Escándalos sexuales en la Casa Blanca: nada nuevo bajo el sol

El arraiga­do puri­tanis­mo de la sociedad esta­dounidense es, a ojos de muchos europeos al menos, una de las grandes con­tradi­ciones del país norteam­er­i­cano. La mis­ma nación que ven­era la lib­er­tad indi­vid­ual y en la que el sexo es uti­liza­do con­stan­te­mente como reclamo com­er­cial, cen­sura cualquier pal­abra ‘subi­da de tono’ en la tele­visión gen­er­al­ista y no per­dona el más mín­i­mo ‘deva­neo’ a sus políti­cos: un escán­da­lo sex­u­al, espe­cial­mente si está rela­ciona­do con el adul­te­rio, puede acabar con la car­rera del más pop­u­lar de los per­son­ajes públi­cos. Como sue­len bromear los pro­pios esta­dounidens­es, a nadie le impor­ta cuán­tas amantes tiene un pres­i­dente de Fran­cia, mien­tras que Mon­i­ca Lewin­sky sigue dan­do titulares.

Con­tradic­ciones aparte, sin embar­go, el prob­le­ma, con la ley en la mano, no suele ser la ‘aven­tu­ra’ en sí. A pesar de que Esta­dos Unidos es uno de los pocos país­es occi­den­tales donde el adul­te­rio puede ser con­sid­er­a­do aún un deli­to (no a niv­el fed­er­al, pero sí en has­ta 21 esta­dos), los pro­ce­sos judi­ciales por ese moti­vo son muy raros. El prob­le­ma real, sobre todo si se tra­ta de políti­cos o car­gos de la admin­is­tración públi­ca, es men­tir sobre ello y, espe­cial­mente –como bien pudo com­pro­bar Bill Clin­ton–, hac­er­lo bajo jura­men­to. Cuan­do además se suman pre­sun­tos abu­sos de poder, o com­por­tamien­tos clara­mente con­tra­dic­to­rios con la moral que pred­i­ca el pro­pio per­son­aje, las con­se­cuen­cias pueden ir mucho más allá de una cri­sis matrimonial.

El últi­mo en sumarse a la larga lista de pres­i­dentes de EE UU salpic­a­dos por escán­da­los sex­u­ales ha sido, quién lo iba a decir, Don­ald Trump. Su pre­sun­to affaire con una actriz porno (ocur­ri­do, supues­ta­mente, antes de que el mil­lonario accediese a la pres­i­den­cia, pero cuan­do ya esta­ba casa­do), colocó hace solo unos días a más 22 mil­lones de espec­ta­dores frente al tele­vi­sor, cuan­do Stormy Daniels, la actriz que ase­gu­ra haber man­tenido rela­ciones con el mag­nate, detal­ló en el pop­u­lar pro­gra­ma 60 Min­utes de la CBS no solo los por­menores del encuen­tro («Me dijo que le record­a­ba a su hija, gua­pa, lista…»), sino cómo habría sido ame­naza­da después para que guardase silen­cio.

Trump, pese a su demostra­da ver­bor­rea en Twit­ter, no ha respon­di­do aún per­sonal­mente a las acusa­ciones, y este mis­mo jueves un tri­bunal de Los Ánge­les rec­hazó una peti­ción de la actriz que le habría oblig­a­do a tes­ti­ficar bajo jura­men­to, y recono­cer, o negar, la exis­ten­cia de un supuesto pacto de con­fi­den­cial­i­dad con la estrel­la porno.

No todos los escán­da­los sex­u­ales rela­ciona­dos con la Casa Blan­ca han resul­ta­do ser tan sór­di­dos (Daniels afir­ma que fue intim­i­da­da en un aparcamien­to, al más puro esti­lo de las pelícu­las de gang­sters), pero algunos no se quedan muy atrás. Muchos, en cualquier caso, no han podi­do ser proba­dos, y en otros ni siquiera hubo adul­te­rio. La lista se remon­ta nada menos que a uno de los «padres fun­dadores» del país, Thomas Jef­fer­son.

