de esos eventos en los archivos de la ciudad de Toronto, y es cierto que en algunas de ellas aparecen soldados, aunque no se puede afirmar con seguridad que estén relacionados con Station M», señala Torres. «Lo que está claro es que en ese momento nadie sabía lo que estaba pasando allí», añade.

Ni siquiera las autoridades municipales tenían conocimiento de Station M, y menos aún del proyecto relacionado con el sistema ASDIC, el aparato predecesor del moderno sonar. La producción del ASDIC había comenzado en Londres, pero, debido a los constantes bombardeos alemanes sobre la capital británica durante el Blitz, se hizo necesario encontrar un lugar más seguro para poder continuar con la investigación. De acuerdo con The Canadian Encyclopedia, William Corman, un ingeniero canadiense, fue el encargado de elegir un nuevo emplazamiento que debería ser, además, secreto. Casa Loma, con sus amplios establos, sus grandes salas de techos altos y sus túneles, fue su propuesta: «¿Quién va a sospechar de un castillo estrafalario que celebra bailes todos los sábados por la noche?», dicen que dijo. Cuando Corman llevó a cabo sus negociaciones secretas con el Kiwanis Club, el Ayuntamiento no fue informado. El gobierno de la ciudad no se enteraría hasta una década más tarde.

Numerosos barcos canadienses fueron equipados con el ASDIC durante la Segunda Guerra Mundial, entre ellos, el HMCS Haida, anclado actualmente en Hamilton como museo, y en cuyo interior pueden verse los componentes básicos del aparato. El proyecto ASDIC habría comenzado a llevarse a cabo en Casa Loma en 1941, manteniéndose activo hasta el final de la contienda.

La curadora de las colecciones de arte de Casa Loma, la argentina Marcela Torres, junto a la exposición sobre Camp X y Station M. Foto: Lattin Magazine

¿Y James Bond?

Junto con la historia de Canadá durante la Segunda Guerra Mundial, la otra gran especialidad de Hodgson es Ian Fleming, el célebre autor de las novelas de James Bond.

En el año 1939, el escritor fue reclutado por el Departamento de Inteligencia de la Marina Británica como asistente, más tarde como lugarteniente y, finalmente, como comandante, y llegó a concebir un plan, la llamada Operación Ruthless, para tratar de confiscar a los nazis la famosa máquina codificadora Enigma. El plan nunca llegó a ejecutarse, pero colocó a Fleming directamente en la órbita de expertos del espionaje bélico.

Dos imágenes (la primera, aérea) de Camp X en 1942. Fotos: camp‑x.com

En 1942, Fleming pasó unas semanas en Toronto, durante las cuales visitó las instalaciones de Camp X, inauguradas el 6 de diciembre del año anterior. Su objetivo era adquirir formación que más tarde esperaba compartir con un comando del que estaba a cargo en ese momento. Según Hodgson y otros expertos, tanto el campo de entrenamiento y los oficiales que conoció allí (entre ellos, Stephenson), como los gadgets que se fabricaban en Casa Loma podrían haberle servido de inspiración para su serie de novelas sobre el agente 007.

La leyenda cuenta que Fleming falló una de las pruebas a las que fue sometido en Camp X como parte de su entrenamiento: para comprobar si sería capaz de matar a alguien a sangre fría, se le proporcionó una pistola cargada y fue enviado a un hotel del centro de Toronto, informándosele de que en una de sus habitaciones se encontraba un agente enemigo al que tendría que disparar; en realidad, un instructor preparado para desarmarle a tiempo. A su famoso personaje, como sabemos, no le habría temblado el pulso. Fleming, sin embargo, no fue capaz.

Según los cálculos de Hodgson, quien sigue organizando tours para estudiantes en el parque donde se encontraba Camp X, en este campo de carácter paramilitar recibieron entrenamiento más de 500 agentes, espías y saboteadores que fueron enviados a territorio enemigo en diferentes misiones. Si alguno de ellos fue hecho prisionero, es posible que lograra escapar con la ayuda de uno de los pañuelos-mapa, o de los botones-brújula, elaborados en secreto entre los muros de Casa Loma mientras en el piso de arriba se bailaba alegremente al ritmo de In The Mood.

La ruinosa fantasía de un financiero millonario

La gigantesca mansión neogótica de Casa Loma, diseñada por el arquitecto E. J. Lennox, e inspirada en el castillo escocés de Balmoral, fue construida entre 1911 y 1914 por encargo del excéntrico financiero multimillonario Henry Mill Pellatt. Situada en lo alto de una de las colinas de Toronto, a 140 metros sobre el nivel del mar, cuando fue completada se convirtió en la mayor residencia privada de Canadá, con un total de 6.011 metros cuadrados y cerca de un centenar de habitaciones. Sus enormes gastos de mantenimiento, sin embargo, acabaron arruinando a Pellatt, y en 1933 la ciudad de Toronto se hizo con la propiedad del inmueble. La mansión se encontraba entonces en un estado de gran deterioro, por lo que el Ayuntamiento se planteó su demolición. Sin embargo, en 1937, Casa Loma fue arrendada al Kiwanis Club de Toronto, que la gestionó como atracción turística abierta al público durante 74 años, hasta 2011. Una vez finalizado el contrato, la mansión volvió a manos municipales de forma temporal, hasta encontrar un nuevo arrendatario. Finalmente, en 2014, se llegó a un acuerdo con la actual gestora, la empresa Liberty Entertainment Group.

