José Vivar, de líder pandillero y narcotraficante a emprendedor de ‘fitness’: «Es posible cambiar»

Con tan solo 19 años, José Vivar, un joven de ori­gen ecu­a­to­ri­ano naci­do en Toron­to, esta­ba ya al man­do de los LA Boys (Lati­no Ameri­cos Boys), una pandil­la que por entonces con­tro­la­ba bue­na parte del trá­fi­co de dro­gas en la ciu­dad. En 2002 fue acu­sa­do de asesina­to en primer gra­do tras la muerte a tiros en un bar de un miem­bro de una pandil­la rival. Fue absuelto.

Cin­co años después, en 2007, la Policía de Toron­to puso en mar­cha la operación Ched­dar, con Vivar (apo­da­do «Cheesie») como prin­ci­pal obje­ti­vo. En la reda­da en la que le detu­vieron, los agentes se incau­taron de 10 kilos de cocaí­na, una gran can­ti­dad de éxta­sis y mar­i­hua­na, seis armas de fuego (entre ellas, el mod­e­lo favorito de Sadam Husein), 300 car­tu­chos de muni­ción y 130.000 dólares en metáli­co. Le con­denaron a diez años y cua­tro meses en el cor­rec­cional fed­er­al de Bath and Collins Bay (la «escuela de glad­i­adores», como lo lla­ma él), en Kingston.

Durante su estancia en prisión, Vivar decide dar un giro a su vida. Comien­za a hac­er ejer­ci­cio, dis­eña un pro­gra­ma de entre­namien­to «al esti­lo carce­lario» y obtiene un cer­ti­fi­ca­do de instruc­c­tor de fit­ness. Se con­vierte, inclu­so, en colum­nista reg­u­lar de un diario local, el Kingston Whig-Stan­dard. Tras cumplir ocho años y medio de sen­ten­cia, obtiene la lib­er­tad condi­cional por bue­na con­duc­ta (no ten­drá la lib­er­tad com­ple­ta has­ta 2022).

Es entonces cuan­do pone en prác­ti­ca su proyec­to, y fun­da 25/7 Fit­ness – Prison Pump, una orga­ni­zación sin áni­mo de lucro ded­i­ca­da a pro­mover la gim­na­sia y el ejer­ci­cio físi­co, a través de clases sem­anales gra­tu­itas y acce­si­bles, y de pro­gra­mas para jovenes.

Sin embar­go, a primera hora de la mañana del 30 de julio de 2016, su vida vuelve a dar un vuel­co. Durante una clase al aire libre en el par­que de Christie Pits, en Toron­to, un sicario le dis­para cin­co balas a boca­jar­ro, en frente de sus alum­nos. Mila­grosa­mente, Vivar sobrevive.

Tras recu­per­arse en el hos­pi­tal, Vivar es traslada­do a un lugar seguro, lejos de Toron­to. Allí con­tinúa dirigien­do Prison Pump y, final­mente, logra abrir un gim­na­sio en Sud­bury, activi­dad que com­bi­na con su ambi­ción de con­ver­tirse en un orador inspira­cional (llegó a ser semi­fi­nal­ista en el con­cur­so inter­na­cional de oradores Toast­mas­ters).

Su his­to­ria, con él mis­mo como pro­tag­o­nista, la cuen­ta en detalle el doc­u­men­tal Prison Pump, dirigi­do por Gary Lange, pro­duci­do por Ed Bar­rev­eld, y recién estre­na­do en la CBC: «Antes de cono­cer­le —cuen­ta el direc­tor—, José Vivar no con­ta­ba pre­cisa­mente con mi sim­patía. Era un líder pandillero, un nar­co­traf­i­cante, un hom­bre cuya vida había esta­do defini­da por la vio­len­cia. Vendía cocaí­na a los chicos de mi bar­rio. Llev­a­ba un arma des­de los 13 años… José sabe que no puede cam­biar su pasa­do, pero tam­bién le ator­men­tan las pér­di­das que ha sufri­do como con­se­cuen­cia de sus deci­siones. No pudo ver cre­cer a sus hijos [Vivar tiene dos, uno de 12 años y otro de 17], y no solo destrozó a sus padres, sino que tam­bién puso sus vidas en peli­gro. Además, los ami­gos en los que más con­fi­a­ba acabaron dán­dole la espal­da y con­ver­tidos en infor­mantes de la policía. Aho­ra inten­ta deses­per­ada­mente cam­biar su vida, pero sabe que el camino hacia la reden­ción no es un camino fácil».

Con moti­vo de la pro­mo­ción del doc­u­men­tal, José Vivar ha esta­do estos días en Toron­to, donde habló con Lat­tin Magazine.

¿Qué le pasa por la cabeza al volver a Toronto?

Toron­to es mi casa. Yo nací aquí. Mis padres vinieron en 1974, yo nací en el 81… He pasa­do aquí toda mi vida. Pero aho­ra que ten­go expe­ri­en­cias en otras ciu­dades, Toron­to es demasi­a­do grande, demasi­a­da gente. Yo quiero vivir una vida en paz, y a veces creo que Toron­to no me puede dar esa paz. Pero siem­pre voy a ten­er­la en mi corazón. Mi famil­ia está aquí, mi papá, mi mamá y mi hijo de doce años viv­en aquí.

¿Ha sido difí­cil adap­tarse a la vida en una ciu­dad pequeña?

Sí, pero lo pre­fiero. A veces me abur­ro, pero eso me está per­mi­tien­do apren­der nuevas cosas. Aho­ra leo, me con­cen­tro en escribir, camino, paseo con mi per­ri­to… Es una vida com­ple­ta­mente difer­ente. Estoy tam­bién escri­bi­en­do un libro con The Globe and Mail, The Lure of the Gun, donde cuen­to mis expe­ri­en­cias con las armas.

¿Cómo se sin­tió al revivir su pasa­do durante la fil­mación del documental?

No fue fácil, pero es una his­to­ria que quería con­tar. La gente tiene que saber cómo es ese tipo de vida, tiene que saber que es real, que no es solo algo de las películas.

En una de las esce­nas recrea inclu­so, con todo detalle, el momen­to en que le dispararon…

Yo siem­pre supe que iba a pasar. Cuan­do me dis­pararon, pen­sé: «ya está, está pasan­do»… Por supuesto que fue hor­ri­ble. Pero mi mantra es con­ver­tir lo neg­a­ti­vo en pos­i­ti­vo. Todo lo que me ha pasa­do en la vida no solo me ha hecho más fuerte a mí mis­mo, sino que puede inspi­rar tam­bién a otras per­sonas. En el pasa­do he lid­er­a­do a gente de la for­ma equiv­o­ca­da. Esta es mi opor­tu­nidad de hac­er­lo correctamente.

El ataque se pro­du­jo cuan­do ust­ed ya había empeza­do a cam­biar su vida. ¿Cómo reaccionó?

Al prin­ci­pio fue como si me arras­traran de vuelta a todo ese mun­do. Cuan­do me dis­pararon, lo úni­co en lo que podía pen­sar era en ven­garme. Ten­go que acabar con estos tipos antes de que ellos acaben con­mi­go… Pero para entonces había puesto ya tan­to esfuer­zo en vivir de otro modo que no podía per­mi­tirme pen­sar de esa man­era. Aún así, sigo luchan­do con esos demo­ni­os cada día. Estuve meti­do en esa vida durante décadas… Esta es la ver­dadera prue­ba. Aho­ra hay mucha gente que depende de mí y a la que no puedo fal­lar. Mis dos hijos… Ellos son mi motor. Ten­go que hac­er lo cor­rec­to. Y es posi­ble cambiar.

¿Recibió algún tipo de ayu­da en prisión?

Es uno de los prob­le­mas del sis­tema pen­i­ten­cia­rio. Porque en una situación así tienes que pedir ayu­da, y yo tuve la suerte de ten­er a guardias, y después, ofi­ciales en la lib­er­tad condi­cional, que estu­vieron dis­puestos a tra­ba­jar con­mi­go, y a hac­erme ver la vida con otros ojos. Pero hay muchos que no tienen esa opor­tu­nidad. Y son esos los que vuel­ven a la calle, los que no con­fían en el sis­tema, los que vuel­ven a meterse en problemas.

Ust­ed cuen­ta que no cre­ció en un ambi­ente famil­iar prob­lemáti­co, o de fal­ta de recur­sos económi­cos. ¿Qué le llevó a unirse a una ban­da en su adolescencia?

Por supuesto que tuve la posi­bil­i­dad de no hac­er­lo… Pero me daban pal­izas los his­panos, los por­tugue­ses, los ital­ianos… Tenía que tomar una decisión. No podía acud­ir a mi padre, un ecu­a­to­ri­ano de la vie­ja escuela, que me habría dicho que lo que tenía que hac­er era defen­d­erme. Tam­poco podía decir: «vámonos a otra zona», porque no habría sido acept­able… Unirme a una ban­da fue, para mí, un modo de enfrentarme al trau­ma que había vivi­do antes. Después, claro, cuan­do estás en la ban­da exper­i­men­tas más trau­ma, un trau­ma que no es muy difer­ente al que se vive en las guer­ras, en Irak… Es una guer­ra urbana. Y luego, más trau­ma aún en prisión. Mucha gente no es capaz de ges­tionar todo eso. Yo tuve la suerte de con­tar con buenos con­se­jeros y psicól­o­gos en la cárcel.

Un doc­u­men­tal como este sig­nifi­ca volver a estar expuesto. ¿Es un riesgo?

Sí, pero tam­bién me ha abier­to muchas puer­tas. Ten­go que bus­car una man­era de gan­arme la vida, y esta es, para mí, la for­ma de hac­er­lo. Es tam­bién la for­ma de devolver lo que he recibido de la comunidad.

Este está sien­do un año espe­cial­mente duro en Toron­to, con un niv­el de vio­len­cia descono­ci­do en la ciu­dad des­de hace mucho…

La situación es real­mente mala. Es un prob­le­ma cul­tur­al… Lo que Toron­to tiene que enten­der es que todo el mun­do debería sen­tirse inclu­i­do. Lo que a mí me hizo sen­tirme inte­gra­do fue pertenecer a una ban­da lati­na. El resto me hacía sen­tir exclu­i­do. A mí nadie me enseñó finan­zas, o cómo empren­der un nego­cio inmo­bil­iario, por ejem­p­lo. A mí me enseñaron a vender dro­gas, y que es así como vas a ten­er éxi­to. Todos estos tiro­teos en los que hay envuel­tos chicos están moti­va­dos por un esti­lo de vida que quieren man­ten­er, y para eso nece­si­tas dinero… Lo que hay que hac­er es enseñar a estos chicos otras for­mas de ganar ese dinero, enseñar­les a mon­tar un nego­cio, pro­por­cionarles becas y ayu­das para que puedan ganarse la vida hon­rada­mente. Si cuan­do yo tenía 19 años alguien me hubiera dado una ayu­da económi­ca para empezar un nego­cio, eso habría cam­bi­a­do mi vida. Si me hubier­an pro­por­ciona­do un men­tor que me hubiese acon­se­ja­do… Porque las habil­i­dades están ahí. Si eres bueno ven­di­en­do dro­gas, tam­bén serás bueno hacien­do nego­cios. Podría haber puesto toda esa energía en algo legí­ti­mo. Ten­emos que iden­ti­ficar quiénes son estos chicos, quienes son los más influyentes, y echarles una mano. Eso ayu­daría a resolver el problema.

¿Es tam­bién un prob­le­ma policial?

Pon­er más policías no es la solu­ción. Así no se ata­ca la raíz del prob­le­ma… Estos chicos no dis­paran porque sí. Han sido tes­ti­gos de algún tiro­teo, o les han dis­para­do a ellos, o tienen miedo, y entonces van y dis­paran ellos tam­bién, y matan a alguien. Ten­emos que encon­trar la man­era de sacar a esos chicos de esas situa­ciones de alto ries­go, lle­var­los a otros lugares, a otra ciu­dad, inclu­so. Si per­maneces en el mis­mo sitio donde está el prob­le­ma, no podrás evitarlo.

¿Qué planes tiene para el futuro?

La idea es seguir desar­rol­lan­do 25/7 Fit­ness, con el foco espe­cial­mente puesto en los jóvenes, y con­ver­tir­lo en un pro­gra­ma que incluya tam­bién una escuela de nego­cios. Lo bueno de este pro­gra­ma, en cualquier caso, es que es para todo el mun­do. Hay médi­cos y abo­ga­dos hacien­do ejer­ci­cio jun­to a antigu­os dro­ga­dic­tos. Porque se tra­ta de unir a la comu­nidad. Todos somos humanos.