Thomas Jefferson y Sally Hemings

Los primeros rumores acer­ca de que Thomas Jef­fer­son había tenido un hijo con una de sus propias esclavas, Sal­ly Hem­ings, los pub­licó en 1802 James Cal­len­der, un rival políti­co del entonces pres­i­dente de EE UU. Jef­fer­son, que ocupó la Casa Blan­ca entre 1801 y 1809, era entonces viu­do. Hem­ings era hija de otra escla­va y del sue­gro del pro­pio presidente.

Durante años, los his­to­ri­adores tendieron a tratar la acusación como sim­ples cotilleos exten­di­dos por los ene­mi­gos del pres­i­dente, pero en 1998 una prue­ba de ADN real­iza­da a un descen­di­ente de Jef­fer­son mostró que, efec­ti­va­mente, podía exi­s­tir una conex­ión entre Jef­fer­son y el últi­mo hijo de Hemings.

Un estu­dio pos­te­ri­or lle­va­do a cabo por la Thomas Jef­fer­son Foun­da­tion llegó a la mis­ma con­clusión, y apun­tó inclu­so la posi­bil­i­dad de que el padre fun­dador hubiera sido tam­bién padre no solo de uno de los hijos de Hem­ings, sino de los seis que tuvo ésta.

Grover Cleveland y Maria Halpin

Unos días antes de que Grover Cleve­land se pre­sen­tase por primera vez como can­dida­to a la pres­i­den­cia de EE UU, en 1884, Maria Halpin, depen­di­en­ta en una tien­da de Buf­fa­lo, ase­guró que el aspi­rante demócra­ta era el padre de su «hijo ilegími­to». La his­to­ria saltó a los per­iódi­cos durante la cam­paña elec­toral –sus opo­nentes le canta­ban «Ma, ma, where’s my pa? Gone to the White House, ha ha ha!» («Mamá, mamá, ¿dónde está papá? ¡Se fue a la Casa Blan­ca, ja, ja, ja!»)– y el can­dida­to, pese a que no llegó ni a con­fir­mar­la ni a negar­la, sí admi­tió que paga­ba la manun­ten­ción de un hijo con el nom­bre de Oscar Fol­som Cleveland.

El escán­da­lo no impidó que Cleve­land ganase las elec­ciones (por tan solo 62.000 votos), una vic­to­ria que repe­tiría en 1893, sien­do el úni­co pres­i­dente de EE UU que ha tenido dos mandatos no con­sec­u­tivos. En junio de 1886, Cleve­land con­tra­jo mat­ri­mo­nio con Frances Fol­som, hija de un com­pañero de su bufete de abo­ga­dos. Se casaron en la mis­ma Casa Blan­ca (el úni­co pres­i­dente que lo ha hecho), y Fol­som se con­vir­tió, con 21 años, en la primera dama más joven de la his­to­ria del país. Cleve­land tenía 49.

Woodrow Wilson y Edith Bolling

El escán­da­lo rela­ciona­do con Woodrow Wil­son (pres­i­dente entre 1913 y 1921) no tuvo que ver ni con el adul­te­rio ni con hijos ilegí­ti­mos ni con cualquier otra con­duc­ta cas­ti­ga­da por la ley. En una época en la que se esper­a­ba que los viu­dos guardasen como mín­i­mo un año de luto, el pres­i­dente se com­pro­metió con Edith Bolling Galt ape­nas siete meses después de la muerte de su esposa, llen Axson Wil­son, fal­l­e­ci­da a los 29 años, y que había sido primera dama durante tan solo 17 meses. Una parte de la pren­sa cen­suró su «fal­ta de respeto», y entre los rumores más dis­parata­dos se llegó inclu­so a insin­uar que Wil­son había asesina­do a su primera mujer.

