¿Qué es el ‘big data’ y para qué sirve?

«Los fru­tos de la sociedad de la infor­ma­ción están bien a la vista, con un telé­fono móvil en cada bol­sil­lo, un orde­nador portátil en cada mochi­la, y grandes sis­temas de tec­nología de la infor­ma­ción fun­cio­nan­do en las ofic­i­nas por todas partes. Menos lla­ma­ti­va resul­ta la infor­ma­ción en sí mis­ma. Medio siglo después de que los orde­nadores se propa­garan a la may­oría de la población, los datos han empeza­do a acu­mu­la­rse has­ta el pun­to de que está suce­di­en­do algo nue­vo y espe­cial. No solo es que el mun­do esté sumergi­do en más infor­ma­ción que en ningún momen­to ante­ri­or, sino que esa infor­ma­ción está cre­cien­do más deprisa. El cam­bio de escala ha con­duci­do a un cam­bio de esta­do. El cam­bio cuan­ti­ta­ti­vo ha lle­va­do a un cam­bio cual­i­ta­ti­vo. Fue en cien­cias como la astronomía y la genéti­ca, que exper­i­men­ta­ron por primera vez esa explosión en la déca­da de 2000, donde se acuñó el tér­mi­no big data, ‘datos masivos’. El con­cep­to está trasladán­dose aho­ra hacia todas las áreas de la activi­dad humana».

El pár­rafo ante­ri­or pertenece al libro Big Data, la rev­olu­ción de los datos masivos, escrito por el pro­fe­sor de reg­u­lación y gestión de inter­net en la Uni­ver­si­dad de Oxford Vik­tor May­er-Schön­berg­er y por el peri­odista de The Econ­o­mist Ken­neth Cuki­er, y pub­li­ca­do en 2013, hace ya cin­co años. Des­de entonces, el uso de los macrodatos, datos masivos, inteligen­cia de datos o datos a gran escala (las diver­sas for­mas en que se suele tra­ducir el tér­mi­no inglés big data, lit­eral­mente, «grandes datos») no ha deja­do de crecer.

Gra­cias a todo lo que gen­er­amos y com­par­ti­mos, espe­cial­mente en las redes sociales y a través de inter­net, cada vez hay más y más datos disponibles (y acce­si­bles), y cada vez se emplean más esos datos, en com­bi­nación con los algo­rit­mos, y en cualquier cam­po imag­in­able, des­de la inves­ti­gación­cien­tí­fi­ca,la sanidad o la edu­cación, has­ta el mar­ket­ing, el peri­odis­mo, o, por supuesto, la políti­ca. Es la enorme can­ti­dad de datos que reco­gen y proce­san platafor­mas como Google lo que per­mite que su bus­cador nos cor­ri­ja cuan­do intro­duci­mos un tér­mi­no mal escrito y nos de ideas sobre lo que esta­mos bus­can­do, o que su tra­duc­tor sea más pre­ciso cuan­to más se utilice.

Ama­zon, por pon­er otro ejem­p­lo, no sería lo que es sin la min­ería de datos masi­va que le per­mite estable­cer los patrones de com­pra de un usuario, cruzar­los con los datos de com­pra de otro, y crear así anun­cios per­son­al­iza­dos. Y algu­nas de las mejores his­to­rias peri­odís­ti­cas recientes han sali­do, tam­bién, del análi­sis y la inter­pretación de mon­tañas de datos. Una encues­ta de 2016 real­iza­da por la Euro­pean Pub­lic Rela­tions Edu­ca­tion and Research Asso­ci­a­tion (Eupre­ra) rev­e­la­ba que el 72% de los pro­fe­sion­ales de la comu­ni­cación creen que el big datacam­biará la pro­fe­sión periodística.

Del censo a la lucha contra el cáncer

En 2014, el Insti­tu­to Nacional de Estadís­ti­ca (INE) anun­ció que, por primera vez, iba a com­bi­nar mapas inter­ac­tivos con análi­sis de big data para la con­sul­ta del cen­so por áreas geográ­fi­cas has­ta el detalle de los bar­rios, algó que cal­i­ficó como «la operación estadís­ti­ca de may­or enver­gadu­ra» de esta insti­tu­ción en los últi­mos diez años.