¿Cómo se financia?

Todas nues­tras insta­la­ciones han sido finan­ciadas por donantes pri­va­dos. Recibi­mos mate­r­i­al que esta­ba acu­mu­lan­do pol­vo en sótanos de gente que ya no lo usaba.

¿Mantiene algún con­tac­to con Ecuador?

Claro que sí, ten­go allí mucha famil­ia, en Quito, en Cuen­ca, en Guayaquil… Y algún día voy a regre­sar. Yo nací aquí, pero Ecuador es mi país. Lo primero que haré cuan­do acabe el peri­o­do de lib­er­tad condi­cional será ir allí y estar dos meses en la playa con mis hijos.

Toronto y Vancouver, entre las cuatro ciudades del mundo con mayor burbuja inmobiliaria

Dos ciu­dades cana­di­ens­es, Toron­to y Van­cou­ver, se encuen­tran entre las cua­tro urbes del plan­e­ta con may­or bur­bu­ja inmo­bil­iaria, es decir, aque­l­las en las que los pre­cios de la vivien­da están más por enci­ma de lo que deberían, en fun­ción de parámet­ros como el salario local, lo que se ofrece en la vivien­da, el mer­ca­do de alquil­er o la deu­da hipote­caria. Toron­to, además, encabeza la lista de las ciu­dades en las que es may­or el ries­go de que esta bur­bu­ja vaya a peor, con un desajuste de pre­cios más grande inclu­so que el exis­tente en las ciu­dades tradi­cional­mente más caras en todos los rank­ings, como Lon­dres o Tokio.

Así lo pone de man­i­fiesto el Índice Glob­al de Bur­bu­ja Inmo­bil­iaria del ban­co de inver­sión suizo UBS, un informe anu­al de ref­er­en­cia para el sec­tor, cuya edi­ción de 2018 ha sido pub­li­ca­da esta sem­ana. Cada año, el ban­co anal­iza 20 ciu­dades de todo el mun­do con­sid­er­adas grandes cen­tros financieros, en una lista que incluye metrópo­lis como Nue­va York, Síd­ney, Sin­ga­pur, París, o Hong Kong, aparte de las men­cionadas Lon­dres y Tokio. En algu­nas de ellas el alquil­er es demasi­a­do caro; en otras, encon­trar una vivien­da es un autén­ti­co desafío para los extran­jeros. Todas tienen en común un coste de la vida sen­si­ble­mente may­or que el de sus áreas geográ­fi­cas cercanas.

Mapa y datos: UBS Glob­al Real Estate Bub­ble Index 2018. Pichar en la ima­gen para ampliarla.

El ránk­ing mundi­al de bur­bu­ja inmo­bil­iaria elab­o­ra­do por el ban­co para 2018 lo encabeza Hong Kong (Chi­na), segui­da de Múnich (Ale­ma­nia). En ter­cera posi­ción aparece Toron­to; después, Van­cou­ver, y a con­tin­uación, Lon­dres (Reino Unido) y Ams­ter­dam (Holan­da).

El ban­co otor­ga una puntación a cada ciu­dad anal­iza­da. Por deba­jo de –1,5 se con­sid­era un mer­ca­do deprim­i­do, es decir, aquel en el que hay más vende­dores que com­pradores, un exce­so de ofer­ta que se tra­duce en pre­cios gen­eral­mente más bajos. Entre –1,5 y –0,5 se con­sid­era un mer­ca­do infraval­o­rado, y entre –0,5 and 0,5, bien val­o­rado. Una pun­tuación may­or de 1,5 cor­re­sponde a un mer­ca­do sobreval­o­rado, una sitación en la que puede hablarse ya de bur­bu­ja, o, más exac­ta­mente de «alto ries­go de bur­bu­ja», ya que el ban­co define el tér­mi­no como «un sobre­pre­cio sus­tan­cial y sostenido de un acti­vo cuya exis­ten­cia no puede pro­barse has­ta que estal­la». Toron­to obtiene un 1,95; Van­cou­ver, un 1,92.

Uti­lizan­do los datos del informe, la CBC cal­culó que, en Toron­to, un tra­ba­jador alta­mente cual­fi­ca­do nece­si­taría seis años de salario para com­prar una casa a los pre­cios actuales, mien­tras que en Van­cou­ver el tiem­po sería de nueve años.

Ralentización en Toronto

Grá­fi­co: UBS Glob­al Real Estate Bubble.

La situación es algo mejor que el año pasa­do en el caso de Toron­to, no así en lo que respec­ta a Van­cou­ver. El informe de UBS señala que en la may­or ciu­dad de Colum­bia Británi­ca los pre­cios se han acel­er­a­do en una relación que alcan­za ya los dos dígi­tos. En Toron­to, sin embar­go, la dinámi­ca de subi­da se ha ralen­ti­za­do un poco. En ambas ciu­dades las val­o­raciones han ten­di­do al alza des­de los años noven­ta, sin que la cri­sis financiera con­sigu­iera mod­er­ar los precios.

Más en detalle, el informe indi­ca que, des­de «el fre­nesí alcista» de medi­a­dos del año pasa­do, cuan­do se batieron récords en el coste de la vivien­da, los pre­cios se han esta­bi­liza­do en Toron­to a lo largo de los últi­mos cua­tro cuatrimestres. Con­sideran­do el ajuste de la inflación, los pre­cios de la vivien­da son actual­mente un 50% más caros que hace cin­co años.

Según el ban­co, a este enfri­amien­to ha podi­do con­tribuir el Plan de Vivien­da Jus­ta imple­men­ta­do el año pasa­do, a través del cual se gravó con impuestos a las com­pras extran­jeras y a los aparta­men­tos vacantes, y se pusieron en mar­cha con­troles más estric­tos en el alquil­er. A ello se le unen la subi­da de los costes de las hipote­cas y una may­or difi­cul­tad a la hora de obten­er un prés­ta­mo, fac­tores que con­tribuyen a fre­nar la deman­da y, en con­se­cuen­cia, los pre­cios. El ban­co advierte, no obstante, que, a cor­to pla­zo, el debili­ta­mien­to del dólar cana­di­ense puede volver a atraer a inver­sores extran­jeros, lo que volvería a calen­tar el mercado.

De acuer­do con datos de la Jun­ta de Bienes Inmo­bil­iar­ios de Toron­to (Toron­to Real Estate Board), el pre­cio prome­dio de ven­ta de una casa en la región fue el pasa­do mes de agos­to de 765.270 dólares.

En gen­er­al, la ase­quibil­i­dad de la vivien­da en Canadá se encuen­tra en su peor momen­to en 28 años, tal y como refle­ja un informe elab­o­ra­do por los econ­o­mis­tas del Roy­al Bank of Cana­da (RBC), y dado a cono­cer este mis­mo viernes.

Según este estu­dio, el por­centa­je de ingre­sos que un hog­ar cana­di­ense medio nece­si­ta para poder cubrir los cos­tos deriva­dos de adquirir una vivien­da alcanzó el 53,9% en el segun­do trimestre de 2018. Se tra­ta del peor dato des­de 1990, cuan­do la pro­por­ción de los ingre­sos nece­saria para hac­er frente a los cos­tos de la propiedad era del 56%.

Los econ­o­mis­tas con­statan, eso sí, que la situación es espe­cial­mente pre­ocu­pante en las áreas de Toron­to, Vic­to­ria y, espe­cial­mente, Van­cou­ver, cuyos reg­istros empe­o­ran con­sid­er­able­mente la media nacional, pero mucho menos críti­ca en el resto del país.

La obra de Banksy toma Toronto por partida doble… y con polémica

La Rata de Haight Street, de Banksy, expues­ta en Yorkville Vil­lage, en Toron­to. Foto: Lat­tin Magazine

La coin­ci­den­cia en Toron­to durante este mes de junio de dos exposi­ciones de la obra de Banksy es una mag­ní­fi­ca ocasión para ver ‘en direc­to’ las crea­ciones del míti­co artista calle­jero y activista británi­co, pero ha lev­an­ta­do tam­bién cier­ta polémi­ca. Por un lado, ningu­na de las dos mues­tras está autor­iza­da ofi­cial­mente por el artista; por otro, muchos fans del escur­ridi­zo y provo­cador mae­stro del sten­cil art, creador de emblemáti­cas imá­genes como la niña y el globo rojo en for­ma de corazón, los monos que un día dom­i­narán el mun­do, o los dos policías fun­di­dos en un tier­no beso, ven como mín­i­mo una con­tradic­ción que obras con­ce­bidas orig­i­nal­mente para ser con­tem­pladas en lugares públi­cos, en un espa­cio deter­mi­na­do y de for­ma gra­tui­ta, se exhiban fuera de con­tex­to y rodeadas de tien­das de lujo en un caso, o pagan­do una entra­da en el otro.

La primera exposi­ción, tit­u­la­da Sav­ing Banksy (Sal­van­do a Banksy), está com­pues­ta por una sola obra, una de las más emblemáti­cas del artista. Se tra­ta de la famosa Rata de Haight Street, cuyo orig­i­nal (es decir, la sec­ción del muro donde fue pin­ta­da orig­i­nal­mente, en San Fran­cis­co) puede verse has­ta el 11 de junio en el cen­tro com­er­cial de Yorkville Vil­lage, com­par­tien­do espa­cio con tien­das de mar­cas como Chanel, Tiffany o Prada.

La obra, eso sí, puede con­tem­plarse de for­ma gra­tui­ta, y en prin­ci­pio su exhibi­ción cumple las condi­ciones impues­tas por su ‘propi­etario’ (él se define más bien como «preser­vador») en todos los lugares que ha recor­ri­do ya la mues­tra (Mia­mi, Los Ánge­les, la propia San Fran­cis­co): además de ser gratis y de estar abier­ta al pub­li­co en gen­er­al, la exposi­ción debe pro­mover la impor­tan­cia del arte calle­jero y la ima­gen de la pin­tu­ra no puede ser comercializada.

La Rata de Haight Street fue pin­ta­da por Banksy en 2010 en el históri­co bar­rio de Haight and Ash­bury de San Fran­cis­co, durante las dos sem­anas que el artista estu­vo tra­ba­jan­do en las calles de la ciu­dad cal­i­for­ni­ana, con moti­vo del estreno de su doc­u­men­tal Exit Through the Gift Shop (nom­i­na­do al Óscar en 2011 a la mejor pelícu­la doc­u­men­tal, y ganador del Inde­pen­dent Spir­it Awards en 2010, tam­bién a la mejor pelícu­la doc­u­men­tal). Des­de la calle, los vian­dantes podían leer un men­saje («Aquí es donde mar­co la línea»), del que partía una línea roja has­ta el edi­fi­cio con­tiguo, donde esta­ba la pin­tu­ra de la rata en sí, soste­nien­do una especie de rotu­lador y atavi­a­da con una gor­ra que recuer­da a la del Che Guevara.

La gran may­oría de las obras que pin­tó Banksy durante aque­l­la estancia en San Fran­cis­co fueron bor­radas, bien por los propi­etar­ios de los inmue­bles donde las real­izó, bien por las autori­dades. La Rata, sin embar­go, sobre­vivió, y un colec­cionista de arte, Bri­an Greif, decidió sal­var­la. Para ello, Greif pagó 40.000 dólares. No para com­prar­la, pues téc­ni­ca­mente no esta­ba en ven­ta, sino para poder ‘arran­car­la’, y preser­var­la. De hecho, y a pesar de que Greif ha tenido ofer­tas de has­ta medio mil­lón de dólares por la pin­tu­ra, has­ta aho­ra las ha rec­haz­a­do todas, embar­cán­dose, en su lugar, en esta especie de exposi­ción itin­er­ante. En la mues­tra de Yorkville Vil­lage, que cualquiera puede ver y fotografi­ar sin pagar un dólar, la obra está acom­paña­da por pan­e­les explica­tivos y por otros tra­ba­jos rela­ciona­dos con el arte callejero.

La Rata de Haight Street es tam­bién el tema prin­ci­pal de un doc­u­men­tal, pro­duci­do por Net­flix y tit­u­la­do asimis­mo Sav­ing Banksy, en el que el debate sobre la exhibi­ción de arte calle­jero en con­tex­tos difer­entes a sus espa­cios orig­i­nales es, pre­cisa­mente, uno de los asun­tos fundamentales.