Cuan­do Wil­son sufrió un ictus severo en octubre de 1919, Edith, con la que se había casa­do nueve meses después de com­pro­m­e­terse, comen­zó a super­vis­ar los asun­tos de Esta­do, lle­gan­do a diri­gir de fac­to el poder ejec­u­ti­vo del Gob­ier­no durante el resto del segun­do manda­to del pres­i­dente, has­ta mar­zo de 1921.

Warren Harding y Carrie Phillips (y Nan Britton)

War­ren Hard­ing (pres­i­dente entre 1921 y 1923) tuvo una relación extra­mat­ri­mo­ni­al con Car­rie Ful­ton Phillips que duró quince años, a pesar de lo cual el públi­co en gen­er­al no tuvo conocimien­to de ello has­ta décadas más tarde, cuan­do un bió­grafo del man­datario, Fran­cis Rus­sell, hal­ló en los años sesen­ta las car­tas esri­tas por Hard­ing a su amante. En 1971 esas car­tas fueron don­adas a la Libr­ería del Con­gre­so, aunque, como resul­ta­do de un liti­gio judi­cial, no pudieron ver la luz has­ta 2014.

A Hard­ing se le atribuyó otra amante, Nan Brit­ton, quien en 1927 pub­licó el libro The Pres­i­den­t’s Daugh­ter (La hija del pres­i­dente), en el que ase­gura­ba que el padre de su hija Eliz­a­beth era el inquili­no de la Casa Blan­ca. El libro, ded­i­ca­do «a todas las madres solteras», llegó a vender­se como si fuera pornografía, puer­ta a puer­ta y envuel­to en papel mar­rón para ocul­tar­lo. Brit­ton fue deman­da­da por difamación y un jura­do fal­ló en su con­tra, pero en 2015 prue­bas de ADN real­izadas a miem­bros de las dos famil­ias con­fir­maron final­mente que sí existía una relación.

Franklin D. Roosevelt y Lucy Mercer

En 1913, Eleanor Roo­sevelt, esposa de Franklin D. Roo­sevelt des­de 1905, con­trató a una joven de 22 años, Lucy Mer­cer, como sec­re­taria. Cua­tro años después, Eleanor des­cubrió las car­tas de amor que habían inter­cam­bi­a­do Mer­cer y su esposo, y ame­nazó con pedir el divor­cio. El futuro pres­i­dente (fue elegi­do por primera vez en 1933 y no aban­donaría la Casa Blan­ca has­ta su muerte, en 1945) prometió que daría por ter­mi­na­da la relación, pero no fue así.

El con­tac­to entre Roo­sevelt y Mer­cer se man­tu­vo a lo largo de los años, y, cuan­do el pres­i­dente murió, en Warn Spring, ella se encon­tra­ba jun­to a él, un hecho que, al igual que la relación en sí, se ocultó al públi­co has­ta que fue rev­e­la­do en 1966 por Jonathan W. Daniels, un antiguo asis­tente del man­datario, en su libro The Time Between the Wars (El tiem­po entre guerras).

John F. Kennedy y Marilyn Monroe

El 19 de mayo de 1962, en el emblemáti­co Madi­son Square Gar­den de Nue­va York, una exu­ber­ante Mar­i­lyn Mon­roe se acer­ca­ba al micró­fono y, ante el entonces pres­i­dente de Esta­dos Unidos, John Fitzger­ald Kennedy, enton­a­ba con voz sen­su­al uno de los Feliz cumpleaños más famosos de la his­to­ria: Hap­py Birth­day, Mr. Pres­i­dent. La esposa del hom­e­na­jea­do, Jacque­line, no esta­ba entre las más de 15.000 per­sonas que asistieron al even­to porque, según las muchas infor­ma­ciones fil­tradas a pesar del celo pro­tec­tor de la pren­sa, hacía tiem­po que sabía de la (a día de hoy, aún ‘supues­ta’) relación entre su mari­do y la gran estrel­la de Hollywood.

