Querido papá:
Tim (la semana que viene cumple ya dos años, ¿te lo puedes creer?) no paraba de llorar anoche. Lo intenté todo, cogerle, darle un biberón, cantarle, dejarle solo un rato, acariciarle el pelo… Imposible. No sé qué habría en su cabecita, pero no recuerdo una noche tan mala desde que nació, y eso que ha tenido unas cuantas…
Y de pronto me acordé de mi osito, mi osito de peluche. ¿Te acuerdas tú? Ni siquiera estaba segura de tenerlo aún, con tanta mudanza, pero, de estar en algún sitio, sabía que estaría en el desván. Así que dejé a Tim con su llanto desconsolado y subí a buscarlo, pero no lo encontré.
Lo que encontré, metida entre las páginas de uno de mis viejos cuadernos escolares, fue esta foto, la foto que te mando con esta carta. No la había visto desde hacía años, desde que era niña, tal vez. Ni siquiera recordaba que existía… ¡Y ha estado siempre ahí, conmigo! No me extrañaría que la hubieses metido tú entre mis cosas, sin que me diera cuenta, la primera vez que me fui de casa, cuando me vine a vivir a Chicago. ¿Lo hiciste?
El caso es que me quedé allí sentada, en el suelo, con la foto en la mano, como una boba. Tim había dejado de llorar, agotado. Ahora la que estaba llorando era yo.
Dios mío, papá, ¿quién nos hizo esa foto? No está Jem ¿Fue él? No recuerdo que tuviéramos una cámara… ¿La señora Atkinson? A mí me gusta pensar que nos la hizo mamá, aunque sé perfectamente que ya no estaba con nosotros.
Es una foto preciosa… ¡Estás tan guapo! Y yo… ¿Estaba enfadada, como siempre? Debo de tener unos seis años… La verdad es que me veo a mí misma y me asombra pensar que he sido niña alguna vez. Ya ves. ¿Cuándo empecé a enterrar recuerdos? ¿Cuándo dejé de maravillarme por todo? Sé que ninguno de nosotros podremos olvidar jamás aquel verano, y aún así, qué lejos parece todo ahora, qué lejos parecen estar esta ciudad, el trabajo y el día a día de todo lo que esta foto me evoca. La luna entrando por la ventana de nuestro cuarto, la limonada en el porche, los grillos, los juegos, el calor de tu abrazo…
No me entiendas mal, soy muy feliz con mi vida. Los niños me recargan el alma cada día (aunque no duerma), y sabes que me encanta mi trabajo. Además, estoy enamorada de esta ciudad, el torbellino, el caos, la gente, los edificios… No podría vivir sin todo esto, no podría volver, me ahogaría.
Supongo que, simplemente, te echo de menos. Esa es la razón por la que te escribo, papá. Sé que no te lo he dicho nunca en todos estos años, pero te lo digo ahora: ¿Por qué no te vienes a vivir conmigo, con nosotros? En casa hay sitio de sobra, y los niños te adoran. Además, ¡me serías de gran ayuda con ellos!
Sé que vas a decir que no, que tu sitio está allí, que esa es tu casa, y tu gente, y tus recuerdos. Lo sé, y está bien, de verdad. Pero quería decírtelo de todos modos. Decirte que te echo de menos, que siempre vas a ser bienvenido, que te quiero, que me conformaría con llegar a ser para mis hijos un ejemplo la mitad de bueno del que has sido tú para Jem y para mí.
Esta noche, por cierto, viene Jem a cenar. Le enseñaré la foto (he hecho dos copias esta misma mañana, una para él y otra para mí). Ya le estoy viendo enfurruñarse: ¿Y yo? ¿Dónde estoy yo? ¿Por qué no salgo yo?
Abriremos una botella de vino a tu salud.
Cuídate mucho, papá, ¿vale?
Un beso.
Scout
Miguel Máiquez, 13/12/2008
En el relato: Atticus Finch, Scout Finch