La segun­da exposi­ción es The Art of Banksy (el arte de Banksy), un gran even­to que lle­ga a Toron­to pre­ce­di­do de una potente cam­paña pub­lic­i­taria (los carte­les anun­cián­dola pueden verse des­de hace sem­anas en muchas de las prin­ci­pales avenidas de la ciu­dad), y que mostrará, por primera vez en Norteaméri­ca, más de 40 obras del artista, val­o­radas en unos 35 mil­lones de dólares.

La exposi­ción, no autor­iza­da tam­poco por el artista, ha sido comis­ari­a­da a par­tir de difer­entes colec­ciones pri­vadas por Steve Lazarides, exa­gente del pro­pio Banksy, con quien rompió pro­fe­sion­al­mente en el año 2009. En este caso, además, la entra­da no es gra­tui­ta. Cues­ta 35 dólares (32,50 para estu­di­antes y seniors).

The Art of Banksy podrá verse en el 213 de Ster­ling Road durante cua­tro sem­anas, tras haber pasa­do por ciu­dades como Mel­bourne, Ams­ter­dam, Tel Aviv, Auck­land y Berlín. La may­oría de las obras que for­man la mues­tra fueron expues­tas orig­i­nal­mente en algu­nas de las primeras exposi­ciones real­izadas por el artista a prin­ci­p­ios de los años 2000, entre ellas, Turf Wars (Lon­dres, 2003) y Bare­ly Legal (Los Ánge­les, 2006). La exposi­ción incluye obras emblemáti­cas como Girl and Bal­loon, Laugh Now o Flag Wall.

Activismo a pie de calle

Banksy, quien no ha apare­ci­do nun­ca en públi­co ni ha rev­e­la­do jamás su iden­ti­dad, es un pin­tor, artista calle­jero y activista social, con­sid­er­a­do uno de los grafiteros políti­cos más impor­tantes e influyentes del mundo.

Comen­zó su obra en las calles de Bris­tol (Reino Unido), su ciu­dad natal, entre 1992 y 1994, y en el año 2000 orga­nizó una exposi­ción en Lon­dres. Des­de entonces, sus pin­tadas han apare­ci­do en ciu­dades de todo el mun­do y en lugares de gran sig­nifi­cación políti­ca, como el muro con­stru­i­do por Israel en la Cisjor­da­nia ocupada.

Banksy es cono­ci­do asimis­mo por haberse intro­duci­do, dis­fraza­do, en famosos museos de todo el mun­do para col­gar algu­nas de sus obras de man­era clan­des­ti­na, incluyen­do la Tate Mod­ern y el Museo Británi­co, en Lon­dres, y el MOMA de Nue­va York.

En su obra mez­cla imá­genes de una gran car­ga sim­bóli­ca, jugan­do con el humor y recur­rien­do a menudo a los con­trastes y las con­tradic­ciones del sis­tema cap­i­tal­ista occi­den­tal, en la línea del movimien­to de denun­cia de la pub­li­ci­dad y el con­sum­is­mo encabeza­do por revis­tas como Adbusters.

Toronto se reafirma tras la matanza: «Hemos visto lo peor del ser humano y lo mejor de esta ciudad»

«Hemos vis­to lo peor del ser humano, y tam­bién lo mejor que esta ciu­dad y este país tienen que ofre­cer». La frase, pro­nun­ci­a­da este martes por un ex man­do de la Policía de Toron­to durante una entre­vista en tele­visión, resume bien el sen­timien­to con el que la ciu­dad cana­di­ense se está enfrentan­do a una trage­dia que la ha sacu­d­i­do de arri­ba a abajo.

El lunes, sobre la una y media de la tarde, un joven de 25 años lla­ma­do Alek Minass­ian arrol­ló de for­ma delib­er­a­da con una fur­gone­ta a una vein­te­na de peatones en la parte norte de la cap­i­tal de Ontario. El bal­ance, de momen­to, es de diez per­sonas muer­tas y 14 heri­das, algu­nas muy graves. Nadie en la ciu­dad recuer­da nada parecido.

Has­ta este lunes a pocos se les pasa­ba por la cabeza que las hor­ri­bles imá­genes de aten­ta­dos y ataques sim­i­lares en Europa u Ori­ente Medio pud­iesen repe­tirse aquí. Las autori­dades han descar­ta­do que haya sido un «acto ter­ror­ista», y los motivos de Minass­ian, aunque podrían estar rela­ciona­dos con odio mis­ógi­no, no están claros aún. Pero, sea como fuere, muchos sien­ten que la ciu­dad difí­cil­mente podrá seguir sien­do la mis­ma, al menos, durante algún tiempo.

Y, sin embar­go, de algún modo, Toron­to parece haber sali­do reforza­da del golpe, sin olvi­dar por ello el dolor de las víc­ti­mas y de sus seres queri­dos. Más allá de las habit­uales, e innu­mer­ables, mues­tras de apoyo en las redes sociales (unidas en la eti­que­ta #Toron­toStrong, Toron­to fuerte), o de las flo­res y velas deposi­tadas por miles de ciu­dadanos en el lugar del ataque, no hay ter­tu­lia en la radio, entre­vista en tele­visión o artícu­lo en los per­iódi­cos que no destaque la ejem­plar respues­ta de unos ciu­dadanos que, en tér­mi­nos gen­erales, han demostra­do cómo la tan a menudo ridi­culiza­da «exce­si­va mod­eración» cana­di­ense puede ser un val­or fun­da­men­tal en situa­ciones como ésta.

Como señal­a­ba este mis­mo martes en su edi­to­r­i­al el diario local Toron­to Star, el per­iódi­co de may­or tira­da en Canadá, en las primeras horas tras el ataque, «la gran may­oría de la gente, aparte de los ver­gon­zantes sospe­chosos habit­uales de las redes sociales, no apun­tó a nadie ni culpó a nadie». «Que seme­jante vio­len­cia puediese ocur­rir en el corazón de una ciu­dad que se con­sid­era a sí mis­ma inmune a este tipo de cosas nos dejó, nat­u­ral­mente, en esta­do de shock, pero no se percibía rabia ni se extendió el páni­co», añade el diario. El alcalde de la ciu­dad, John Tory, se sum­a­ba, tam­bién este martes, al sen­timien­to gen­er­al y alaba­ba a los toron­tianos por «haber mostra­do lo mejor de sí mis­mos en nues­tras horas más oscuras».

Multicultural y segura

No hay que olvi­dar que este tipo de men­sajes son percibidos con una rel­e­van­cia espe­cial en una ciu­dad que se enorgul­lece de ser, según la ONU, la más mul­ti­cul­tur­al del mun­do, y de haber con­stru­i­do un mod­e­lo de con­viven­cia que, a pesar de sus defec­tos y desafíos diar­ios, desmon­ta muchos de los argu­men­tos xenó­fo­bos que, cada vez más, tien­den a aso­ciar mul­ti­cu­tu­ral­i­dad y delin­cuen­cia, inmi­gración y crimen, refu­gia­dos y ter­ror­is­mo (la gen­erosa acogi­da de Canadá a los refu­gia­dos sirios plane­a­ba ya, sin duda, sobre las mentes de esos «sospe­chosos habit­uales»): en el el ránk­ing de las ciu­dades más seguras que elab­o­ra cada año la revista The Econ­o­mist, Toron­to ocu­pa el cuar­to puesto mundi­al, y el primero en Norteamérica.

Tam­bién ha sido alaba­da, aunque no de for­ma unán­ime, la reac­ción de las autori­dades, que han evi­ta­do des­de el primer momen­to espec­u­lar sobre cualquier dato has­ta estar com­ple­ta­mente seguras (para deses­peración de la pren­sa), y han man­tenido, en gen­er­al, un per­fil bajo en su pro­tag­o­nis­mo durante la cri­sis, ale­jadas de la tentación de bus­car un aprovechamien­to político.

Jun­to con la de los miem­bros de los ser­vi­cios de emer­gen­cias que acud­ieron al lugar del atro­pel­lo, la reac­ción más admi­ra­da ha sido, en cualquier caso, la de un solo hom­bre: el policía que arrestó al pre­sun­to autor de la matan­za sin dis­parar un solo tiro, pese a encon­trarse en una situación en la que, espe­cial­mente en el lado sur de la fron­tera, el sospe­choso suele acabar en el sue­lo, acribil­la­do a bal­a­zos. Más aún si, como en este caso, está pidi­en­do a gri­tos al policía que lo mate.

La con­tención y la pro­fe­sion­al­i­dad del agente Ken Lam (su nom­bre solo sal­ió a la luz horas después, rev­e­la­do por los medios de comu­ni­cación) han supuesto, además, un bál­samo para un cuer­po poli­cial, el de Toron­to, que lle­va meses reci­bi­en­do duras críti­cas por cómo ha ges­tion­a­do casos recientes como el del asesino en serie Bruce McArthur o el del mat­ri­mo­nio for­ma­do por los mul­ti­mil­lonar­ios Bar­ry y Hon­ey Sher­man, asesina­dos el pasa­do mes de diciem­bre en su man­sión del norte de la ciudad.

Primavera rota

El hecho de que la matan­za ocur­riese en mitad de un esplén­di­do día solea­do con­tribuyó, más aún si cabe, a ensom­bre­cer el áni­mo de los toron­tianos. En seme­jantes cir­cun­stan­cias puede pare­cer una friv­o­l­i­dad hac­er una ref­er­en­cia al tiem­po, pero, en este caso, no lo es. Porque el tiem­po, en una ciu­dad que se las ve cada año con meses inter­minables en los que el ter­mómetro per­manece blo­quea­do en reg­istros neg­a­tivos, es, tam­bién, un esta­do de ánimo.

El fin de sem­ana ante­ri­or, los toron­tianos habían sufri­do el últi­mo cole­ta­zo del invier­no, con tem­per­at­uras bajo cero, llu­via hela­da, nieve, vien­to, calles intran­sita­bles y comen­tar­ios gen­er­al­iza­dos de «cuán­do va a acabar esto». Este lunes, al fin, la ciu­dad parecía estar estre­na­do la tan ansi­a­da pri­mav­era. Trece gra­dos, cielo azul, sol… La gente aquí no nece­si­ta más para salir a la calle y hac­er cola en las ter­razas de los bares, y eso es algo que esa mañana se pal­pa­ba en el ambi­ente; algo, que, sin duda, con­tribuyó a que la zona entre las calles Yonge y Finch donde ocur­rió el atro­pel­lo, un área con numerosos com­er­cios y restau­rantes, y en la que hay tam­bién una impor­tante sal­i­da de metro, estu­viese espe­cial­mente con­cur­ri­da a esa hora, la hora de la comida.

En pri­mav­era, Toron­to recu­pera sus calles y no las suelta has­ta que le obliga a ello el frío que empieza a aso­mar ya a prin­ci­p­ios del otoño. Los habi­tantes de esta ciu­dad aman sus calles y se saben, o se sabían, seguros en ellas. El lunes, las mis­mas cade­nas de tele­visión locales que entre­vista­ban a la gente en esas calles a propósi­to del buen tiem­po pasaron, en cuestión de min­u­tos, a mostrar ambu­lan­cias, coches de policía, cuer­pos ten­di­dos en la acera, tes­ti­mo­nios de tes­ti­gos al bor­de de las lágri­mas. Y, después, tam­bién en cuestión de min­u­tos, vian­dantes que aux­il­i­a­ban a los heri­dos, veci­nos que saca­ban mesas con agua y comi­da a la puer­ta de sus casas, y toron­tianos anón­i­mos de todas las razas que empez­a­ban a deposi­tar velas, flo­res y tex­tos man­u­scritos de con­do­len­cia y unidad en el memo­r­i­al impro­visa­do en el lugar de la trage­dia. Entre los men­sajes más repeti­dos, «Toron­to, love for all, hatred for none» (Toron­to, amor para todos, odio para nadie).

Cuando Casa Loma fue una base secreta para espiar a los nazis y una inspiración para James Bond

La man­sión Casa Loma, en Toron­to. Foto: Miguel Máiquez / Lat­tin Magazine

«Nadie sabe dónde esta­ba la Estación M. Su local­ización ofi­cial no aparece en ningún sitio…». En una entre­vista con­ce­di­da al diario Toron­to Star en 2015, el his­to­ri­ador e inves­ti­gador Lynn-Philip Hodg­son, autor del libro Inside Camp X, admitía que no hay evi­den­cias aún que acred­iten de for­ma feha­ciente que la denom­i­na­da Estación M (Sta­tion M) se encon­tra­ba en el inte­ri­or de Casa Loma, en pleno corazón de Toron­to. «No exis­ten reg­istros, o, si los hay, están bajo llave en Ottawa», afirma­ba. Tenien­do en cuen­ta que Sta­tion M era el nom­bre en códi­go de una base sec­re­ta en la que emplea­d­os del Ser­vi­cio de Inteligen­cia Británi­co fab­ri­ca­ban mate­r­i­al de espi­ona­je durante la Segun­da Guer­ra Mundi­al, la segun­da opción no resul­ta del todo descabellada.

