Más de cinco años de investigación, miles de euros gastados y de kilómetros recorridos, pensiones de mala muerte en medio mundo, decenas de entrevistas a chaperos, putas, aristócratas, políticos y pretendientes al trono, fetichistas, maníacos, sacerdotes, psiquiatras, historiadores y escritores, forenses, cirujanos, policías… Encuentros sórdidos en callejones, grandes cenas en palacios decadentes, conferencias, sobornos, chantajes, horas y horas de grabación en mi viejo magnetófono, notas, fichas, cuadernos, incontables noches en vela dejándome los ojos en internet… Más de cinco años de búsqueda hasta debajo de las piedras, de desesperación, de vuelta a empezar…
Y, de pronto, una mañana cualquiera, una mañana sin más, suena el móvil y es él. Sé que es él antes incluso de que empiece a hablar. No tengo la más mínima duda. Y un sudor frío me recorre la espalda de arriba a abajo.
—¿Qué quieres de mí? —dice.
—Una entrevista —respondo—. Tan sólo una entrevista.
Y luego silencio, un silencio tan largo que llego a preguntarme si no estaré soñando aún, apaciblemente dormido junto al cuerpo de mi esposa, en lugar de a tan sólo un paso de atravesar las puertas del infierno.
—De acuerdo.
Los días siguientes los paso como en trance, invadido a partes iguales por la anticipación de la gloria periodística que me espera y por el terror de quien va a verse las caras con una auténtica encarnación del mal.
Apenas salgo de mí mismo. Tengo todo el tiempo del mundo, no necesito documentarme. Nadie, probablemente ni siquiera él mismo, sabe tanto de él como yo. Conozco de memoria las preguntas que voy a hacerle, las conozco desde hace más de cinco años.
La cita es en Londres. Whitechapel. Al final, por supuesto, el asesino siempre vuelve al lugar del crimen. Así que tengo que hacer una maleta, despedirme de mi esposa y coger un avión.
Hago todo el trayecto intentando poner la mente en blanco, pero no soy capaz. Trato entonces de concentrarme en el rostro de mi mujer, pero su expresión dulce y confiada se contamina enseguida con las imágenes de las otras cinco caras femeninas, aterradas y descompuestas en el umbral de la muerte: Mary Ann Nichols, el viernes 31 de agosto de 1888; Annie Chapman, el sábado 8 de septiembre; Elizabeth Stride y Catherine Eddows, el domingo 30 de septiembre; Mary Jane Kelly, el viernes 9 de noviembre…
Ya en Londres, paso tres días deambulando sin rumbo por las calles, catatónico.
La noche anterior a la cita me meto en un bar y bebo hasta que lo cierran. Abotargado por el alcohol vuelvo caminando hacia mi hotel, tratando de imaginar la suciedad y la miseria, la pobreza absoluta del barrio hace 120 años. No puedo. La invasión mental comienza de nuevo. Un carnicero metódico: primero, el corte en la garganta, siempre de izquierda a derecha; después, la mutilación abdominal, salvaje y precisa, y por último, no siempre, la extracción de órganos internos.
Llego al hotel, es muy tarde. Subo directamente a mi habitación, me desnudo, me lavo los dientes, me siento en la cama. Temo a las pesadillas, decido no dormir. Enciendo el televisor, registro el minibar… Finalmente trato de darle una definición a lo que estoy sintiendo: Excitación, sí; orgullo profesional, desde luego; miedo y curiosidad, también… Pero el sentimiento dominate, sin embargo, tiene un un nombre muy concreto. Lo que siento es vértigo. Siento esa clase de vértigo que, en el fondo, no es más que una forma de atracción irresistible hacia lo que sabemos que puede matarnos. No nos da miedo el vacío del precipicio, sino el hecho de que podríamos dar un paso y…
Lo que siento es la seducción del mal, el aliento del diablo en la nuca.
Cuando al fin amanece soy plenamente consciente de que acudir a esa entrevista será como dejar entrar al asesino en mi salón, como escupir sobre las tumbas de Mary Ann, de Annie, de Elizabeth y de Catherine, de Mary Jane. Comprendo al fin que no va a ser una entrevista, sino una resurrección. La fama, el dinero, la gloria, el ego… Tal vez sean esas las puertas por las está a punto de entrar Satanás en mi casa; mi casa, donde también vive mi mujer.
Ahora son ya las ocho y media de la mañana. Acabo de descorrer las cortinas y entra el sol por la ventana. Hay un vuelo de vuelta dentro de un par de horas.
Púdrete Jack, quien quiera que seas. Púdrete en el olvido. A mí me esperan en casa.
Miguel Máiquez, 12/12/2008
En el relato: Jack el Destripador
3 comentarios
Jajajajaja.…!
😉
Muy bueno! Lastima que no tengas el boton «me gusta» para haber abusado de el…
¡Muchas gracias, Adwoa! Me doy por gustado… ¡Desde Etiopía! 🙂 No me había dado cuenta de lo del botón, es verdad… Si te sirve de consuelo, hay uno de esos de compartir 😉