Rosa Labordé, the refreshing voice of Canadian theatre

Link to YouTube: Tip@s de Interés — Rosa Labordé (Lattin Magazine)

When Rosa Labordé arrives, shifting effortlessly between a very Canadian English and a Chilean accented Spanish, she’s all apologies. She’s only a little bit late, and with a good reason (her cat was very sick and she had to run to the vet), but it’s not easy to convince her it’s all good. Truly Canadian. Truly Chilean, too: “You know, we people from Latin America, we have this reputation…”

After climbing a narrow flight of stairs we end up in the artistic director’s office, a small but cozy place with a nice natural light coming through the window (Toronto’s fall at its best), but probably not as interesting as the stage itself. “That would have been better,” she admits, “I’m sorry it’s closed.” Again, no big deal. We are at the heart of the Tarragon Theatre, one of the main centres for contemporary play-writing in Canada, so no complaints. Opened in 1970, the theatre has premiered over 170 works, including plays by Morwyn Brebner, David French, Michael Healey, Joan MacLeod, Morris Panych, James Reaney, Jason Sherman, Brendan Gall and Judith Thompson. We are, in other words, in Rosa Labordé’s most familiar territory.

And you can tell. It hasn’t been an easy morning for her, but, somehow, you could say that she’s reconnecting just by being in the building. On the wall outside, sharing space with two other plays, hangs the poster of her latest premiere, the already critically acclaimed Marine Life, on stage until December 17th.

Rosa Labordé. Photo by Julio César Rivas / Lattin Magazine

Ottawa-born Rosa Labordé is one of those names you should have in mind if you care about what’s going on in contemporary Canadian theatre. Or even in television, for that matter. At only 38, she already has quite an impressive curriculum. A playwright, screenwriter, director and actress, she was a finalist for the Canada’s Governor General’s Literary Award, the Dora award and the Canadian Screen Award, and she has also received the K.M. Hunter Artist’s Award for Theatre. She is a graduate of both The Oxford School of Drama in England and the Canadian Film Centre, and is currently playwright-in-residence at the Tarragon Theatre and the Aluna Theatre.

Her plays, including True, Like Wolves, Hush, Sugar (a Toronto Fringe hit, voted Outstanding New Play by Now magazine), The Source, and especially Leo (her approach to the horrors of the Pinochet dictatorship through the filter of a teenager’s love triangle), have been produced throughout Canada. She has also developed numerous television and film projects for Sullivan Entertainment, Rhombus Media, Pier 21, Alcina Pictures, House of Films, Entertainment-One, Frantic Films, Big Coat and Force Four, and the networks CBC, Shaw-Global and CTV Bell-Media. In 2016 she wrote the first two episodes of the second season of HBO Canada’s Sensitive Skin.

Born to a Chilean mother and a Canadian father with German and Polish-Ukranian background, Labordé’s family past is deeply linked to stories of persecution and repression, with the Chilean dictatorship shadowing her mother’s side, and the Holocaust haunting the memories of the survivors on her father’s part of the tree. It’s probably a good antidote against cynicism, and also a reminder that, even if threats change, and some things are just impossible to compare, it’s never too late to care and to be aware of the fragility of the world we inhabit. That would be, adding some comedy to it, what Marine Life is about.

Rosa Labordé is currently playwright-in-residence at Tarragon Theatre, in Toronto. Photo by Julio César Rivas / Lattin Magazine

A radical ecological activist falls in love with a man who has a secret dependency on plastic… Marine Life, your new play, really works like a classic romantic comedy. And there are indeed plenty of cracking and funny moments. Why did you decide to approach something as dramatic as the environmental crisis of our time with humour?

To talk about something like our environment right now, it’s so intense and so serious, that I don’t think people will necessarily listen. And when you explore a topic that has such gravity with levity, you allow people to listen more. Also, I love comedy, and I think we separate too much the genres. People want things to be serious or funny, and if it’s serious it’s serious, and if it’s funny, it can’t be about very serious subjects. For me, in life, and I think that’s part of me being the daughter of a coup, there is comedy and there is tragedy. Always. Even in the darkest times. Someone makes someone laugh, and that’s part of how we live. They go together.

That freedom with genres seems to be a very distinctive characteristic of your career as a playwright. Sugar was pure comedy, then you dealt with serious family stuff in Hush, where you even touched on the challenges of mental problems, and you also wrote something very social and political like Leo.

Yes. What’s more interesting to me is the story that needs to be told. More than whatever genre that story fits into.

What was that story, in the case of Marine Life?

Marine Life is about these two people who should not really be together. I know, like every romantic comedy… She’s an activist, he’s a corporate lawyer, they’re on the opposite ends of the spectrum. But what the play is ultimately about is the fact that we all need to work together. More than anything allegoric, it’s a metaphor for this time, and I thought the way to do that was to be playful, and to make the whole thing a metaphor. They’re also fish out of water, just like me, when I’m not home here, and I’m not home there either.

Would you say that the use of humour is also a way to avoid the temptation of being didactic, or even paternalistic?

Exactly. I’m not a fan of didacticism. I don’t think it’s fun to go out to the theatre, and pay money, and be lectured.

No ‘Save the whales’?