El pro­pio Hodg­son ha defen­di­do la teoría de que Casa Loma albergó Sta­tion M en numerosos artícu­los y con­fer­en­cias des­de que sal­ió a la luz su libro en el año 2003 (seguirían var­ios más, todos ellos rela­ciona­dos con el mis­mo asun­to), y afir­ma haber tenido acce­so a doc­u­men­tos no pub­li­ca­dos que así lo prue­ban. Y los actuales gestores de la man­sión, el grupo empre­sar­i­al Lib­er­ty Enter­tain­ment, tam­bién lo creen, como mues­tra la exposi­ción per­ma­nente que el pop­u­lar castil­lo ded­i­ca a la his­to­ria de este cen­tro secre­to y a la del lla­ma­do Cam­po X (Camp X) —otro nom­bre en códi­go—, un área de entre­namien­to para­mil­i­tar a oril­las del lago Ontario, que estu­vo conec­ta­da direc­ta­mente con las supues­tas insta­la­ciones sec­re­tas del turís­ti­co caserón neogótico.

Una insignia mil­i­tar con la inscrip­ción ‘Camp X’.

En con­cre­to, y de acuer­do con las inves­ti­ga­ciones de Hodg­son, los estab­los de Casa Loma (o quizá una sala en el inte­ri­or de la man­sión, tal vez los sótanos, o inclu­so alguno de sus túne­les) habrían sido uti­liza­dos para per­fec­cionar un sis­tema de sonar cono­ci­do como ASDIC, emplea­do para detec­tar la pres­en­cia de sub­mari­nos ale­manes (los famosos U‑Boot) en el Atlán­ti­co Norte. El sis­tema se había empeza­do a pro­bar en Lon­dres y, aparente­mente, habría sido desar­rol­la­do, al menos en parte, en Toronto.

El área del caserón en la que se llev­a­ban a cabo los tra­ba­jos esta­ba cer­ra­da al públi­co con una sim­ple señal de «en con­struc­ción», lo que per­mitía a los emplea­d­os que tra­ba­ja­ban en el proyec­to entrar y salir sin lev­an­tar sospe­chas entre los vis­i­tantes de la man­sión, que per­manecía abier­ta al público.

En este cen­tro secre­to se habrían elab­o­ra­do asimis­mo otros uten­sil­ios rela­ciona­dos con el espi­ona­je (incluyen­do pren­das de vestir), todo ello bajo las órdenes de Sir William Stephen­son, un históri­co jefe de espías de Win­nipeg, Man­i­to­ba, cono­ci­do por el nom­bre en clave de «Intre­pid», colab­o­rador del mis­mísi­mo Win­ston Churchill, y coor­di­nador la operación.

«Al mis­mo tiem­po que arri­ba, en el salón de baile de Casa Loma, cien­tos de invi­ta­dos dis­fruta­ban de fies­tas en las que las big bands de la época toca­ban músi­ca de Glenn Miller, bajo sus pies, un equipo de los mejores cien­tí­fi­cos, téc­ni­cos, sas­tres y modis­tas tra­ba­ja­ba sin des­can­so para fab­ricar los arte­fac­tos y el mate­r­i­al requeri­do por Stephen­son», escribe Hodg­son. El inves­ti­gador lle­va más de 40 años estu­dian­do las huel­las de Camp X y Sta­tion M, y ha pasa­do media vida ded­i­ca­do a rescatar y divul­gar el pat­ri­mo­nio históri­co cana­di­ense, lo que le val­ió la con­ce­sión, en 2013, de la medal­la Queen’s Dia­mond Jubilee. La exposi­ción per­ma­nente que Casa Loma ded­i­ca a la Estación M («M», por «Mag­i­cal») y al Cam­po X, habil­i­ta­da en una de las alas del recibidor prin­ci­pal de la man­sión, se nutre prin­ci­pal­mente de la colec­ción per­son­al reuni­da por Hodg­son a lo largo de todos esos años.

La mues­tra incluye uten­sil­ios hal­la­dos en la zona donde estu­vo el cam­po de entre­namien­to (entre Whit­by y Oshawa, en el área que ocu­pa actual­mente el Intre­pid Park), así como otros gad­gets que serían uti­liza­dos por los espías y agentes secre­tos cuan­do se encon­trasen tras las líneas ene­mi­gas. Bajo la pro­tec­ción de una vit­ri­na de cristal, se exhiben des­de un pañue­lo de cuel­lo que es en real­i­dad un detal­la­do mapa, has­ta un botón de cha­que­ta capaz de escon­der una brúju­la dimin­u­ta, pasan­do por el típi­co libro hue­co para ocul­tar un arma, insignias mil­itares con la inscrip­ción «Camp X», u obje­tos más cotid­i­anos como fotografías, cubier­tos, o un peine, este últi­mo, tam­bién, con una pequeñísi­ma brúju­la en su interior.

Algunos de los obje­tos reunidos en la exposi­ción ded­i­ca­da a la Estación M y el Cam­po X en Casa Loma. Fotos: Lat­tin Magazine

Como señala a Lat­tin Mag­a­zine la actu­al encar­ga­da de la colec­ción de arte del castil­lo y el establo de Casa Loma, la argenti­na Marcela Tor­res, «la his­to­ria no es muy cono­ci­da, ni siquiera en Toron­to». «Yo llegué a Canadá hace más de seis años, y no supe de todo esto has­ta que empecé a tra­ba­jar aquí», cuen­ta. De hecho, expli­ca Tor­res, la exposi­ción es bas­tante reciente. Se creó en diciem­bre de 2015 y has­ta entonces «no había nada» que mostrase ese capí­tu­lo del pasa­do de la mansión.

Des­de que, en 1937, el Kiwa­nis Club, más tarde Kiwa­nis Club of Casa Loma (KCCL), se hizo car­go del caserón, ya abier­to el públi­co, era habit­u­al que el castil­lo cel­e­brara even­tos y actos bené­fi­cos. Durante la guer­ra, indi­ca Tor­res, algu­nas de estas fies­tas esta­ban des­ti­nadas a recau­dar fon­dos para apo­yar el esfuer­zo béli­co. Son, prob­a­ble­mente, los bailes a los que hacía ref­er­en­cia Hodg­son. «Yo he vis­to fotos de esos even­tos en los archivos de la ciu­dad de Toron­to, y es cier­to que en algu­nas de ellas apare­cen sol­da­dos, aunque no se puede afir­mar con seguri­dad que estén rela­ciona­dos con Sta­tion M», señala Tor­res. «Lo que está claro es que en ese momen­to nadie sabía lo que esta­ba pasan­do allí», añade.

Ni siquiera las autori­dades munic­i­pales tenían conocimien­to de Sta­tion M, y menos aún del proyec­to rela­ciona­do con el sis­tema ASDIC, el apara­to pre­de­ce­sor del mod­er­no sonar. La pro­duc­ción del ASDIC había comen­za­do en Lon­dres, pero, debido a los con­stantes bom­bardeos ale­manes sobre la cap­i­tal británi­ca durante el Blitz, se hizo nece­sario encon­trar un lugar más seguro para poder con­tin­uar con la inves­ti­gación. De acuer­do con The Cana­di­an Ency­clo­pe­dia, William Cor­man, un inge­niero cana­di­ense, fue el encar­ga­do de ele­gir un nue­vo emplaza­mien­to que debería ser, además, secre­to. Casa Loma, con sus amplios estab­los, sus grandes salas de techos altos y sus túne­les, fue su prop­ues­ta: «¿Quién va a sospechar de un castil­lo estrafalario que cel­e­bra bailes todos los sába­dos por la noche?», dicen que dijo. Cuan­do Cor­man llevó a cabo sus nego­cia­ciones sec­re­tas con el Kiwa­nis Club, el Ayun­tamien­to no fue infor­ma­do. El gob­ier­no de la ciu­dad no se enter­aría has­ta una déca­da más tarde.

Numerosos bar­cos cana­di­ens­es fueron equipa­dos con el ASDIC durante la Segun­da Guer­ra Mundi­al, entre ellos, el HMCS Hai­da, ancla­do actual­mente en Hamil­ton como museo, y en cuyo inte­ri­or pueden verse los com­po­nentes bási­cos del apara­to. El proyec­to ASDIC habría comen­za­do a lle­varse a cabo en Casa Loma en 1941, man­tenién­dose acti­vo has­ta el final de la contienda.

La curado­ra de las colec­ciones de arte de Casa Loma, la argenti­na Marcela Tor­res, jun­to a la exposi­ción sobre Camp X y Sta­tion M. Foto: Lat­tin Magazine

¿Y James Bond?

Jun­to con la his­to­ria de Canadá durante la Segun­da Guer­ra Mundi­al, la otra gran espe­cial­i­dad de Hodg­son es Ian Flem­ing, el céle­bre autor de las nov­e­las de James Bond.

En el año 1939, el escritor fue reclu­ta­do por el Depar­ta­men­to de Inteligen­cia de la Mari­na Británi­ca como asis­tente, más tarde como lugarte­niente y, final­mente, como coman­dante, y llegó a con­ce­bir un plan, la lla­ma­da Operación Ruth­less, para tratar de con­fis­car a los nazis la famosa máquina cod­i­fi­cado­ra Enig­ma. El plan nun­ca llegó a eje­cu­tarse, pero colocó a Flem­ing direc­ta­mente en la órbi­ta de exper­tos del espi­ona­je bélico.

Dos imá­genes (la primera, aérea) de Camp X en 1942. Fotos: camp‑x.com

En 1942, Flem­ing pasó unas sem­anas en Toron­to, durante las cuales vis­itó las insta­la­ciones de Camp X, inau­gu­radas el 6 de diciem­bre del año ante­ri­or. Su obje­ti­vo era adquirir for­ma­ción que más tarde esper­a­ba com­par­tir con un coman­do del que esta­ba a car­go en ese momen­to. Según Hodg­son y otros exper­tos, tan­to el cam­po de entre­namien­to y los ofi­ciales que cono­ció allí (entre ellos, Stephen­son), como los gad­gets que se fab­ri­ca­ban en Casa Loma podrían haber­le servi­do de inspiración para su serie de nov­e­las sobre el agente 007.

La leyen­da cuen­ta que Flem­ing fal­ló una de las prue­bas a las que fue someti­do en Camp X como parte de su entre­namien­to: para com­pro­bar si sería capaz de matar a alguien a san­gre fría, se le pro­por­cionó una pis­to­la car­ga­da y fue envi­a­do a un hotel del cen­tro de Toron­to, infor­mán­dose­le de que en una de sus habita­ciones se encon­tra­ba un agente ene­mi­go al que ten­dría que dis­parar; en real­i­dad, un instruc­tor prepara­do para desar­mar­le a tiem­po. A su famoso per­son­aje, como sabe­mos, no le habría tem­bla­do el pul­so. Flem­ing, sin embar­go, no fue capaz.

Según los cál­cu­los de Hodg­son, quien sigue orga­ni­zan­do tours para estu­di­antes en el par­que donde se encon­tra­ba Camp X, en este cam­po de carác­ter para­mil­i­tar reci­bieron entre­namien­to más de 500 agentes, espías y saboteadores que fueron envi­a­dos a ter­ri­to­rio ene­mi­go en difer­entes misiones. Si alguno de ellos fue hecho pri­sionero, es posi­ble que lograra escapar con la ayu­da de uno de los pañue­los-mapa, o de los botones-brúju­la, elab­o­ra­dos en secre­to entre los muros de Casa Loma mien­tras en el piso de arri­ba se bail­a­ba ale­gre­mente al rit­mo de In The Mood.

