Esta mañana, como cada viernes, he ido a visitar a Holmes. Sin duda, el más difícil, enigmático, fascinante, encantador y puñetero de todos mis pacientes. Por lo menos hoy no estaba drogado. ¿O sí?
Sus cambios de humor son cada vez más frecuentes, aunque tal vez no sea más que una fase. De momento, continúa con su deriva habitual entre el hastío total de quien parece haber entrevisto la última verdad del absurdo del Universo, y el éxtasis casi infantil, absoluto, que le produce contemplar, por ejemplo, el milagro de las flores en su ventana.
Me sigue preocupando mi incapacidad para poner la necesaria distancia profesional con él, para verle simplemente como lo que, en el fondo, es: un ser humano más. Es difícil ignorar su aureola de genio, la onda expansiva que proyecta la inaudita brillantez de su mente, ese atributo que lleva adherido a su persona como un traje a medida, como una segunda piel, perfectamente encajado en su cuerpo decrépito. Y el resultado es que, a menudo, no puedo evitar sentir hacia él un rechazo instintivo, un prejuicio inexcusable, que me lleva a pensar que lo único que tengo ante mí es un payaso arrogante y afectado, elitista, maniático y ególatra; un pobre diablo atrapado en el infierno de su propia imagen.
O quizá sea que la evidente falta de intimidad que existe entre nosotros ha acabado dañando, también, mi propio ego. Mi obvia condición de objeto en lugar de sujeto. Porque dudo mucho que me dedique algún pensamiento desde que me pierde de vista hasta que aparezco otra vez por la puerta una semana después.
Debería reseñar también que en las últimas dos o tres sesiones me ha parecido advertir en él un cierto abatimiento, como una tristeza profunda, que asoma por entre las rendijas de su impresionante coraza mental.
¿Ha empezado a pesarle ya la carga de su inmortalidad? ¿Le falta valor para suicidarse, o simplemente considera la opción demasiado vulgar?
Tal vez le están alcanzando al fin las sombras de su pasado, ese pasado del que no he logrado arrancarle ni una palabra aún: la forma en que adquirió el don de la vida eterna, las circunstancias que le llevaron a acabar pidiendo el ingreso voluntario en el psiquiátrico, tras más de un siglo dado por muerto…
Lo que veo claro, y cada vez más, es que no hallará paz mientras siga alimentando sus misterios.
Ni él, ni yo.
Miguel Máiquez, 18/9/2009
En el relato: Sherlock Holmes
2 comentarios
No lo he leído hasta hoy. Ahora sé porqué siento en mi interior este laberinto de sentimientos que me corroe a veces: ¡Es un misterio!.Gracias.
P.D.:Ya eres un condenado escritor.
Hola Miguel, me encanta el segundo párrafo, ¿estaré yo también loco!? Por cierto, ¿recibes mis mails? un abrazote, Javi