Absolutely not. This is about our flaws as human beings, our self-destructive tendencies, and how they reverberate into the way that we treat our planet, and that they’re not separable. It’s about becoming more human and more kind with each other. And that is at the bottom, at the heart of the play. But I meet so many people who used to go to the theatre and don’t go anymore, because they were tired of feeling bad. They were just tired of going to plays and leaving feeling bad. There are so many serious subjects! And these are people who would go, who had subscriptions, who would pay their money to go and decided they didn’t want to do that anymore. I really think that to create something that is entertaining, but still about something, is the direction to go if we want to make people leave their homes.

Link to YouTube: ‘Marine Life’ Trailer (Tarragon Theatre)

How present is your Chilean background in your life and your work?

I was born in Ottawa, and I’ve been in Toronto for about fifteen years. I came here to make my career, because there was more work. But I go to Chile very often, I still have a lot of family there. It has always been been a part of my life. Mi primera lengua fue el español, todas las comidas, todas las canciones que conozco, everything in my niñez was primarily Chilean, in many ways. En mi casa, with mi mamá (she was very young, seventeen, when she came to Canada), we spoke both English and Spanish, and Spanish is still the language of our love. Cuando nos sentimos cariñosos, that’s what we speak.

Your play Leo is about three teenagers living through that tumultuous part of their lives in the very troubled moment that was Chile before and after the 1973 military coup that overthrew the socialist government of Salvador Allende and installed General Pinochet as dictator. How did the situation in Chile during that dark period become a significant part of your work, and why teenagers?

I began writing Leo when I was in Thailand, in Bangkok, where I was volunteering with a foundation that helps orphans, really in the slums of Bangkok. And there it became apparent to me so much of what my mother and my grandmother had been fighting for, which was basic human rights in Chile at that time, things that in Canada we take for granted. I just thought about how much you believe that you can make a difference when you’re young. And I could see already in Thailand (also very rich, very wealthy) the disparity between extreme wealth and extreme poverty. So I thought of that notion of being fifteen, sixteen, seventeen years old, and thinking, “This isn’t fair, we’re going to change it,” but at the same time seeing these corporate giants, these huge corporate and political entities that won’t really let that happen. That was what really inspired me to write it. Salvador Allende said that to be young and not to be a revolutionary is a contradiction in terms, and I thought that was a beautiful statement that I wanted to explore in the play. The desire to make changes in a world that in many ways can be unchangeable.

Your family also plays a very important role in your plays.

My family is the most important thing in my life, so it would be surprising if they didn’t end up in my work. It happened with my play True, which I didn’t think was about my family at all, since it was very specifically a take on King Lear. My sister came, and my tía came, and they said, “Oh, so you wrote about the family,” and I said, “What?” And then I looked to it and they were right. I hadn’t even been aware of it, which is scary. I don’t think we can escape our origins. At some point we have to completely embrace, explore, understand, and that’s what makes us interesting humans, different from the animals. Where do we come from, why, who we are. How did that shape the way I see things, versus how that shaped the way this person saw things, and how one is more right than the other just because of how our perception have been moulded by the experiences we had growing up.

What are you working on now?

Apart from Marine Life, which is now on stage here, at Tarragon, I’ve created a web series about social media and how we wish ourselves to be seen versus how we are in reality. I’m also writing a couple of television shows, Five Eyes [a one-hour intelligence thriller created by Paul Gross and John Krizanc] and Killing It [with Susan Coyne, co-creator and co-star of the award-winning Slings and Arrows], both for CBC.

You write, you produce, you direct, you act… Is there a need of being in control of the whole process?

In a good way?

In a good way.

It’s the European way, I guess, to do more than one thing, I mean. Here people want you to just be a writer, just be a director, just be a producer. I’m really interested in every aspect of creation, and I love the process of creation more than I love anything else. I don’t care about opening nights. Attention can be both frightening and pleasant, it really depends. But making things, just making things, is so exciting to me. So every aspect of it that I can be a part of, I’m excited about. It can be a lot, though, sometimes. But, also, in this business you have to stay busy.

Having been on both sides of the stage, what’s the main difference for you in the perceptions you have when you’re acting instead of directing?

It’s a completely different experience. You are in it in a completely different way. You get to be very self-focused, and I don’t mean that in a negative way. You’re thinking about how do I feel, how’s this affecting me. Everything is about keeping the instrument in a very good emotional shape, to be prepared, to work. I really love it, and it’s also a great relief of the adrenaline.

You are currently playwright-in-residence at Tarragon Theatre and also at Aluna Theatre. How has the experience been so far?

I’ve been in-residence at Tarragon for a long time. It’s one of my favourite theatres in the world, I love it here. And I was in-residence in Aluna when I was writing this play [Marine Life]. It’s great to have relationships with theatres. You can come to shows, you have artistic feedback, people to talk to…

Photo by Julio César Rivas / Lattin Magazine

You said once in an interview: “The theatre is my life. It’s where I’m going to stay.” Is it still?

I suppose it is in the sense that this is all I’ve done and all I do, but at the same time I do spend a lot of time thinking about what life is. In theatre sometimes we try to distill moments of life that are beautiful, or moving, or important, the touchstones of our lives, and we bring them into a space to share them. But I don’t think that’s the most important thing. I think life itself is the most important thing. I think a lot now, especially, about how we live, and what’s most important. And if we are making something for people to come and see, why are we doing it? The theatre used to be everything, but now I think life is everything, and how do they fit together, and how do I offer something that is meaningful, or, at least, enjoyable.