Has­ta entonces, el des­glose del cen­so por áreas pobla­cionales solo se recogía en tablas alfanuméri­c­as. El cam­bio suponía vol­car­lo en un Sis­tema de Infor­ma­ción Geográ­fi­ca (GIS por sus siglas en inglés), para poder visu­alizar toda la infor­ma­ción cen­sal en mapas que incor­po­ran y proce­san estas capas de datos. A través de la web ofi­cial del INE, aho­ra se tiene acce­so a un mapa de España en el que se pueden efec­tu­ar dis­tin­tos tipos de con­sul­ta, obten­er indi­cadores pre­definidos para una selec­ción geográ­fi­ca deter­mi­na­da, con­sul­tar mapas temáti­cos o trans­ferir la selec­ción geográ­fi­ca real­iza­da a un sis­tema de con­sul­ta de los datos en tablas. Todo, gra­cias al proce­samien­to de datos masivos.

Los macrodatos están adquirien­do asimis­mo un papel clave para el desar­rol­lo de la med­i­c­i­na per­son­al­iza­da, y se pre­vé que lo hagan tam­bién a medio pla­zo en el descen­so de la mor­tal­i­dad por cáncer y en el con­trol del gas­to san­i­tario. En este sen­ti­do, el pasa­do mes de abril, los oncól­o­gos par­tic­i­pantes en el XIV Sim­po­sio Abor­da­je Mul­ti­dis­ci­pli­nar del Cáncer desta­ca­ban cómo la adaptación de los hos­pi­tales a la era dig­i­tal, suma­da a la apari­ción de nuevas téc­ni­cas diag­nós­ti­cas, han con­duci­do a un auge del big data en el sec­tor oncológico.

Según señal­a­ba a la agen­cia Efe el doc­tor Alfre­do Car­ra­to, jefe de Ser­vi­cio de Oncología Médi­ca del Hos­pi­tal Uni­ver­si­tario Ramón y Cajal de Madrid, «gra­cias a la informa­ti­zación de los hos­pi­tales disponemos de una ingente base de datos clíni­cos y mol­e­c­u­lares». «Su ade­cua­do análi­sis y proce­samien­to bioin­for­máti­co per­mi­tirá una aprox­i­mación diag­nós­ti­ca más pre­cisa y un mejor conocimien­to de la biología tumoral y de los resul­ta­dos de las dis­tin­tas estrate­gias de tratamien­to, así como cono­cer resul­ta­dos de tratamien­to de tumores raros y las áreas de mejo­ra para una mejor plan­i­fi­cación san­i­taria», agregaba.

«El límite es nuestra imaginación»

«No hay ningún sec­tor donde no exista posi­bil­i­dad de sacar par­tido del gran vol­u­men de infor­ma­ción que se gen­era en la sociedad», explic­a­ba este mis­mo martes San­ti­a­go Bol­laín, direc­tor gen­er­al para Pymes en España de IBM, en el Cam­pus Exec­u­tive de Valèn­cia, un even­to orga­ni­za­do por el diario Lev­ante. «La tec­nología ha lle­ga­do a tal pun­to que podemos decir que el límite es nues­tra imag­i­nación», añadía.

Mar­tin Hilbert, doc­tor en Cien­cias Sociales y en Comu­ni­cación en la Uni­ver­si­dad de Cal­i­for­nia, cal­culó que en 2014 el mun­do gen­eró unos 5 zettabytes (un zettabyte es un 1 segui­do de 21 ceros) de infor­ma­ción. «Si pusiéramos todo eso en libros, con­vir­tien­do las imá­genes y otros ele­men­tos en su equiv­a­lente en letras, se podrían hac­er 4.500 pilas dis­tin­tas de libros que lle­garían has­ta el sol»,explic­a­ba. Tenien­do en cuen­ta que la can­ti­dad de infor­ma­ción crece a un rit­mo expo­nen­cial, y que «se dupli­ca cada dos años y medio, aho­ra [2017] prob­a­ble­mente son ya 10 zettabytes».

Todos esos datos se gen­er­an de múlti­ples for­mas. Los creamos cada vez que envi­amos un correo elec­tróni­co (más de 200 mil­lones cada min­u­to en todo el mun­do) o un men­saje por What­sApp, cada vez que pub­li­camos algo en Face­book o en Twit­ter, cada vez que bus­camos algo en Google, o cada vez que respon­demos a una encues­ta. Tam­bién creamos datos al efec­tu­ar transac­ciones financieras o sim­ple­mente nave­gan­do por inter­net, algo esen­cial para las her­ramien­tas de seguimien­to uti­lizadas por los anunciantes.