La ruinosa fantasía de un financiero millonario

La gigan­tesca man­sión neogóti­ca de Casa Loma, dis­eña­da por el arqui­tec­to E. J. Lennox, e inspi­ra­da en el castil­lo escocés de Bal­moral, fue con­stru­i­da entre 1911 y 1914 por encar­go del excén­tri­co financiero mul­ti­mil­lonario Hen­ry Mill Pel­latt. Situ­a­da en lo alto de una de las col­i­nas de Toron­to, a 140 met­ros sobre el niv­el del mar, cuan­do fue com­ple­ta­da se con­vir­tió en la may­or res­i­den­cia pri­va­da de Canadá, con un total de 6.011 met­ros cuadra­dos y cer­ca de un cen­te­nar de habita­ciones. Sus enormes gas­tos de man­ten­imien­to, sin embar­go, acabaron arru­inan­do a Pel­latt, y en 1933 la ciu­dad de Toron­to se hizo con la propiedad del inmue­ble. La man­sión se encon­tra­ba entonces en un esta­do de gran dete­ri­oro, por lo que el Ayun­tamien­to se planteó su demoli­ción. Sin embar­go, en 1937, Casa Loma fue arren­da­da al Kiwa­nis Club de Toron­to, que la ges­tionó como atrac­ción turís­ti­ca abier­ta al públi­co durante 74 años, has­ta 2011. Una vez final­iza­do el con­tra­to, la man­sión volvió a manos munic­i­pales de for­ma tem­po­ral, has­ta encon­trar un nue­vo arren­datario. Final­mente, en 2014, se llegó a un acuer­do con la actu­al gesto­ra, la empre­sa Lib­er­ty Enter­tain­ment Group.

Rosa Labordé, the refreshing voice of Canadian theatre

When Rosa Labor­dé arrives, shift­ing effort­less­ly between a very Cana­di­an Eng­lish and a Chilean accent­ed Span­ish, she’s all apolo­gies. She’s only a lit­tle bit late, and with a good rea­son (her cat was very sick and she had to run to the vet), but it’s not easy to con­vince her it’s all good. Tru­ly Cana­di­an. Tru­ly Chilean, too: “You know, we peo­ple from Latin Amer­i­ca, we have this reputation…”

After climb­ing a nar­row flight of stairs we end up in the artis­tic director’s office, a small but cozy place with a nice nat­ur­al light com­ing through the win­dow (Toronto’s fall at its best), but prob­a­bly not as inter­est­ing as the stage itself. “That would have been bet­ter,” she admits, “I’m sor­ry it’s closed.” Again, no big deal. We are at the heart of the Tar­ragon The­atre, one of the main cen­tres for con­tem­po­rary play-writ­ing in Cana­da, so no com­plaints. Opened in 1970, the the­atre has pre­miered over 170 works, includ­ing plays by Mor­wyn Breb­n­er, David French, Michael Healey, Joan MacLeod, Mor­ris Panych, James Reaney, Jason Sher­man, Bren­dan Gall and Judith Thomp­son. We are, in oth­er words, in Rosa Labordé’s most famil­iar territory.

And you can tell. It hasn’t been an easy morn­ing for her, but, some­how, you could say that she’s recon­nect­ing just by being in the build­ing. On the wall out­side, shar­ing space with two oth­er plays, hangs the poster of her lat­est pre­miere, the already crit­i­cal­ly acclaimed Marine Life, on stage until Decem­ber 17th.

Rosa Labor­dé. Pho­to by Julio César Rivas / Lat­tin Magazine

Ottawa-born Rosa Labor­dé is one of those names you should have in mind if you care about what’s going on in con­tem­po­rary Cana­di­an the­atre. Or even in tele­vi­sion, for that mat­ter. At only 38, she already has quite an impres­sive cur­ricu­lum. A play­wright, screen­writer, direc­tor and actress, she was a final­ist for the Canada’s Gov­er­nor General’s Lit­er­ary Award, the Dora award and the Cana­di­an Screen Award, and she has also received the K.M. Hunter Artist’s Award for The­atre. She is a grad­u­ate of both The Oxford School of Dra­ma in Eng­land and the Cana­di­an Film Cen­tre, and is cur­rent­ly play­wright-in-res­i­dence at the Tar­ragon The­atre and the Alu­na Theatre.

Her plays, includ­ing True, Like Wolves, Hush, Sug­ar (a Toron­to Fringe hit, vot­ed Out­stand­ing New Play by Now mag­a­zine), The Source, and espe­cial­ly Leo (her approach to the hor­rors of the Pinochet dic­ta­tor­ship through the fil­ter of a teenager’s love tri­an­gle), have been pro­duced through­out Cana­da. She has also devel­oped numer­ous tele­vi­sion and film projects for Sul­li­van Enter­tain­ment, Rhom­bus Media, Pier 21, Alci­na Pic­tures, House of Films, Enter­tain­ment-One, Fran­tic Films, Big Coat and Force Four, and the net­works CBC, Shaw-Glob­al and CTV Bell-Media. In 2016 she wrote the first two episodes of the sec­ond sea­son of HBO Canada’s Sen­si­tive Skin.

Born to a Chilean moth­er and a Cana­di­an father with Ger­man and Pol­ish-Ukran­ian back­ground, Labordé’s fam­i­ly past is deeply linked to sto­ries of per­se­cu­tion and repres­sion, with the Chilean dic­ta­tor­ship shad­ow­ing her mother’s side, and the Holo­caust haunt­ing the mem­o­ries of the sur­vivors on her father’s part of the tree. It’s prob­a­bly a good anti­dote against cyn­i­cism, and also a reminder that, even if threats change, and some things are just impos­si­ble to com­pare, it’s nev­er too late to care and to be aware of the fragili­ty of the world we inhab­it. That would be, adding some com­e­dy to it, what Marine Life is about.

Rosa Labor­dé is cur­rent­ly play­wright-in-res­i­dence at Tar­ragon The­atre, in Toron­to. Pho­to by Julio César Rivas / Lat­tin Magazine

A rad­i­cal eco­log­i­cal activist falls in love with a man who has a secret depen­den­cy on plas­tic… Marine Life, your new play, real­ly works like a clas­sic roman­tic com­e­dy. And there are indeed plen­ty of crack­ing and fun­ny moments. Why did you decide to approach some­thing as dra­mat­ic as the envi­ron­men­tal cri­sis of our time with humour?

To talk about some­thing like our envi­ron­ment right now, it’s so intense and so seri­ous, that I don’t think peo­ple will nec­es­sar­i­ly lis­ten. And when you explore a top­ic that has such grav­i­ty with lev­i­ty, you allow peo­ple to lis­ten more. Also, I love com­e­dy, and I think we sep­a­rate too much the gen­res. Peo­ple want things to be seri­ous or fun­ny, and if it’s seri­ous it’s seri­ous, and if it’s fun­ny, it can’t be about very seri­ous sub­jects. For me, in life, and I think that’s part of me being the daugh­ter of a coup, there is com­e­dy and there is tragedy. Always. Even in the dark­est times. Some­one makes some­one laugh, and that’s part of how we live. They go together.

That free­dom with gen­res seems to be a very dis­tinc­tive char­ac­ter­is­tic of your career as a play­wright. Sug­ar was pure com­e­dy, then you dealt with seri­ous fam­i­ly stuff in Hush, where you even touched on the chal­lenges of men­tal prob­lems, and you also wrote some­thing very social and polit­i­cal like Leo.

Yes. What’s more inter­est­ing to me is the sto­ry that needs to be told. More than what­ev­er genre that sto­ry fits into.

What was that sto­ry, in the case of Marine Life?

Marine Life is about these two peo­ple who should not real­ly be togeth­er. I know, like every roman­tic com­e­dy… She’s an activist, he’s a cor­po­rate lawyer, they’re on the oppo­site ends of the spec­trum. But what the play is ulti­mate­ly about is the fact that we all need to work togeth­er. More than any­thing alle­goric, it’s a metaphor for this time, and I thought the way to do that was to be play­ful, and to make the whole thing a metaphor. They’re also fish out of water, just like me, when I’m not home here, and I’m not home there either.

Would you say that the use of humour is also a way to avoid the temp­ta­tion of being didac­tic, or even paternalistic?

Exact­ly. I’m not a fan of didac­ti­cism. I don’t think it’s fun to go out to the the­atre, and pay mon­ey, and be lectured.

No ‘Save the whales’?

Absolute­ly not. This is about our flaws as human beings, our self-destruc­tive ten­den­cies, and how they rever­ber­ate into the way that we treat our plan­et, and that they’re not sep­a­ra­ble. It’s about becom­ing more human and more kind with each oth­er. And that is at the bot­tom, at the heart of the play. But I meet so many peo­ple who used to go to the the­atre and don’t go any­more, because they were tired of feel­ing bad. They were just tired of going to plays and leav­ing feel­ing bad. There are so many seri­ous sub­jects! And these are peo­ple who would go, who had sub­scrip­tions, who would pay their mon­ey to go and decid­ed they didn’t want to do that any­more. I real­ly think that to cre­ate some­thing that is enter­tain­ing, but still about some­thing, is the direc­tion to go if we want to make peo­ple leave their homes.

How present is your Chilean back­ground in your life and your work?

I was born in Ottawa, and I’ve been in Toron­to for about fif­teen years. I came here to make my career, because there was more work. But I go to Chile very often, I still have a lot of fam­i­ly there. It has always been been a part of my life. Mi primera lengua fue el español, todas las comi­das, todas las can­ciones que conoz­co, every­thing in my niñez was pri­mar­i­ly Chilean, in many ways. En mi casa, with mi mamá (she was very young, sev­en­teen, when she came to Cana­da), we spoke both Eng­lish and Span­ish, and Span­ish is still the lan­guage of our love. Cuan­do nos sen­ti­mos car­iñosos, that’s what we speak.

Your play Leo is about three teenagers liv­ing through that tumul­tuous part of their lives in the very trou­bled moment that was Chile before and after the 1973 mil­i­tary coup that over­threw the social­ist gov­ern­ment of Sal­vador Allende and installed Gen­er­al Pinochet as dic­ta­tor. How did the sit­u­a­tion in Chile dur­ing that dark peri­od become a sig­nif­i­cant part of your work, and why teenagers?

I began writ­ing Leo when I was in Thai­land, in Bangkok, where I was vol­un­teer­ing with a foun­da­tion that helps orphans, real­ly in the slums of Bangkok. And there it became appar­ent to me so much of what my moth­er and my grand­moth­er had been fight­ing for, which was basic human rights in Chile at that time, things that in Cana­da we take for grant­ed. I just thought about how much you believe that you can make a dif­fer­ence when you’re young. And I could see already in Thai­land (also very rich, very wealthy) the dis­par­i­ty between extreme wealth and extreme pover­ty. So I thought of that notion of being fif­teen, six­teen, sev­en­teen years old, and think­ing, “This isn’t fair, we’re going to change it,” but at the same time see­ing these cor­po­rate giants, these huge cor­po­rate and polit­i­cal enti­ties that won’t real­ly let that hap­pen. That was what real­ly inspired me to write it. Sal­vador Allende said that to be young and not to be a rev­o­lu­tion­ary is a con­tra­dic­tion in terms, and I thought that was a beau­ti­ful state­ment that I want­ed to explore in the play. The desire to make changes in a world that in many ways can be unchangeable.

Your fam­i­ly also plays a very impor­tant role in your plays.

My fam­i­ly is the most impor­tant thing in my life, so it would be sur­pris­ing if they didn’t end up in my work. It hap­pened with my play True, which I didn’t think was about my fam­i­ly at all, since it was very specif­i­cal­ly a take on King Lear. My sis­ter came, and my tía came, and they said, “Oh, so you wrote about the fam­i­ly,” and I said, “What?” And then I looked to it and they were right. I hadn’t even been aware of it, which is scary. I don’t think we can escape our ori­gins. At some point we have to com­plete­ly embrace, explore, under­stand, and that’s what makes us inter­est­ing humans, dif­fer­ent from the ani­mals. Where do we come from, why, who we are. How did that shape the way I see things, ver­sus how that shaped the way this per­son saw things, and how one is more right than the oth­er just because of how our per­cep­tion have been mould­ed by the expe­ri­ences we had grow­ing up.

What are you work­ing on now?

Apart from Marine Life, which is now on stage here, at Tar­ragon, I’ve cre­at­ed a web series about social media and how we wish our­selves to be seen ver­sus how we are in real­i­ty. I’m also writ­ing a cou­ple of tele­vi­sion shows, Five Eyes [a one-hour intel­li­gence thriller cre­at­ed by Paul Gross and John Krizanc] and Killing It [with Susan Coyne, co-cre­ator and co-star of the award-win­ning Slings and Arrows], both for CBC.

You write, you pro­duce, you direct, you act… Is there a need of being in con­trol of the whole process?

In a good way?

In a good way.