How do you see the current Canadian scene? Do you think it’s having a good moment or do you think it’s kind of stuck?

Maybe a bit of both? What’s very exciting, especially in Toronto, is that there’s always new companies, there’s an extreme desire to make work, and there are these wonderful young companies coming up, and independent companies. When it comes to new work, though, a lot of these companies are really just bringing in plays that have been produced in other countries. They’re bringing American or European plays, so it doesn’t really do much to build our culture. What it does is to give people an opportunity to hone their craft. When it comes to the creation of new work, there’s some really interesting things happening, but I would say the level is not where I would love it to be. I wish that people cared more about it. Even in Toronto, where Tarragon is one of the premiere theatres in Canada for new work, I can meet people every day who’ve never heard of it, and they live five blocks away. That’s hard. I mean, people know who Robert Lepage is, maybe in artistic circles, and he’s incredible, because he’s been international, but that’s something I think we need to develop in Canada.

Going back to your Latin American roots, could you name a few of your favourite Spanish speaking authors?

Isabel Allende. She’s my favourite, always, since I was very little. I had a little bird that I named Eva Luna! Or Paula, the book about her daughter, about the death of her daughter… I think of that book so often. She taught me about magic realism, and about life and love and how you see yourself. I started to read her books when I was eleven, and she became a huge part of my trajectory. In some ways, it was very exciting, because I grew up in a home that was very Chilean, Spanish, South American, but I also grew up in a culture that wasn’t. And Isabel Allende brought all that back to me… And then, of course, Gabriel García Márquez, Borges… There are so many. But it would just be unfair not to mention the influence that she had on me.

Monstruos en el Valle del Don

Esculturas de la instalación ‘Monsters for Beauty, Permanence and Individuality’, del artista Duane Linklater, en Don River Valley Park, Toronto. Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lattin Magazine

Misteriosas criaturas que remiten al universo de las catedrales medievales, una madonna triste, duendes malhumorados y con lentes, fantásticos animales alados, un caballero que parece incorporarse en su tumba tras un sueño inquieto… El Valle del Don, en Toronto, alberga desde hace algo más de un mes una nueva familia de pequeños monstruos de piedra que parecen salidos de un portal espacio-temporal, o llegados desde otra dimensión. De momento, integrados en el paisaje, a la orilla del camino, son inofensivos.

Su origen es, en realidad, bastante más cercano, ya que las 14 esculturas que componen la instalación Monsters for Beauty, Permanence and Individuality (Monstruos para la belleza, permanencia e individualidad), obra del artista Duane Linklater (Moose Factory, Ontario, 1976), son réplicas en moldes de otras tantas gárgolas que adornan algunos de los edificios más emblemáticos de Toronto.

El conjunto forma parte de una interesante iniciativa para revitalizar, e incluso redefinir, a través de varios proyectos artísticos, el gran parque público del valle del río Don, desde el area recreativa, medioambiental y didáctica de Brick Works, cerca de Bayview y Pottery Road, hasta la desembocadura del río, en el lago Ontario. Con sus cerca de 200 hectáreas de espacio verde en pleno corazón de Toronto, Don River Valley Park es considerado el mayor parque urbano de la ciudad.

Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lattin Magazine

Detrás de este programa están el Ayuntamiento de Toronto y la organización benéfica Evergreen, a cargo también de Brick Works. Los proyectos, en los que está previsto que participen artistas tanto locales como nacionales e internacionales, han sido seleccionados por Kari Cwynar, y la idea es, en palabras de sus promotores, «establecer una comunicación con las muchas historias y realidades que conforman hoy en día tanto el Valle del Don como las comunidades que lo rodean, desde una perspectiva ecológica, cultural, industrial e indígena».

El programa ha sido diseñado en torno a diversas localizaciones a lo largo del valle, en las que habrá no solo instalaciones escultóricas, sino también murales, vallas publicitarias, espectáculos de danza y sonido, y eventos con participación directa del público, como conferencias, paseos y talleres dirigidos por los propios artistas. Cada proyecto tiene una duración diferente, algunos de un solo día, otros de varios años.

Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lattin Magazine

La instalación de Duane Linklater (un artista multidisciplinar perteneciente a la Primera Nación Moose Cree) se centra en reflejar los cambios estructurales sufridos por el valle tras convertirse en un centro industrial durante la época colonial de Toronto. Según explican los curadores del proyecto, el artista busca provocar una reflexión más profunda sobre la historia de la ciudad, y sobre cómo ha afectado su desarrollo al entorno natural. En este sentido, las gárgolas actúan como símbolos de autoridad y poder, como protectoras de un cierto tipo de espacio colonial. Linklater propone repensar y renovar estos símbolos, en relación con el propio valle.

Además de las esculturas de Linklater, desde el pasado 29 de octubre y hasta el próximo 19 de noviembre está en marcha asimismo una performance semanal que incluye el lanzamiento al río de una estatua ecuestre del rey Eduardo VII, a la que se deja después flotar libremente entre Riverdale Park y Queen Street.

Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lattin Magazine
Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lattin Magazine
Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lattin Magazine
Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lattin Magazine
Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lattin Magazine
Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lattin Magazine
Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lattin Magazine

Isleños en Toronto: un mundo aparte a diez minutos del centro

Dos jóvenes juegan al hockey en un canal congelado de las Islas de Toronto, con la ciudad al fondo. Foto: Juan Gavasa / Lattin Magazine

Situadas a apenas diez minutos en ferry del corazón de la ciudad, las Islas de Toronto, o, simplemente, las Islas, son uno de los destinos preferidos de los torontianos en cuanto llega el buen tiempo. Desde que asoma la primavera hasta bien entrado el otoño, este singular enclave natural se llena de vida, sin perder por ello su privilegiada condición de refugio alejado del sofocante torbellino urbano.

Si a uno no le importan demasiado las multitudes (se calcula que cada año visitan el parque más de 1,2 millones de personas, la gran mayoría en verano), las Islas son el lugar perfecto para caminar, pasear en bicicleta, hacer un picnic, reunirse en torno a una barbacoa o a una hoguera en la playa, asistir a un concierto, o simplemente relajarse sobre el césped. Hay incluso un pequeño parque de atracciones nostálgicamente anclado en el pasado, un polémico aeropuerto (el Billy Bishop Toronto City Airport), y hasta una playa nudista.

Para alrededor de 650 torontianos, sin embargo, las Islas son mucho más que eso. Las Islas son su casa.

En las Islas de Toronto hay actualmente unas 250 casas habitadas. Foto: XQuadra Media

Durante los meses de invierno, el servicio de ferries a las Islas de Toronto se reduce al mínimo. De las tres rutas que cubren habitualmente el trayecto, las que unen la Terminal Jack Layton con Hanlan’s Point, Centre Island y Ward’s Island, tan solo esta última está operativa, y con una menor frecuencia. Es el cordón umbilical que conecta a los isleños con la ciudad, y no es raro ver en cubierta, junto al puñado escaso de turistas dispuestos a desafiar al frío, a residentes con carritos llenos hasta arriba: cereales, huevos, pasta, detergente, rollos de papel higiénico… En las Islas no hay supermercados, y la compra, isleños o no, hay que hacerla. «Lo mejor es organizarse, elegir un día a la semana», cuenta Susan Roy: «Nosotros solemos ir los sábados por la mañana; nos gusta comprar en St. Lawrence Market».

Susan Roy es una isleña de pura cepa. Vive en las Islas desde hace más de 30 años («prácticamente no he conocido otra cosa»), está activamente implicada en el día a día de la comunidad, y conoce como pocos la particular historia de un lugar que, como todo presunto paraíso que se precie, tiene sus luces y sus sombras: «Los inviernos aquí son duros, desde luego, no son para cualquiera. Y lograr la estabilidad que tenemos ahora no ha sido nada fácil; ha habido que luchar mucho, y es importante que eso no se olvide».

La lucha a la que se refiere es la larguísima batalla legal, resuelta finalmente en 1993, que los residentes de las Islas tuvieron que librar para poder seguir viviendo en ellas, después de que, en los años 50, el entonces gobierno metropolitano de Toronto decidiese convertirlas en un gran parque para la ciudad, y demoler todas las casas.

A finales del siglo XIX, y bajo la atracción del Royal Canadian Yacht Club, Centre Island fue poblándose con residencias de verano y grandes casas victorianas. En contraste, la comunidad de Ward comenzó como un humilde asentamiento de tiendas, tal y como recoge la fotografía de la época que muestra en esta imagen Susan Roy. Foto: XQuadra Media

Casi cuatro décadas de litigios

Paseando, especialmente en invierno, por la pequeña zona residencial que se mantiene en pie actualmente en las Islas (unas 250 casas en total, divididas entre los islotes de Ward y Algonquin, y un único café, el Rectory), cuesta imaginar que aquí llegaron a vivir, en su momento de máxima ocupación, más de 2.000 personas, una cifra que superaba las 8.000 durante los meses de verano.

A finales de los años 40 y principios de los 50, las Islas estaban ocupadas casi por completo, en muchos casos, por veteranos de la Segunda Guerra Mundial y sus familias. Convertido en una auténtica zona suburbana de Toronto, el lugar era una vibrante comunidad en la que no faltaban elegantes teatros, un coqueto hotel de lujo construido en el siglo XIX, un parque de atracciones de tamaño considerable, varios clubes náuticos, tiendas con todo tipo de servicios, y hasta un gran estadio de béisbol en Hanlan’s Point, en el que, el 6 de septiembre de 1914, consiguió su primer home run profesional el legendario Babe Ruth.

El hotel Hanlan, en las Islas de Toronto, hacia 1890. Foto: City of Toronto Archives

Todo esto cambió radicalmente cuando, en el año 1956, el gobierno de la zona metropolitana de Toronto se hizo cargo de las Islas y, presionado por la creciente pérdida de espacio público en las zonas del puerto, decidió convertirlas en un gran parque para la ciudad. Pronto comenzaron las expropiaciones, y la mayoría de las casas, una tras otra, fueron demolidas. No todos los residentes, sin embargo, estaban dispuestos a marcharse, y la pequeña comunidad de vecinos que optó por permanecer en las Islas decidió desafiar a las autoridades metropolitanas, en un litigio que llegaría, más de 20 años después, hasta el Tribunal Supremo de Canadá.