Y luego están los datos que com­parten máquinas entre sí, al recopi­lar y proce­sar la infor­ma­ción que reco­gen, por ejem­p­lo, sen­sores de tem­per­atu­ra, de luz, de altura, de pre­sión, de sonido… Los telé­fonos móviles envían peti­ciones de escucha wifi a todos los pun­tos de acce­so con los que se cruzan, y eso son datos que per­miten estable­cer la ruta que ha segui­do un dis­pos­i­ti­vo (es decir, su dueño), algo que cualquier usuario de Google Maps sabe bien. Eso, sin con­tar con los datos que provienen de las fuerzas de seguri­dad y defen­sa y de los ser­vi­cios de inteligen­cia (lec­tores bio­métri­cos como escáneres de reti­na, escáneres de huel­las dig­i­tales, lec­tores de cade­nas de ADN, etc.).

Riesgos y desafíos

Todo esto con­ll­e­va, obvi­a­mente, ries­gos, empezan­do por el uso que se hace de esos datos en relación con la pri­vaci­dad, pero tam­bién con la capaci­dad de manip­u­lar la infor­ma­ción para influir, por ejem­p­lo, en el resul­ta­do de unas elec­ciones; para favore­cer los intere­ses de las empre­sas con más capaci­dad para mane­jar esa infor­ma­ción; o inclu­so para estable­cer con­clu­siones que puedan acar­rear con­se­cuen­cias penales.

Una de las claves a este respec­to es el papel que jue­gan las empre­sas espe­cial­izadas en com­er­ciar con esos datos (los lla­ma­dos corre­dores de datos), uno de cuyos prin­ci­pales ejem­p­los es la esta­dounidense Acx­iom, una com­pañía que recoge, anal­iza y vende a sus clientes infor­ma­ción, que estos uti­lizan después para, entre otras cosas, gener­ar anun­cios per­son­al­iza­dos. En 2012, el diario The New York Times pub­licó que la fir­ma poseía la may­or base com­er­cial de datos del mun­do, con un prome­dio de 1.500 piezas de infor­ma­ción de más de 500 mil­lones de con­sum­i­dores. Y des­de entonces han pasa­do ya seis años.

Tan­to Acx­iom, que pro­por­ciona datos de con­sum­i­dores de EE UU, el Reino Unido, Fran­cia, Ale­ma­nia y Aus­tralia, como Epsilon,Oracle Data Cloud,Experian, Tran­sUnion y otras empre­sas del sec­tor, pueden verse seri­amente afec­tadas por el reciente anun­cio de Face­book de que dejará de coop­er­ar, de momen­to, con todos los recopi­ladores de datos ajenos, a raíz del escán­da­lo por la fil­tración a Cam­bridge Ana­lyt­i­ca.

El factor humano

Los desafíos del big data tam­poco son pequeños. La can­ti­dad de datos crece a un rit­mo mucho may­or que nues­tra capaci­dad para proce­sar­los, no ya como seres humanos, que quedó rebasa­da hace mucho, sino inclu­so medi­ante la tec­nología, por más que sea cier­to el ejem­p­lo clási­co de que un smart­phone actu­al tiene más capaci­dad de cóm­puto que la NASA cuan­do el ser humano llegó a la Luna. Eso nos obliga a con­fi­ar cada vez más en sis­temas rela­ciona­dos con la inteligen­cia arti­fi­cial, al tiem­po que exige más y mejores mecan­is­mos de control.

Por últi­mo, existe, además, un prob­le­ma de orden más filosó­fi­co, que se plantea ante el reto de estable­cer un límite a la per­cep­ción de que cualquier con­duc­ta humana es explic­a­ble, y pre­deci­ble, a par­tir del análi­sis de datos masivos.

En una entre­vista con­ce­di­da a eldiario.es con moti­vo de la apari­ción de su men­ciona­do libro, Vik­tor May­er-Schön­berg­er dis­tin­guía, en este sen­ti­do, entre la causal­i­dad (relación entre causa y efec­to) y la cor­relación: «Como humanos esta­mos con­fig­u­ra­dos para bus­car causal­i­dades, pero nece­si­ta­mos darnos cuen­ta de que las cor­rela­ciones a menudo ofre­cen infor­ma­ción valiosa y son mucho más fáciles de iden­ti­ficar com­para­das con la causal­i­dad real. A menudo pen­samos que cono­ce­mos las causas de cier­tas cosas pero no es así real­mente, y esto es peor que no cono­cer la causa en abso­lu­to. Así es que nece­si­ta­mos ten­er humil­dad cuan­do pen­samos en la causal­i­dad, y estar prepara­dos para acep­tar las correlaciones».

