Al despertar siente los huesos entumecidos y un ligero dolor en la espalda, pero también un penetrante olor a musgo fresco, a agua, al rocío de la mañana. Está tumbado sobre un lecho de hierba y arena, en la orilla de una laguna rodeada de montañas. La laguna es de un verde intenso, profundo; las montañas, azules, casi violetas. Sus botas están llenas de polvo; sus guantes, adheridos a los dedos como una segunda piel. Tiene la cara cubierta de grasa, de humo, y la marca de sus gafas de aviador le dibuja en torno a los ojos el contorno de una extraña máscara. No sabe cómo ha llegado hasta aquí, ni desde dónde, ni desde cuándo.
Se incorpora lentamente y se acerca hasta el agua, hipnotizado por la danza silenciosa de los zapateros, los brillos del sol, el vaivén tranquilo de las algas, el vuelo indescifrable de una libélula, el leve zumbido de un insecto en la hierba, el zumbido igual de leve, de pronto, de la máquina, oxidada, exhausta, desamparada.
El agua está helada y le hace tiritar, pero el sol le calienta la piel. Mientras se secan sus ropas, desnudo, estudia la máquina con atención. Aprieta tuercas, ajusta cables, encaja, corta, une, repara.
El atardecer llega como un escalofrío, los tonos verdes se vuelven oscuros, misteriosos, densos. Las montañas se difuminan en la oscuridad, el cielo se acerca. Entra en la máquina y cierra los ojos. Hora de partir. No sabe a dónde, no sabe a cuándo.
Todo cambia, pero nada se pierde.
Miguel Máiquez, 10/2/2014
En el relato: H. G. Wells
4 comentarios
Muy evocador, Miguel, me ha gustado mucho
Gracias, Ilde. ¡Y qué placer verte por aquí! 🙂
Hermoso !!! me resultó atrapante su lectura !!!
Muchas gracias, Benita Isabel. ¡Me alegro!