Para cuando finalmente se formó la Asociación de Residentes de las Islas de Toronto, en 1969, tan solo 250 casas (el 4% de la superficie total de las Islas) se habían librado del bulldozer. En los años 70 se detuvieron finalmente las demoliciones, y el gobierno metropolitano comenzó a arrendar el terreno a los vecinos, si bien los contratos debían ser renovados año a año. En 1973 la gestión de las Islas pasó al gobierno municipal, pero la oposición a la zona residencial se mantuvo y, con ella, la amenaza de nuevas expropiaciones. Finalmente, y tras algunos incidentes de gran tensión entre autoridades y residentes, el Gobierno de Ontario se posicionó a favor de los vecinos y, el 18 de diciembre de 1981, aprobó una ley por la que reconocía el derecho de los residentes a permanecer en las Islas hasta el año 2005, un plazo que se amplió posteriormente (en 1993) a un periodo de 99 años.

Los residentes de las Islas han sido testigos de excepción del crecimiento de Toronto en los últimos años. Foto: XQuadra Media

La lista

Los isleños no son, por tanto, propietarios de los terrenos en los que viven, que pertenecen a la Ciudad de Toronto, sino que los ocupan en régimen de arrendamiento, a través de un fideicomiso (land trust). Y están sujetos, además, a una serie de condiciones. Las casas, por ejemplo, deben ser su primera residencia. También, y en contra de la idea que tienen muchos torontianos, pagan sus impuestos. Y, como recuerda Susan Roy, no pueden dejar los terrenos en herencia: «Nuestros hijos no tienen prioridad», explica, «para acceder a una propiedad aquí tienes que estar en la lista».

Un puesto de intercambio de libros y revistas en las Islas de Toronto. Foto: XQuadra Media

Gestionada por el fideicomiso de la Comunidad de Residentes de las Islas de Toronto, el organismo establecido en 1993 para administrar las propiedades de las Islas, «la lista» es, efectivamente, la única puerta de acceso a esta reducida comunidad. Y es una puerta que apenas se abre. Con un máximo de 500 plazas, actualmente se encuentra cerrada, a la espera de que se produzcan vacantes. Los aspirantes a arrendar una parcela se van añadiendo al final de la lista, que se mueve a ritmo de caracol.

Según datos del propio organismo, la media de ventas es actualmente de una o dos parcelas al año. Y un estudio publicado en 2009 por Torontoist calculaba que desde que alguien logra inscribirse en la lista hasta que se le ofrece una propiedad pueden pasar hasta 35 años. Los precios actuales de los arrendamientos oscilan entre los 54.000 dólares en la isla de Ward y los 70.000 en la de Algonquin. En cuanto a las casas, actualmente están valoradas en una media de entre 200.000 y 400.000 dólares, dentro de una horquilla que va desde los 150.000 dólares la más barata, a los 600.000 la más cara.

En estas condiciones, la renovación generacional de la población es un desafío. Según datos del último Censo, la población de las Islas ha experimentado un descenso del 5,6% entre 2011 y 2016. El 18% son personas mayores, y tan solo hay unos 200 niños . «Necesitamos más gente joven», reconoce Susan Roy. «Siempre animamos a las parejas jóvenes a que se apunten a la lista».

En las Islas de Toronto hay un colegio público de primaria (hasta sexto grado) e instalaciones para campamentos escolares relacionados con la naturaleza. Foto: XQuadra Media

Un lugar único

La oferta es tentadora. A pesar de inconvenientes como la dependencia del ferry (o de los costosos water taxis), el nivel básico de los servicios, la crudeza del invierno, o los molestos decibelios que llegan desde las fiestas en los barcos durante el verano, las Islas son, realmente, un lugar único, un lugar donde todavía es posible encontrar un arraigado sentimiento de comunidad, donde la gente conoce a sus vecinos (muchos de ellos, además, artistas), donde uno se desplaza a todas partes en bicicleta sin peligro (es una de las pocas comunidades sin coches de Norteamérica), y donde los niños pueden aún campar a sus anchas.

El parque de bomberos de las Islas de Toronto. Foto: XQuadra Media

Y es cierto que no hay supermercados, pero tampoco están precisamente al margen de la civilización. Aparte de las atracciones turísticas, la mayoría situadas en Centre Island, en las Islas hay electricidad, teléfono, agua corriente, servicio de recogida de basuras, Internet, una escuela pública (hasta sexto grado), dos residencias de día para mayores, instalaciones para campamentos escolares y hasta un pequeño parque de bomberos y una iglesia (anglicana). Por no hablar de la posibilidad de disfrutar de las mejores vistas de Toronto.

«Desde aquí hemos sido testigos de excepción de cómo ha ido cambiando la ciudad, del espectacular crecimiento que ha experimentado Toronto en los últimos años», cuenta Susan Roy. «Y para los que viven en esos nuevos edificios de apartamentos, las Islas son como su patio trasero, su jardín, el único lugar donde pueden disfrutar de una zona verde».

La pequeña carretera que recorre la Islas de extremo a extremo, atestada de caminantes, ciclistas y patinadores en los fines de semana de verano, ofrece en pleno febrero, totalmente cubierta de nieve, la imagen más arquetípica del invierno canadiense. En sus márgenes, uno de los canales que perfilan el pequeño archipiélago está totalmente congelado. Varios adolescentes, recortados contra el impresionante horizonte de rascacielos de la ciudad, juegan al hockey. El escenario es excepcional. La pregunta, si, en unos años, seguirá habiendo bastantes como para formar un equipo.