El fin del pacto con Irán, otro clavo de Trump en el ataúd del legado de Obama

Don­ald Trump no ha ocul­ta­do nun­ca su inten­ción de rever­tir has­ta donde le fuese posi­ble las ini­cia­ti­vas impul­sadas y pues­tas en mar­cha por su pre­de­ce­sor en la Casa Blan­ca. Des­de que asum­ió la pres­i­den­cia el 20 de enero de 2017, el mag­nate ha inten­ta­do mod­i­ficar, o direc­ta­mente elim­i­nar, los prin­ci­pales logros de Barack Oba­ma, incluyen­do algunos de los más emblemáti­cos, como los referi­dos a la sanidad o el medio ambi­ente. Trump no es, des­de luego, el primer man­datario que tra­ta de cor­re­gir el lega­do recibido, tan­to en Esta­dos Unidos como en cualquier otro país, pero pocos lo han hecho de un modo tan sis­temáti­co y tan poco sutil.

En este sen­ti­do, el anun­cio hecho esta sem­ana por el pres­i­dente de que EE UU aban­dona el pacto nuclear alcan­za­do con Irán puede inter­pre­tarse como un nue­vo paso en lo que algunos exper­tos han definido como políti­ca neg­a­ti­va de Trump, más ori­en­ta­da a destru­ir lo ante­ri­or que a pro­pon­er novedades o mejo­rar lo alcanzado.

El acuer­do con Irán, fir­ma­do por Rusia, Chi­na, el Reino Unido, Fran­cia y Ale­ma­nia, además de por Wash­ing­ton y Teherán, fue con­segui­do tras largas y duras nego­cia­ciones durante la ante­ri­or Admin­is­tración esta­dounidense, con un fuerte coste políti­co para Oba­ma, quien tuvo que enfrentarse a una enorme pre­sión, no solo parte del Par­tido Repub­li­cano, sino tam­bién de tradi­cionales ali­a­dos de EE UU en la región, como Ara­bia Saudí y, espe­cial­mente, Israel (jun­to con el poderoso lob­by pro israelí en Washington).

‘America First’

Nada más asumir el car­go, en su primera jor­na­da de tra­ba­jo, Trump fir­mó una orden ejec­u­ti­va (ven­drían muchas más después, todas ellas rubri­cadas de for­ma teatral ante las cámaras) para sacar a EE UU del Acuer­do Transpací­fi­co de Coop­eración Económi­ca (TPP, por sus siglas en inglés), un trata­do impul­sa­do por Oba­ma y que EE UU había alcan­za­do jun­to con otros 11 países.

La decisión se enmar­ca­ba en la nue­va políti­ca pro­tec­cionista de la Casa Blan­ca (Amer­i­ca First, Esta­dos Unidos primero), que lle­varía pos­te­ri­or­mente a Wash­ing­ton a forzar la rene­go­ciación del Trata­do de Libre Com­er­cio de Améri­ca del Norte (TLCAN) con Canadá y Méx­i­co, y a impon­er arance­les a las importa­ciones de acero y alu­minio, así como altas tasas a pro­duc­tos chi­nos.

Algu­nas de estas deci­siones com­er­ciales están aún en sus­pen­so (en abril el Gob­ier­no esta­dounidense afir­mó que se esta­ba plante­an­do volver al TPP porque «cree en el libre com­er­cio», las espadas de la nego­ciación del TLCAN siguen en alto, y los arance­les del met­al a la UE y otros país­es no se han mate­ri­al­iza­do todavía), pero el efec­to pub­lic­i­tario, espe­cial­mente de cara a su base elec­toral, ya se ha conseguido.

Adiós a París

Más defin­i­ti­va fue la que quizá haya sido, jun­to con la rup­tura uni­lat­er­al del pacto iraní, su decisión inter­na­cional más trascen­den­tal has­ta aho­ra: la sal­i­da de Esta­dos Unidos del Acuer­do de París sobre el cam­bio climáti­co, en junio de 2017.

Al aban­donar el trata­do, Trump anun­ció que EE UU «cesará todas las imple­menta­ciones» de sus com­pro­misos climáti­cos en el mar­co de París «a par­tir de hoy», lo que incluye la meta prop­ues­ta por Oba­ma de reducir para 2025 las emi­siones de gas­es de efec­to inver­nadero entre un 26% y un 28% respec­to a los nive­les de 2005.

El acuer­do, dijo el man­datario, fue «nego­ci­a­do mal y con deses­peración» por el Gob­ier­no de Oba­ma, «en detri­men­to» de la economía y el crec­imien­to de EE UU. Después, la famosa frase: «He sido elegi­do para rep­re­sen­tar a los ciu­dadanos de Pitts­burgh, no de París».