It’s the Euro­pean way, I guess, to do more than one thing, I mean. Here peo­ple want you to just be a writer, just be a direc­tor, just be a pro­duc­er. I’m real­ly inter­est­ed in every aspect of cre­ation, and I love the process of cre­ation more than I love any­thing else. I don’t care about open­ing nights. Atten­tion can be both fright­en­ing and pleas­ant, it real­ly depends. But mak­ing things, just mak­ing things, is so excit­ing to me. So every aspect of it that I can be a part of, I’m excit­ed about. It can be a lot, though, some­times. But, also, in this busi­ness you have to stay busy.

Hav­ing been on both sides of the stage, what’s the main dif­fer­ence for you in the per­cep­tions you have when you’re act­ing instead of directing?

It’s a com­plete­ly dif­fer­ent expe­ri­ence. You are in it in a com­plete­ly dif­fer­ent way. You get to be very self-focused, and I don’t mean that in a neg­a­tive way. You’re think­ing about how do I feel, how’s this affect­ing me. Every­thing is about keep­ing the instru­ment in a very good emo­tion­al shape, to be pre­pared, to work. I real­ly love it, and it’s also a great relief of the adrenaline.

You are cur­rent­ly play­wright-in-res­i­dence at Tar­ragon The­atre and also at Alu­na The­atre. How has the expe­ri­ence been so far?

I’ve been in-res­i­dence at Tar­ragon for a long time. It’s one of my favourite the­atres in the world, I love it here. And I was in-res­i­dence in Alu­na when I was writ­ing this play [Marine Life]. It’s great to have rela­tion­ships with the­atres. You can come to shows, you have artis­tic feed­back, peo­ple to talk to…

Pho­to by Julio César Rivas / Lat­tin Magazine

You said once in an inter­view: “The the­atre is my life. It’s where I’m going to stay.” Is it still?

I sup­pose it is in the sense that this is all I’ve done and all I do, but at the same time I do spend a lot of time think­ing about what life is. In the­atre some­times we try to dis­till moments of life that are beau­ti­ful, or mov­ing, or impor­tant, the touch­stones of our lives, and we bring them into a space to share them. But I don’t think that’s the most impor­tant thing. I think life itself is the most impor­tant thing. I think a lot now, espe­cial­ly, about how we live, and what’s most impor­tant. And if we are mak­ing some­thing for peo­ple to come and see, why are we doing it? The the­atre used to be every­thing, but now I think life is every­thing, and how do they fit togeth­er, and how do I offer some­thing that is mean­ing­ful, or, at least, enjoyable.

How do you see the cur­rent Cana­di­an scene? Do you think it’s hav­ing a good moment or do you think it’s kind of stuck?

Maybe a bit of both? What’s very excit­ing, espe­cial­ly in Toron­to, is that there’s always new com­pa­nies, there’s an extreme desire to make work, and there are these won­der­ful young com­pa­nies com­ing up, and inde­pen­dent com­pa­nies. When it comes to new work, though, a lot of these com­pa­nies are real­ly just bring­ing in plays that have been pro­duced in oth­er coun­tries. They’re bring­ing Amer­i­can or Euro­pean plays, so it doesn’t real­ly do much to build our cul­ture. What it does is to give peo­ple an oppor­tu­ni­ty to hone their craft. When it comes to the cre­ation of new work, there’s some real­ly inter­est­ing things hap­pen­ing, but I would say the lev­el is not where I would love it to be. I wish that peo­ple cared more about it. Even in Toron­to, where Tar­ragon is one of the pre­miere the­atres in Cana­da for new work, I can meet peo­ple every day who’ve nev­er heard of it, and they live five blocks away. That’s hard. I mean, peo­ple know who Robert Lep­age is, maybe in artis­tic cir­cles, and he’s incred­i­ble, because he’s been inter­na­tion­al, but that’s some­thing I think we need to devel­op in Canada.

Going back to your Latin Amer­i­can roots, could you name a few of your favourite Span­ish speak­ing authors?

Isabel Allende. She’s my favourite, always, since I was very lit­tle. I had a lit­tle bird that I named Eva Luna! Or Paula, the book about her daugh­ter, about the death of her daugh­ter… I think of that book so often. She taught me about mag­ic real­ism, and about life and love and how you see your­self. I start­ed to read her books when I was eleven, and she became a huge part of my tra­jec­to­ry. In some ways, it was very excit­ing, because I grew up in a home that was very Chilean, Span­ish, South Amer­i­can, but I also grew up in a cul­ture that wasn’t. And Isabel Allende brought all that back to me… And then, of course, Gabriel Gar­cía Márquez, Borges… There are so many. But it would just be unfair not to men­tion the influ­ence that she had on me.

Monstruos en el Valle del Don

Escul­turas de la insta­lación ‘Mon­sters for Beau­ty, Per­ma­nence and Indi­vid­u­al­i­ty’, del artista Duane Lin­klater, en Don Riv­er Val­ley Park, Toron­to. Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lat­tin Magazine

Mis­te­riosas criat­uras que remiten al uni­ver­so de las cat­e­drales medievales, una madon­na triste, duen­des mal­hu­mora­dos y con lentes, fan­tás­ti­cos ani­males ala­dos, un caballero que parece incor­po­rarse en su tum­ba tras un sueño inqui­eto… El Valle del Don, en Toron­to, alber­ga des­de hace algo más de un mes una nue­va famil­ia de pequeños mon­stru­os de piedra que pare­cen sali­dos de un por­tal espa­cio-tem­po­ral, o lle­ga­dos des­de otra dimen­sión. De momen­to, inte­gra­dos en el paisaje, a la oril­la del camino, son inofensivos.

Su ori­gen es, en real­i­dad, bas­tante más cer­cano, ya que las 14 escul­turas que com­po­nen la insta­lación Mon­sters for Beau­ty, Per­ma­nence and Indi­vid­u­al­i­ty (Mon­stru­os para la belleza, per­ma­nen­cia e indi­vid­u­al­i­dad), obra del artista Duane Lin­klater (Moose Fac­to­ry, Ontario, 1976), son répli­cas en moldes de otras tan­tas gár­go­las que ador­nan algunos de los edi­fi­cios más emblemáti­cos de Toronto.

El con­jun­to for­ma parte de una intere­sante ini­cia­ti­va para revi­talizar, e inclu­so redefinir, a través de var­ios proyec­tos artís­ti­cos, el gran par­que públi­co del valle del río Don, des­de el area recre­ati­va, medioam­bi­en­tal y didác­ti­ca de Brick Works, cer­ca de Bayview y Pot­tery Road, has­ta la desem­bo­cadu­ra del río, en el lago Ontario. Con sus cer­ca de 200 hec­táreas de espa­cio verde en pleno corazón de Toron­to, Don Riv­er Val­ley Park es con­sid­er­a­do el may­or par­que urbano de la ciudad.

Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lat­tin Magazine

Detrás de este pro­gra­ma están el Ayun­tamien­to de Toron­to y la orga­ni­zación bené­fi­ca Ever­green, a car­go tam­bién de Brick Works. Los proyec­tos, en los que está pre­vis­to que par­ticipen artis­tas tan­to locales como nacionales e inter­na­cionales, han sido selec­ciona­dos por Kari Cwynar, y la idea es, en pal­abras de sus pro­mo­tores, «estable­cer una comu­ni­cación con las muchas his­to­rias y real­i­dades que con­for­man hoy en día tan­to el Valle del Don como las comu­nidades que lo rodean, des­de una per­spec­ti­va ecológ­i­ca, cul­tur­al, indus­tri­al e indígena».

El pro­gra­ma ha sido dis­eña­do en torno a diver­sas local­iza­ciones a lo largo del valle, en las que habrá no solo insta­la­ciones escultóri­c­as, sino tam­bién murales, val­las pub­lic­i­tarias, espec­tácu­los de dan­za y sonido, y even­tos con par­tic­i­pación direc­ta del públi­co, como con­fer­en­cias, paseos y talleres dirigi­dos por los pro­pios artis­tas. Cada proyec­to tiene una duración difer­ente, algunos de un solo día, otros de var­ios años.

Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lat­tin Magazine

La insta­lación de Duane Lin­klater (un artista mul­ti­dis­ci­pli­nar perteneciente a la Primera Nación Moose Cree) se cen­tra en refle­jar los cam­bios estruc­turales sufri­dos por el valle tras con­ver­tirse en un cen­tro indus­tri­al durante la época colo­nial de Toron­to. Según expli­can los curadores del proyec­to, el artista bus­ca provo­car una reflex­ión más pro­fun­da sobre la his­to­ria de la ciu­dad, y sobre cómo ha afec­ta­do su desar­rol­lo al entorno nat­ur­al. En este sen­ti­do, las gár­go­las actúan como sím­bo­los de autori­dad y poder, como pro­tec­toras de un cier­to tipo de espa­cio colo­nial. Lin­klater pro­pone repen­sar y ren­o­var estos sím­bo­los, en relación con el pro­pio valle.

Además de las escul­turas de Lin­klater, des­de el pasa­do 29 de octubre y has­ta el próx­i­mo 19 de noviem­bre está en mar­cha asimis­mo una per­for­mance sem­anal que incluye el lan­za­mien­to al río de una estat­ua ecuestre del rey Eduar­do VII, a la que se deja después flotar libre­mente entre Riverdale Park y Queen Street.

Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lat­tin Magazine
Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lat­tin Magazine
Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lat­tin Magazine
Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lat­tin Magazine
Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lat­tin Magazine
Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lat­tin Magazine
Fotos: Miguel Máiquez, Paul Máiquez-Gamester / Lat­tin Magazine

Isleños en Toronto: un mundo aparte a diez minutos del centro

Dos jóvenes jue­gan al hock­ey en un canal con­ge­la­do de las Islas de Toron­to, con la ciu­dad al fon­do. Foto: Juan Gavasa / Lat­tin Magazine

Situ­adas a ape­nas diez min­u­tos en fer­ry del corazón de la ciu­dad, las Islas de Toron­to, o, sim­ple­mente, las Islas, son uno de los des­ti­nos preferi­dos de los toron­tianos en cuan­to lle­ga el buen tiem­po. Des­de que aso­ma la pri­mav­era has­ta bien entra­do el otoño, este sin­gu­lar enclave nat­ur­al se llena de vida, sin perder por ello su priv­i­le­gia­da condi­ción de refu­gio ale­ja­do del sofo­cante tor­belli­no urbano.

Si a uno no le impor­tan demasi­a­do las mul­ti­tudes (se cal­cu­la que cada año vis­i­tan el par­que más de 1,2 mil­lones de per­sonas, la gran may­oría en ver­a­no), las Islas son el lugar per­fec­to para cam­i­nar, pasear en bici­cle­ta, hac­er un pic­nic, reunirse en torno a una bar­ba­coa o a una hoguera en la playa, asi­s­tir a un concier­to, o sim­ple­mente rela­jarse sobre el césped. Hay inclu­so un pequeño par­que de atrac­ciones nos­tál­gi­ca­mente ancla­do en el pasa­do, un polémi­co aerop­uer­to (el Bil­ly Bish­op Toron­to City Air­port), y has­ta una playa nud­ista.

Para alrede­dor de 650 toron­tianos, sin embar­go, las Islas son mucho más que eso. Las Islas son su casa.

En las Islas de Toron­to hay actual­mente unas 250 casas habitadas. Foto: XQuadra Media

Durante los meses de invier­no, el ser­vi­cio de fer­ries a las Islas de Toron­to se reduce al mín­i­mo. De las tres rutas que cubren habit­ual­mente el trayec­to, las que unen la Ter­mi­nal Jack Lay­ton con Hanlan’s Point, Cen­tre Island y Ward’s Island, tan solo esta últi­ma está oper­a­ti­va, y con una menor fre­cuen­cia. Es el cordón umbil­i­cal que conec­ta a los isleños con la ciu­dad, y no es raro ver en cubier­ta, jun­to al puña­do esca­so de tur­is­tas dis­puestos a desafi­ar al frío, a res­i­dentes con car­ri­tos llenos has­ta arri­ba: cereales, huevos, pas­ta, deter­gente, rol­los de papel higiéni­co… En las Islas no hay super­me­r­ca­dos, y la com­pra, isleños o no, hay que hac­er­la. «Lo mejor es orga­ni­zarse, ele­gir un día a la sem­ana», cuen­ta Susan Roy: «Nosotros sole­mos ir los sába­dos por la mañana; nos gus­ta com­prar en St. Lawrence Market».