Las Islas de Toronto, vistas desde la Torre CN. Foto: Wikimedia Commons

No siempre fueron islas

Las Islas de Toronto eran originariamente una península de unos 9 kilómetros de longitud, unida al continente por una estrecha lengua de arena. Esta unión, sin embargo, resultó inundada en 1852 como consecuencia de una fuerte tormenta, que abrió un canal al este de Ward. Otro violento temporal, seis años después, agrandó más aún el canal e hizo la separación permanente, dando lugar al único grupo de islas existente en la parte occidental del lago Ontario. En cuanto a la zona en la que se encuentra actualmente el aeropuerto, que inicialmente era también un gran banco de arena, ha sido rellenada artificialmente en varias ocasiones, siempre con tierra extraída del fondo del puerto: la primera, para construir el parque de atracciones original (demolido posteriormente), y después para acomodar el propio aeropuerto.

Chocosol: diez años de chocolate revolucionario entre México y Toronto

Las instalaciones de Chocosol, ubicadas en un antiguo caserón en el 1131 de St. Clair Avenue West, incluyen, además de la tienda para el público, las cocinas y las zonas donde se elabora el chocolate y otros productos. Foto: XQuadra Media

Acostumbrados al sabor dulzón y domesticado de la mayoría de los chocolates industriales que se producen en Norteamérica y Europa, lo primero que uno nota al probar un grano original de cacao recién tostado es un cierto amargor, un gusto distinto e intenso, como un pequeño desafío a nuestros paladares saturados de comida confort y azúcares refinados. Las pepitas, llegadas al almacén de Chocosol en Toronto directamente desde las regiones subtropicales mexicanas de Chiapas y Oaxaca, se convertirán después, a través de un delicado proceso artesanal, en una auténtica delicia gastronómica, con variedades para todos los gustos: chocolate sólido, chocolate líquido, chocolate ‘negro’, con canela, con vainilla, picante, salado, con café, más dulce, menos dulce… Pero la esencia, tanto la del sabor como la simbólica, ya está ahí, en el humilde fruto del cacao. En Chocosol lo llaman «el alimento de los dioses».

En torno al año 2003, el canadiense Michael Sacco, criado en Ottawa, pero residente por entonces en Toronto, decidió viajar a México para tratar de poner en práctica, y ampliar, sus conocimientos universitarios. Tras haber estudiado inicialmente Letras Clásicas y Estudios Contemporáneos, Sacco había completado un máster en Estudios Medioambientales y Sociales, y estaba preparando un doctorado en Tecnología y Movimientos Sociales, al que más tarde sumaría uno más, en Estudios Indígenas.

En Oaxaca, Sacco entró en contacto con el activista e intelectual mexicano Gustavo Esteva, fundador en esta ciudad de la Universidad de la Tierra, un centro que se define como «red de aprendizaje, estudio, reflexión y acción, nacido ante las reacciones radicales contra la escuela que observamos en muchas comunidades indígenas».

Con Esteva como mentor, Sacco empezó a adentrarse en la riqueza de la cultura indígena mexicana y, en sus propias palabras, a «entender la importancia de trabajar [la tierra] a través de esta cultura, en lugar de imponerle nuevas tecnologías». Sacco se centró entonces en el cacao, un producto que ha desempeñado un papel fundamental, durante siglos, en la sociedad local. Y, junto con el cacao, el sol: «El aprovechamiento de una energía limpia y sostenible como la solar era la clave. Igual que se puede usar una lupa para encender un pequeño fuego, podemos usar una placa solar para hornear pan, para hacer carbón de leña o incluso para tostar cacao, la materia prima del chocolate».

Mathieu McFadden, co-responsable de Ventas y Marketing de Chocosol. Foto: XQuadra Media

Poco después, en 2004, Sacco fundaba, en la misma Oaxaca, Chocosol, una empresa que nacía con la misión de «elaborar chocolate revolucionario que sea bueno para la mente, el cuerpo y la tierra [un juego de palabras en inglés, entre «tierra» –soil– y «alma» –soul–], y contribuir a la lucha contra el cambio climático y a la creación de un sistema alimentario basado en la justicia, a través del chocolate, el maíz y la sociabilidad». Dos años más tarde, y tras un tiempo trabajando tanto en Oaxaca como en Chiapas, Sacco regresó a Canadá y, en 2006, hace ahora una década, abrió en Toronto el primer establecimiento de Chocosol.

Orgánico, justo y sostenible

«La idea era traer hasta aquí la gran cultura en torno al cacao existente en México y en otras partes de Centroamérica, algo que, por entonces, era totalmente desconocido en Toronto», explica a Lattin Magazine Mathieu McFadden, co-responsable de Ventas y Marketing de Chocosol.

«Al principio, Sacco empezó a elaborar chocolate en su propia casa, hasta que, después de un año reuniéndose con productores y agricultores locales, finalmente pudo importar su primer contenedor de cacao, especias y productos artesanales, procedente de las comunidades con las que había estado trabajando en México», añade.