La fama de promis­cuo de JFK está bien doc­u­men­ta­da, y numerosos artícu­los y libros han inclu­i­do entre sus romances, además de a Mar­i­lyn, a la actriz Mar­lene Diet­richt (al pare­cer, la cosa no habría pasa­do de un breve encuen­tro), a una becaria de la Casa Blan­ca, a una sec­re­taria per­son­al de la propia Jacque­line e inclu­so a una joven, Judith Camp­bell Exn­er, a quien pos­te­ri­or­mente el FBI rela­cionaría con la mafia. Kennedy y Camp­bell habrían sido pre­sen­ta­dos por Frank Sina­tra en Las Vegas en 1960, cuan­do el futuro pres­i­dente aún era senador .

Bill Clinton y Monica Lewinsky

«Yo no tuve rela­ciones sex­u­ales con esa mujer, la señori­ta Lewin­sky. Yo nun­ca le dije a nadie que mintiera, ni una sola vez, nun­ca. Esas ale­ga­ciones son fal­sas». Así de rotun­do se mostra­ba Bill Clin­ton ante la pren­sa el 26 de enero de 1998, tratan­do de zafarse del que era ya el may­or, el más pub­lic­i­ta­do, y el más uti­liza­do como arma políti­ca escán­da­lo sex­u­al en toda la his­to­ria de la Casa Blan­ca. El pres­i­dente –acom­paña­do en ese momen­to por su esposa, Hillay Clin­ton, quien le apo­yaría a lo largo de todo el pro­ce­so– esta­ba, como se con­fir­mó después, mintiendo.

En 1995, Mon­i­ca Lewin­sky fue con­trata­da para tra­ba­jar como pas­ante (becaria) en la Casa Blan­ca, durante la primera pres­i­den­cia de Clin­ton. La relación que la joven (tenía entonces 22 años) man­tu­vo has­ta 1997 con el pres­i­dente (una serie de breves encuen­tros sex­u­ales en el Despa­cho Oval) saltó a la luz a raíz de un caso dis­tin­to, en el que otra mujer, Paula Jones, había deman­da­do a Clin­ton por pre­sun­to acoso sex­u­al cuan­do este era gob­er­nador de Arkansas.

Lin­da Tripp, una ami­ga de Lewin­sky, emplea­da tam­bién en la Casa Blan­ca, y a quien la becaria había con­fi­a­do su his­to­ria, había graba­do en secre­to con­ver­sa­ciones tele­fóni­cas en las que qued­a­ba clara la relación entre Lewin­sky y el pres­i­dente. Al enter­arse de que Lewin­sky se había com­pro­meti­do a no declarar sobre su relación con Clin­ton en el caso Jones, Tripp decidió hac­er públi­cas las cin­tas, y fue entonces cuan­do estal­ló la tormenta.

El 28 de julio de 1998, Lewin­sky, tras recibir pro­tec­ción de tes­ti­go a cam­bio de dar tes­ti­mo­nio acer­ca de su relación con Clin­ton, entregó a los inves­ti­gadores el ya famoso vesti­do azul man­cha­do con semen, cuyo ADN probó la relación. El 17 de agos­to Clin­ton admi­tió ante el gran jura­do que había tenido una «relación físi­ca impropia» con Lewin­sky, aunque aclaró que «no había tenido rela­ciones sex­u­ales» con la becaria, sino que se había lim­i­ta­do a recibir sexo oral.

Dos meses después, el pres­i­dente, someti­do entre tan­to a un juicio políti­co de des­ti­tu­ción (impeach­ment) por haber men­ti­do bajo jura­men­to sobre sus rela­ciones con Lewin­sky en el pro­ce­so judi­cial, no rela­ciona­do, sobre acoso sex­u­al, fue hal­la­do cul­pa­ble por desaca­to y mul­ta­do con 90.000 dólares por fal­so tes­ti­mo­nio. El Con­gre­so, no obstante, lo absolvió de todos los car­gos de per­ju­rio, lo que le per­mi­tió per­manecer en el cargo.