—Vaya, Owens, ¡esta noche sí que no te esperaba!
—¿Y por qué no?
—Bueno, pensé que estarías celebrándolo en el parque Grant…
—¿Obama? Sí, hay bastante gente ahí afuera…
—¿Bastante gente? Cristo bendito, Owens, ¡está medio Chicago en la calle!
—Sí, bueno…
—¿Vienes de correr?
—¿Tú qué crees, Luz? ¿Te parece este chándal sudado mi traje de los domingos? Ya sabes, llueva o nieve…
—… Haga frío o haga calor… Sí, sí, ya sé. En fin, ¿qué te pongo?
—Uno especial, por favor. Y bien grande, que estoy hambriento.
—¿Cerveza?
—Por supuesto.
—Marchando perrito especial y cerveza, pues.
—Dime una cosa, Luz, ¿cuánto hace que no sales? A correr, digo.
—Oh, ya ni me acuerdo. Estoy demasiado viejo, Owens.
—Eso no importa, y lo sabes.
—Ya no me apetece. No tengo ganas.
—¿Por qué no te vienes mañana conmigo? A primera hora, por la orilla del lago. Antes de que abras. Y luego venimos aquí y me invitas a desayunar.
—No sé…
—Anímate, hombre.
—El lago está siempre hasta arriba de gente. No me gusta tener que ir esquivando niñatos con los trastos esos en las orejas y ejecutivos panzones.
—Mañana van a estar todos de resaca, no te preocupes.
—Me lo pienso, ¿vale?
—Muy bien, así me gusta.
—Dime una cosa tú, Owens, ¿por qué no estás en el parque esta noche?
—¿Y por qué debería estar?
—No sé, es una noche histórica y todo eso, ¿no? Tú mejor que nadie…
—Yo mejor que nadie, qué.
—¿No te gusta Obama?
—Ni me gusta ni me deja de gustar. Todavía no ha hecho nada. Cuando haga algo, ya hablaremos.
—No seas tan duro, Owens, hombre.
—No soy duro, Luz. Es lo que hay. Además, también he pasado por el parque…
—Ya me parecía a mí.
—¿Qué te parecía a ti?
—Te brillaban los ojos, amigo, al entrar.
—Por el frío.
—No hace frío.
—Ponme otra, anda.
—Sí, señor.
—Entonces, qué, ¿te animas o no?
—Qué demonios. ¿A las seis y media?
—Perfecto.
El estadounidense Jesse Owens logró cuatro medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936. Su hazaña tuvo especial significado al tratarse del triunfo de un atleta de raza negra en una competición que había sido orquestada por el régimen nazi para mostrar al mundo la supuesta superioridad de la raza aria. Adolf Hitler se negó a estrechar su mano, lo que no impidió que Owens fuese aclamado por los más de 100.000 alemanes que abarrotaban el estadio.
Paradójicamente, durante su estancia en Alemania Jesse Owens pudo viajar y hospedarse en los mismos lugares que los blancos, algo que todavía no era posible en su propio país: «Cuando volví a mi país natal, después de todas las historias sobre Hitler, no pude viajar en la parte delantera del autobús. Volví a la puerta de atrás. No podía vivir donde quería. No fui invitado a estrechar la mano de Hitler, pero tampoco fui invitado a la Casa Blanca a dar la mano al presidente». Después de los Juegos, Owens trabajó como relaciones públicas y, durante varios años, fue pinchadiscos de jazz en Chicago, ciudad en la que pasó el resto de su vida.
Carl Ludwig ‘Luz’ Long sólo ganó una medalla (de plata) en los Juegos de Berlín, pero acabó convirtiéndose en un ejemplo para el mundo. Alemán, blanco, rubio y de ojos azules, Long era, además de un magnífico deportista, el paradigma del atleta ario que buscaba Hitler. En las series clasificatorias de salto de longitud, Owens, que acababa de ganar el oro en los 100 metros, había hecho ya dos nulos y tenía a los jueces en su contra. Fue entonces cuando Long, que competía directamente con él y tenía en sus manos la revancha ansiada por el régimen nazi, se le acercó y, ante los ojos de todo el estadio, le aconsejó que calculase mejor su salto para no volver a pisar la tabla. Owens siguió su consejo, se clasificó y, al día siguiente, obtuvo una nueva medalla de oro. El alemán ganó la de plata. Long moriría siete años después, durante la Segunda Guerra Mundial, tras la invasión aliada de Sicilia.
Miguel Máiquez, 22/12/2008
En el relato: Jesse Owens, Luz Long
Foto superior: Jesse Owens, durante los Juegos Olímpicos de 1936
2 comentarios
Pero dime una cosa ¿el perrito era el típico perrito de Chicago, o uno normal? 🙂
Estupenda historia, 9:30. Como siempre.
El típico perrito de Chicago, por supuesto. Dicen que es incomparable…
Muchas gracias. Como siempre.