El negocio arrancó en un rincón del Centre for Social Innovation, un café y espacio para emprendedores situado en el número 720 de la calle Bathurst. Actualmente, las instalaciones de Chocosol, ubicadas en un antiguo caserón en el 1131 de St. Clair Avenue West, incluyen, además de la tienda para el público, las cocinas y las zonas donde se elabora el chocolate y otros productos como tortillas y tamales, el almacén, salones para talleres (hay cursos y actividades de gastronomía relacionada con el cacao y el maíz, de artesanía, de comercio justo, de interculturalidad…), oficinas, y hasta un «tejado verde» con un pequeño huerto del que obtienen los condimentos para las tortillas y para algunos tipos de chocolate.

El cacao que se utiliza para la elaboración de los chocolates (almacenado en grandes sacos distribuidos según la variedad de las semillas, el momento de la recogida, etc.) lo cultivan directamente comunidades indígenas de la Selva Lacandona, en Chiapas, y de las montañas situadas en torno a Oaxaca. En los últimos años, Chocosol ha ampliado su campo de acción a otros países, y actualmente comercia también, «siempre de forma horizontal, recíproca y basada en un comercio justo», con campesinos de la República Dominicana y de Ecuador.

Según explican los responsables de la empresa, el cacao se cultiva de forma «orgánica», es decir, aplicando los aspectos positivos de la agricultura tradicional, buscando la sostenibilidad del proceso, y evitando el uso de productos sintéticos, como pesticidas, herbicidas o fertilizantes artificiales. En los cultivos se siguen cinco principios básicos: diversidad genética, biodiversidad, recursos y procesos sostenibles, comercialización en tiendas locales, y producción de especias aptas para la exportación.

El chocolate resultante es vegano y no tiene productos lácteos; tampoco gluten, soja, frutos secos, conservantes o aditivos. En algunas variedades de barras se utilizan productos autóctonos del sur de Ontario, como sirope de arce, menta, manzanas o semillas de calabaza. Los materiales de envasado son todos reciclables o biodegradables, sin plástico, y los repartos se hacen con una furgoneta eléctrica y en bicicleta.

Chocosol fue fundada por el canadiense Michael Sacco en Oaxaca (México) en 2004. Foto: XQM

Un intercambio

«Para mí, lo importante, lo que realmente representa este proyecto, es la oportunidad de reflexionar sobre las implicaciones políticas y sociales que tienen nuestras decisiones con respecto al consumo de comida, y sobre cómo generar y mantener buenas prácticas, no solo entre nosotros, sino también en comunidades y economías a lo largo y ancho del mundo; en Latinoamérica, pero también aquí, entre los granjeros de Ontario», indica McFadden. «Y hacer todo esto a través de un producto ecológico que, además, es saludable y delicioso», añade: «Es un intercambio. Cuando entro en nuestro almacén, huele a México».

La compra a las comunidades productoras se realiza, según explica McFadden, en condiciones por encima de los precios de mercado: «El cacao es un producto globalizado que, a lo largo de los últimos cien años, se ha ido devaluando debido a la industrialización y al trabajo esclavo destinado a la exportación. Como consecuencia, su valor de mercado actual es demasiado bajo, y no representa en absoluto el valor real que tiene como alimento y como especia, como parte fundamental de la economía de los pueblos donde se produce, o incluso como fuente de conocimiento para entender la agricultura de un modo completamente distinto».

McFadden destaca que «no se trata simplemente de ayudar a estas comunidades, sino de establecer asimismo relaciones beneficiosas, que van más allá de la pura economía, y que tienen que ver con el intercambio cultural, con el medio ambiente». En este sentido, uno de los proyectos más importantes de Chocosol en las zonas de producción es la regeneración de áreas forestales.

En Toronto, Chocosol participa en diversos eventos culturales y festivales (el Día de los Muertos, el solsticio y el equinoccio, el Día de la Tierra, actividades en el Royal Ontario Museum), así como en mercados de granjeros locales como el que se celebra cada semana en Brick Works. Sobre la ‘competencia’ (Maizal, por ejemplo, otra empresa ubicada en Toronto y centrada en la cultura mexicana, con inspiración, métodos de producción y filosofía similares a los de Chocosol, aunque enfocada principalmente en productos derivados del maíz, como tacos, tortillas o quesadillas), McFadden asegura no tener ningún problema: «Cuantos más seamos, mejor».

Xocolātl

El chocolate (en la lengua náhuatl: xocolātl) es el alimento que se obtiene mezclando algún tipo de azúcar con dos productos derivados de la manipulación de las semillas del cacao: la masa del cacao y la manteca de cacao. A partir de esta combinación básica, se elaboran los distintos tipos de chocolate, que dependen de la proporción entre estos elementos y de su mezcla, o no, con otros productos (leche y frutos secos, principalmente, en el caso del chocolate más consumido). El cacao ha sido cultivado por muchas culturas durante al menos tres milenios en Mesoamérica. La evidencia más temprana de su uso se remonta a la cultura Mokaya de México y Guatemala, con evidencia de bebidas de chocolate que datan del año 1900 a. C. Los orígenes del árbol de cacao (Theobroma cacao) no se conocen con certeza, pero algunas teorías proponen que su diseminación empezó en las tierras tropicales de América del Sur, en la cuenca del río Orinoco o el río Amazonas, extendiéndose poco a poco hasta llegar al sureste de México. Otras teorías plantean que ocurrió lo opuesto: se extendió desde el sureste de México hasta la cuenca del río Amazonas. Lo que parece claro es que las primeras evidencias de su consumo humano se encuentran en el territorio mexicano habitado por las culturas prehispánicas.