Susan Roy es una isleña de pura cepa. Vive en las Islas des­de hace más de 30 años («prác­ti­ca­mente no he cono­ci­do otra cosa»), está acti­va­mente impli­ca­da en el día a día de la comu­nidad, y conoce como pocos la par­tic­u­lar his­to­ria de un lugar que, como todo pre­sun­to paraí­so que se pre­cie, tiene sus luces y sus som­bras: «Los invier­nos aquí son duros, des­de luego, no son para cualquiera. Y lograr la esta­bil­i­dad que ten­emos aho­ra no ha sido nada fácil; ha habido que luchar mucho, y es impor­tante que eso no se olvide».

La lucha a la que se refiere es la larguísi­ma batal­la legal, resuelta final­mente en 1993, que los res­i­dentes de las Islas tuvieron que librar para poder seguir vivien­do en ellas, después de que, en los años 50, el entonces gob­ier­no met­ro­pol­i­tano de Toron­to deci­diese con­ver­tir­las en un gran par­que para la ciu­dad, y demol­er todas las casas.

A finales del siglo XIX, y bajo la atrac­ción del Roy­al Cana­di­an Yacht Club, Cen­tre Island fue poblán­dose con res­i­den­cias de ver­a­no y grandes casas vic­to­ri­anas. En con­traste, la comu­nidad de Ward comen­zó como un humilde asen­tamien­to de tien­das, tal y como recoge la fotografía de la época que mues­tra en esta ima­gen Susan Roy. Foto: XQuadra Media

Casi cuatro décadas de litigios

Pase­an­do, espe­cial­mente en invier­no, por la pequeña zona res­i­den­cial que se mantiene en pie actual­mente en las Islas (unas 250 casas en total, divi­di­das entre los islotes de Ward y Algo­nquin, y un úni­co café, el Rec­to­ry), cues­ta imag­i­nar que aquí lle­garon a vivir, en su momen­to de máx­i­ma ocu­pación, más de 2.000 per­sonas, una cifra que super­a­ba las 8.000 durante los meses de verano.

A finales de los años 40 y prin­ci­p­ios de los 50, las Islas esta­ban ocu­padas casi por com­ple­to, en muchos casos, por vet­er­a­nos de la Segun­da Guer­ra Mundi­al y sus famil­ias. Con­ver­tido en una autén­ti­ca zona sub­ur­bana de Toron­to, el lugar era una vibrante comu­nidad en la que no falta­ban ele­gantes teatros, un coque­to hotel de lujo con­stru­i­do en el siglo XIX, un par­que de atrac­ciones de tamaño con­sid­er­able, var­ios clubes náu­ti­cos, tien­das con todo tipo de ser­vi­cios, y has­ta un gran esta­dio de béis­bol en Hanlan’s Point, en el que, el 6 de sep­tiem­bre de 1914, con­sigu­ió su primer home run pro­fe­sion­al el leg­en­dario Babe Ruth.

El hotel Han­lan, en las Islas de Toron­to, hacia 1890. Foto: City of Toron­to Archives

Todo esto cam­bió rad­i­cal­mente cuan­do, en el año 1956, el gob­ier­no de la zona met­ro­pol­i­tana de Toron­to se hizo car­go de las Islas y, pre­sion­a­do por la cre­ciente pér­di­da de espa­cio públi­co en las zonas del puer­to, decidió con­ver­tir­las en un gran par­que para la ciu­dad. Pron­to comen­zaron las expropia­ciones, y la may­oría de las casas, una tras otra, fueron demol­i­das. No todos los res­i­dentes, sin embar­go, esta­ban dis­puestos a mar­charse, y la pequeña comu­nidad de veci­nos que optó por per­manecer en las Islas decidió desafi­ar a las autori­dades met­ro­pol­i­tanas, en un liti­gio que lle­garía, más de 20 años después, has­ta el Tri­bunal Supre­mo de Canadá.

Para cuan­do final­mente se for­mó la Aso­ciación de Res­i­dentes de las Islas de Toron­to, en 1969, tan solo 250 casas (el 4% de la super­fi­cie total de las Islas) se habían libra­do del bull­doz­er. En los años 70 se detu­vieron final­mente las demo­li­ciones, y el gob­ier­no met­ro­pol­i­tano comen­zó a arren­dar el ter­reno a los veci­nos, si bien los con­tratos debían ser ren­o­va­dos año a año. En 1973 la gestión de las Islas pasó al gob­ier­no munic­i­pal, pero la oposi­ción a la zona res­i­den­cial se man­tu­vo y, con ella, la ame­naza de nuevas expropia­ciones. Final­mente, y tras algunos inci­dentes de gran ten­sión entre autori­dades y res­i­dentes, el Gob­ier­no de Ontario se posi­cionó a favor de los veci­nos y, el 18 de diciem­bre de 1981, aprobó una ley por la que reconocía el dere­cho de los res­i­dentes a per­manecer en las Islas has­ta el año 2005, un pla­zo que se amplió pos­te­ri­or­mente (en 1993) a un peri­o­do de 99 años.

Los res­i­dentes de las Islas han sido tes­ti­gos de excep­ción del crec­imien­to de Toron­to en los últi­mos años. Foto: XQuadra Media

La lista

Los isleños no son, por tan­to, propi­etar­ios de los ter­renos en los que viv­en, que pertenecen a la Ciu­dad de Toron­to, sino que los ocu­pan en rég­i­men de arren­damien­to, a través de un fide­icomiso (land trust). Y están suje­tos, además, a una serie de condi­ciones. Las casas, por ejem­p­lo, deben ser su primera res­i­den­cia. Tam­bién, y en con­tra de la idea que tienen muchos toron­tianos, pagan sus impuestos. Y, como recuer­da Susan Roy, no pueden dejar los ter­renos en heren­cia: «Nue­stros hijos no tienen pri­or­i­dad», expli­ca, «para acced­er a una propiedad aquí tienes que estar en la lista».

Un puesto de inter­cam­bio de libros y revis­tas en las Islas de Toron­to. Foto: XQuadra Media

Ges­tion­a­da por el fide­icomiso de la Comu­nidad de Res­i­dentes de las Islas de Toron­to, el organ­is­mo estable­ci­do en 1993 para admin­is­trar las propiedades de las Islas, «la lista» es, efec­ti­va­mente, la úni­ca puer­ta de acce­so a esta reduci­da comu­nidad. Y es una puer­ta que ape­nas se abre. Con un máx­i­mo de 500 plazas, actual­mente se encuen­tra cer­ra­da, a la espera de que se pro­duz­can vacantes. Los aspi­rantes a arren­dar una parcela se van aña­di­en­do al final de la lista, que se mueve a rit­mo de caracol.

Según datos del pro­pio organ­is­mo, la media de ven­tas es actual­mente de una o dos parce­las al año. Y un estu­dio pub­li­ca­do en 2009 por Toron­toist cal­cu­la­ba que des­de que alguien logra inscribirse en la lista has­ta que se le ofrece una propiedad pueden pasar has­ta 35 años. Los pre­cios actuales de los arren­damien­tos oscilan entre los 54.000 dólares en la isla de Ward y los 70.000 en la de Algo­nquin. En cuan­to a las casas, actual­mente están val­o­radas en una media de entre 200.000 y 400.000 dólares, den­tro de una horquil­la que va des­de los 150.000 dólares la más bara­ta, a los 600.000 la más cara.

En estas condi­ciones, la ren­o­vación gen­era­cional de la población es un desafío. Según datos del últi­mo Cen­so, la población de las Islas ha exper­i­men­ta­do un descen­so del 5,6% entre 2011 y 2016. El 18% son per­sonas may­ores, y tan solo hay unos 200 niños . «Nece­si­ta­mos más gente joven», reconoce Susan Roy. «Siem­pre ani­mamos a las pare­jas jóvenes a que se apun­ten a la lista».

En las Islas de Toron­to hay un cole­gio públi­co de pri­maria (has­ta sex­to gra­do) e insta­la­ciones para cam­pa­men­tos esco­lares rela­ciona­dos con la nat­u­raleza. Foto: XQuadra Media

Un lugar único

La ofer­ta es ten­ta­do­ra. A pesar de incon­ve­nientes como la depen­den­cia del fer­ry (o de los cos­tosos water taxis), el niv­el bási­co de los ser­vi­cios, la crudeza del invier­no, o los molestos deci­belios que lle­gan des­de las fies­tas en los bar­cos durante el ver­a­no, las Islas son, real­mente, un lugar úni­co, un lugar donde todavía es posi­ble encon­trar un arraiga­do sen­timien­to de comu­nidad, donde la gente conoce a sus veci­nos (muchos de ellos, además, artis­tas), donde uno se desplaza a todas partes en bici­cle­ta sin peli­gro (es una de las pocas comu­nidades sin coches de Norteaméri­ca), y donde los niños pueden aún cam­par a sus anchas.

El par­que de bomberos de las Islas de Toron­to. Foto: XQuadra Media

Y es cier­to que no hay super­me­r­ca­dos, pero tam­poco están pre­cisa­mente al mar­gen de la civ­i­lización. Aparte de las atrac­ciones turís­ti­cas, la may­oría situ­adas en Cen­tre Island, en las Islas hay elec­t­ri­ci­dad, telé­fono, agua cor­ri­ente, ser­vi­cio de recogi­da de basur­as, Inter­net, una escuela públi­ca (has­ta sex­to gra­do), dos res­i­den­cias de día para may­ores, insta­la­ciones para cam­pa­men­tos esco­lares y has­ta un pequeño par­que de bomberos y una igle­sia (angli­cana). Por no hablar de la posi­bil­i­dad de dis­fru­tar de las mejores vis­tas de Toronto.

«Des­de aquí hemos sido tes­ti­gos de excep­ción de cómo ha ido cam­bian­do la ciu­dad, del espec­tac­u­lar crec­imien­to que ha exper­i­men­ta­do Toron­to en los últi­mos años», cuen­ta Susan Roy. «Y para los que viv­en en esos nuevos edi­fi­cios de aparta­men­tos, las Islas son como su patio trasero, su jardín, el úni­co lugar donde pueden dis­fru­tar de una zona verde».

La pequeña car­retera que recorre la Islas de extremo a extremo, ates­ta­da de cam­i­nantes, ciclis­tas y pati­nadores en los fines de sem­ana de ver­a­no, ofrece en pleno febrero, total­mente cubier­ta de nieve, la ima­gen más arquetípi­ca del invier­no cana­di­ense. En sus már­genes, uno de los canales que per­fi­lan el pequeño archip­iéla­go está total­mente con­ge­la­do. Var­ios ado­les­centes, recor­ta­dos con­tra el impre­sio­n­ante hor­i­zonte de ras­ca­cie­los de la ciu­dad, jue­gan al hock­ey. El esce­nario es excep­cional. La pre­gun­ta, si, en unos años, seguirá habi­en­do bas­tantes como para for­mar un equipo.

Las Islas de Toron­to, vis­tas des­de la Torre CN. Foto: Wiki­me­dia Commons

No siempre fueron islas

Las Islas de Toron­to eran orig­i­nar­i­a­mente una penín­su­la de unos 9 kilómet­ros de lon­gi­tud, uni­da al con­ti­nente por una estrecha lengua de are­na. Esta unión, sin embar­go, resultó inun­da­da en 1852 como con­se­cuen­cia de una fuerte tor­men­ta, que abrió un canal al este de Ward. Otro vio­len­to tem­po­ral, seis años después, agrandó más aún el canal e hizo la sep­a­ración per­ma­nente, dan­do lugar al úni­co grupo de islas exis­tente en la parte occi­den­tal del lago Ontario. En cuan­to a la zona en la que se encuen­tra actual­mente el aerop­uer­to, que ini­cial­mente era tam­bién un gran ban­co de are­na, ha sido rel­lena­da arti­fi­cial­mente en varias oca­siones, siem­pre con tier­ra extraí­da del fon­do del puer­to: la primera, para con­stru­ir el par­que de atrac­ciones orig­i­nal (demoli­do pos­te­ri­or­mente), y después para aco­modar el pro­pio aeropuerto.

Chocosol: diez años de chocolate revolucionario entre México y Toronto

Las insta­la­ciones de Chocosol, ubi­cadas en un antiguo caserón en el 1131 de St. Clair Avenue West, incluyen, además de la tien­da para el públi­co, las coci­nas y las zonas donde se elab­o­ra el choco­late y otros pro­duc­tos. Foto: XQuadra Media

Acos­tum­bra­dos al sabor dulzón y domes­ti­ca­do de la may­oría de los choco­lates indus­tri­ales que se pro­ducen en Norteaméri­ca y Europa, lo primero que uno nota al pro­bar un gra­no orig­i­nal de cacao recién tosta­do es un cier­to amar­gor, un gus­to dis­tin­to e inten­so, como un pequeño desafío a nue­stros pal­adares sat­u­ra­dos de comi­da con­fort y azú­cares refi­na­dos. Las pepi­tas, lle­gadas al almacén de Chocosol en Toron­to direc­ta­mente des­de las regiones sub­trop­i­cales mex­i­canas de Chi­a­pas y Oax­a­ca, se con­ver­tirán después, a través de un del­i­ca­do pro­ce­so arte­sanal, en una autén­ti­ca deli­cia gas­tronómi­ca, con var­iedades para todos los gus­tos: choco­late sóli­do, choco­late líqui­do, choco­late ‘negro’, con canela, con vainil­la, picante, sal­a­do, con café, más dulce, menos dulce… Pero la esen­cia, tan­to la del sabor como la sim­bóli­ca, ya está ahí, en el humilde fru­to del cacao. En Chocosol lo lla­man «el ali­men­to de los dioses».

En torno al año 2003, el cana­di­ense Michael Sac­co, cri­a­do en Ottawa, pero res­i­dente por entonces en Toron­to, decidió via­jar a Méx­i­co para tratar de pon­er en prác­ti­ca, y ampli­ar, sus conocimien­tos uni­ver­si­tar­ios. Tras haber estu­di­a­do ini­cial­mente Letras Clási­cas y Estu­dios Con­tem­porá­neos, Sac­co había com­ple­ta­do un máster en Estu­dios Medioam­bi­en­tales y Sociales, y esta­ba preparan­do un doc­tor­a­do en Tec­nología y Movimien­tos Sociales, al que más tarde sumaría uno más, en Estu­dios Indígenas.

En Oax­a­ca, Sac­co entró en con­tac­to con el activista e int­elec­tu­al mex­i­cano Gus­ta­vo Este­va, fun­dador en esta ciu­dad de la Uni­ver­si­dad de la Tier­ra, un cen­tro que se define como «red de apren­diza­je, estu­dio, reflex­ión y acción, naci­do ante las reac­ciones rad­i­cales con­tra la escuela que obser­va­mos en muchas comu­nidades indígenas».

Con Este­va como men­tor, Sac­co empezó a aden­trarse en la riqueza de la cul­tura indí­ge­na mex­i­cana y, en sus propias pal­abras, a «enten­der la impor­tan­cia de tra­ba­jar [la tier­ra] a través de esta cul­tura, en lugar de impon­er­le nuevas tec­nologías». Sac­co se cen­tró entonces en el cacao, un pro­duc­to que ha desem­peña­do un papel fun­da­men­tal, durante sig­los, en la sociedad local. Y, jun­to con el cacao, el sol: «El aprovechamien­to de una energía limpia y sostenible como la solar era la clave. Igual que se puede usar una lupa para encen­der un pequeño fuego, podemos usar una pla­ca solar para horn­ear pan, para hac­er car­bón de leña o inclu­so para tostar cacao, la mate­ria pri­ma del chocolate».

Math­ieu McFad­den, co-respon­s­able de Ven­tas y Mar­ket­ing de Chocosol. Foto: XQuadra Media

Poco después, en 2004, Sac­co fund­a­ba, en la mis­ma Oax­a­ca, Chocosol, una empre­sa que nacía con la mis­ión de «elab­o­rar choco­late rev­olu­cionario que sea bueno para la mente, el cuer­po y la tier­ra [un juego de pal­abras en inglés, entre «tier­ra» –soil– y «alma» –soul–], y con­tribuir a la lucha con­tra el cam­bio climáti­co y a la creación de un sis­tema ali­men­ta­rio basa­do en la jus­ti­cia, a través del choco­late, el maíz y la socia­bil­i­dad». Dos años más tarde, y tras un tiem­po tra­ba­jan­do tan­to en Oax­a­ca como en Chi­a­pas, Sac­co regresó a Canadá y, en 2006, hace aho­ra una déca­da, abrió en Toron­to el primer establec­imien­to de Chocosol.

Orgánico, justo y sostenible

«La idea era traer has­ta aquí la gran cul­tura en torno al cacao exis­tente en Méx­i­co y en otras partes de Cen­troaméri­ca, algo que, por entonces, era total­mente descono­ci­do en Toron­to», expli­ca a Lat­tin Mag­a­zine Math­ieu McFad­den, co-respon­s­able de Ven­tas y Mar­ket­ing de Chocosol.

«Al prin­ci­pio, Sac­co empezó a elab­o­rar choco­late en su propia casa, has­ta que, después de un año reunién­dose con pro­duc­tores y agricul­tores locales, final­mente pudo impor­tar su primer con­tene­dor de cacao, espe­cias y pro­duc­tos arte­sanales, proce­dente de las comu­nidades con las que había esta­do tra­ba­jan­do en Méx­i­co», añade.

El nego­cio arrancó en un rincón del Cen­tre for Social Inno­va­tion, un café y espa­cio para emprende­dores situ­a­do en el número 720 de la calle Bathurst. Actual­mente, las insta­la­ciones de Chocosol, ubi­cadas en un antiguo caserón en el 1131 de St. Clair Avenue West, incluyen, además de la tien­da para el públi­co, las coci­nas y las zonas donde se elab­o­ra el choco­late y otros pro­duc­tos como tor­tillas y tamales, el almacén, salones para talleres (hay cur­sos y activi­dades de gas­tronomía rela­ciona­da con el cacao y el maíz, de arte­sanía, de com­er­cio jus­to, de inter­cul­tur­al­i­dad…), ofic­i­nas, y has­ta un «teja­do verde» con un pequeño huer­to del que obtienen los condi­men­tos para las tor­tillas y para algunos tipos de chocolate.

El cacao que se uti­liza para la elab­o­ración de los choco­lates (alma­ce­na­do en grandes sacos dis­tribui­dos según la var­iedad de las semi­l­las, el momen­to de la recogi­da, etc.) lo cul­ti­van direc­ta­mente comu­nidades indí­ge­nas de la Sel­va Lacan­dona, en Chi­a­pas, y de las mon­tañas situ­adas en torno a Oax­a­ca. En los últi­mos años, Chocosol ha ampli­a­do su cam­po de acción a otros país­es, y actual­mente com­er­cia tam­bién, «siem­pre de for­ma hor­i­zon­tal, recíp­ro­ca y basa­da en un com­er­cio jus­to», con campesinos de la Repúbli­ca Domini­cana y de Ecuador.

Según expli­can los respon­s­ables de la empre­sa, el cacao se cul­ti­va de for­ma «orgáni­ca», es decir, apli­can­do los aspec­tos pos­i­tivos de la agri­cul­tura tradi­cional, bus­can­do la sosteni­bil­i­dad del pro­ce­so, y evi­tan­do el uso de pro­duc­tos sin­téti­cos, como pes­ti­ci­das, her­bi­ci­das o fer­til­izantes arti­fi­ciales. En los cul­tivos se siguen cin­co prin­ci­p­ios bási­cos: diver­si­dad genéti­ca, bio­di­ver­si­dad, recur­sos y pro­ce­sos sostenibles, com­er­cial­ización en tien­das locales, y pro­duc­ción de espe­cias aptas para la exportación.

El choco­late resul­tante es veg­ano y no tiene pro­duc­tos lácteos; tam­poco gluten, soja, fru­tos sec­os, con­ser­vantes o adi­tivos. En algu­nas var­iedades de bar­ras se uti­lizan pro­duc­tos autóctonos del sur de Ontario, como sirope de arce, men­ta, man­zanas o semi­l­las de cal­abaza. Los mate­ri­ales de envasa­do son todos reci­clables o biodegrad­ables, sin plás­ti­co, y los repar­tos se hacen con una fur­gone­ta eléc­tri­ca y en bicicleta.

Chocosol fue fun­da­da por el cana­di­ense Michael Sac­co en Oax­a­ca (Méx­i­co) en 2004. Foto: XQM

Un intercambio

«Para mí, lo impor­tante, lo que real­mente rep­re­sen­ta este proyec­to, es la opor­tu­nidad de reflex­ionar sobre las impli­ca­ciones políti­cas y sociales que tienen nues­tras deci­siones con respec­to al con­sumo de comi­da, y sobre cómo gener­ar y man­ten­er bue­nas prác­ti­cas, no solo entre nosotros, sino tam­bién en comu­nidades y economías a lo largo y ancho del mun­do; en Lati­noaméri­ca, pero tam­bién aquí, entre los granjeros de Ontario», indi­ca McFad­den. «Y hac­er todo esto a través de un pro­duc­to ecológi­co que, además, es salud­able y deli­cioso», añade: «Es un inter­cam­bio. Cuan­do entro en nue­stro almacén, huele a México».

La com­pra a las comu­nidades pro­duc­toras se real­iza, según expli­ca McFad­den, en condi­ciones por enci­ma de los pre­cios de mer­ca­do: «El cacao es un pro­duc­to glob­al­iza­do que, a lo largo de los últi­mos cien años, se ha ido deval­u­an­do debido a la indus­tri­al­ización y al tra­ba­jo escla­vo des­ti­na­do a la exportación. Como con­se­cuen­cia, su val­or de mer­ca­do actu­al es demasi­a­do bajo, y no rep­re­sen­ta en abso­lu­to el val­or real que tiene como ali­men­to y como espe­cia, como parte fun­da­men­tal de la economía de los pueb­los donde se pro­duce, o inclu­so como fuente de conocimien­to para enten­der la agri­cul­tura de un modo com­ple­ta­mente distinto».

McFad­den desta­ca que «no se tra­ta sim­ple­mente de ayu­dar a estas comu­nidades, sino de estable­cer asimis­mo rela­ciones ben­efi­ciosas, que van más allá de la pura economía, y que tienen que ver con el inter­cam­bio cul­tur­al, con el medio ambi­ente». En este sen­ti­do, uno de los proyec­tos más impor­tantes de Chocosol en las zonas de pro­duc­ción es la regen­eración de áreas forestales.

En Toron­to, Chocosol par­tic­i­pa en diver­sos even­tos cul­tur­ales y fes­ti­vales (el Día de los Muer­tos, el sol­sti­cio y el equinoc­cio, el Día de la Tier­ra, activi­dades en el Roy­al Ontario Muse­um), así como en mer­ca­dos de granjeros locales como el que se cel­e­bra cada sem­ana en Brick Works. Sobre la ‘com­pe­ten­cia’ (Maizal, por ejem­p­lo, otra empre­sa ubi­ca­da en Toron­to y cen­tra­da en la cul­tura mex­i­cana, con inspiración, méto­dos de pro­duc­ción y filosofía sim­i­lares a los de Chocosol, aunque enfo­ca­da prin­ci­pal­mente en pro­duc­tos deriva­dos del maíz, como tacos, tor­tillas o que­sadil­las), McFad­den ase­gu­ra no ten­er ningún prob­le­ma: «Cuan­tos más seamos, mejor».

Xocolātl

El choco­late (en la lengua náhu­atl: xocolātl) es el ali­men­to que se obtiene mez­clan­do algún tipo de azú­car con dos pro­duc­tos deriva­dos de la manip­u­lación de las semi­l­las del cacao: la masa del cacao y la man­te­ca de cacao. A par­tir de esta com­bi­nación bási­ca, se elab­o­ran los dis­tin­tos tipos de choco­late, que depen­den de la pro­por­ción entre estos ele­men­tos y de su mez­cla, o no, con otros pro­duc­tos (leche y fru­tos sec­os, prin­ci­pal­mente, en el caso del choco­late más con­sum­i­do). El cacao ha sido cul­ti­va­do por muchas cul­turas durante al menos tres mile­nios en Mesoaméri­ca. La evi­den­cia más tem­prana de su uso se remon­ta a la cul­tura Mokaya de Méx­i­co y Guatemala, con evi­den­cia de bebidas de choco­late que datan del año 1900 a. C. Los orí­genes del árbol de cacao (Theo­bro­ma cacao) no se cono­cen con certeza, pero algu­nas teorías pro­po­nen que su dis­em­i­nación empezó en las tier­ras trop­i­cales de Améri­ca del Sur, en la cuen­ca del río Orinoco o el río Ama­zonas, extendién­dose poco a poco has­ta lle­gar al sureste de Méx­i­co. Otras teorías plantean que ocur­rió lo opuesto: se extendió des­de el sureste de Méx­i­co has­ta la cuen­ca del río Ama­zonas. Lo que parece claro es que las primeras evi­den­cias de su con­sumo humano se encuen­tran en el ter­ri­to­rio mex­i­cano habita­do por las cul­turas prehispánicas.