Las ‘cor­reciones’ de las políti­cas de Oba­ma con respec­to al medio ambi­ente tam­bién han tenido lugar de puer­tas aden­tro. En diciem­bre del año pasa­do, por ejem­p­lo, Trump ordenó la may­or reduc­ción de tier­ras públi­cas pro­te­gi­das en la his­to­ria de EE UU, al recor­tar más de 9.200 kilómet­ros cuadra­dos en dos par­ques en Utah, una medi­da que fue alaba­da por los con­ser­vadores del esta­do y dura­mente crit­i­ca­da por ecol­o­gis­tas y tribus nati­vas. En con­cre­to, Trump ordenó reducir sus­tan­cial­mente la super­fi­cie de dos mon­u­men­tos nacionales que habían res­guarda­do tan­to Oba­ma, como Bill Clin­ton.

Además, Trump ha anun­ci­a­do per­misos para per­forar el Árti­co en bus­ca de com­bustibles fósiles, y ha reac­ti­va­do la con­struc­ción de polémi­cos oleo­duc­tos con­ge­la­dos por su ante­cesor en el cargo.

Soñadores y sanidad

Otro de los grandes cabal­los de batal­la de Trump ha sido, y sigue sien­do, la inmi­gración, y tam­bién aquí su medi­da más con­tro­ver­ti­da has­ta aho­ra (aparte de la con­struc­ción del muro en la fron­tera con Méx­i­co) es un dis­paro direc­to con­tra el lega­do de Oba­ma: la elim­i­nación del plan DACA, una ini­cia­ti­va aproba­da por el ante­ri­or inquili­no de la Casa Blan­ca, que pro­tege de la deportación a miles de jóvenes indoc­u­men­ta­dos que lle­garon al país sien­do menores de edad (los cono­ci­dos como dream­ers, soñadores).

De momen­to, diver­sos reveses judi­ciales con­tra el Gob­ier­no de Trump mantienen vivo el plan, y el pro­pio pres­i­dente ha sido ambiguo sobre quién se vería afec­ta­do exac­ta­mente, al tiem­po que es con­sciente del val­or del DACA como mon­e­da de cam­bio en la nego­ciación que mantiene con el Con­gre­so sobre su políti­ca migra­to­ria (y el dinero que nece­si­ta para su muro).

Sin aban­donar la políti­ca inte­ri­or, la otra gran obsesión ‘anti-Oba­ma’ de Trump es el sis­tema de pro­tec­ción san­i­taria puesto en mar­cha por su pre­de­ce­sor, la nor­ma cono­ci­da como Oba­macare. Tum­bar­la fue una de sus prome­sas elec­torales estrel­la, y el mag­nate neoy­orquino no se ha ren­di­do aún, pero has­ta aho­ra no ha con­ta­do con el apoyo sufi­ciente en el Con­gre­so para derog­ar y reem­plazar la reforma.

El pasa­do mes de sep­tiem­bre, la oposi­ción de tres senadores hizo imposi­ble apro­bar el proyec­to de ley impul­sa­do por el pres­i­dente, en el que era ya su segun­do inten­to. Días antes, no obstante, Trump anun­ció su inten­cion de asfix­i­ar el pro­gra­ma, reducien­do en un 90% los fon­dos des­ti­na­dos a pub­li­ci­dad y ayu­da para las inscrip­ciones ciu­dadanas en el mer­ca­do de seguros médi­cos de la ley.

Frenazo en Cuba

Por últi­mo, y volvien­do al exte­ri­or, Trump ha dado mar­cha atrás, o al menos ha fre­na­do en seco, con respec­to a una de las deci­siones de la ante­ri­or Admin­is­tración cal­i­fi­cadas como «históri­c­as»: la aper­tu­ra con Cuba y la pro­gre­si­va nor­mal­ización de las rela­ciones bilat­erales, tras medio siglo de hostilidades.

En un dis­cur­so pro­nun­ci­a­do el pasa­do mes de junio en Mia­mi (donde se con­cen­tra la may­or can­ti­dad de exil­i­a­dos y disidentes cubanos en EE UU), el pres­i­dente anun­ció un cam­bio, «con efec­to inmedi­a­to», de la políti­ca esta­dounidense hacia la isla, que incluye el man­ten­imien­to del embar­go com­er­cial y financiero que había empeza­do a aliviar Oba­ma, y su oposi­ción a las peti­ciones inter­na­cionales de que el Con­gre­so lo levante.

Una vez más, sin embar­go, tam­bién en el caso de Cuba es impor­tante dis­tin­guir entre las pal­abras y los hechos. Pese al lengua­je habit­u­al de cam­bios rad­i­cales emplea­do por Trump, lo cier­to es que sus medi­das no anu­lan las rela­ciones diplomáti­cas con La Habana restable­ci­das por Oba­ma, ni pro­híben las conex­iones aéreas y marí­ti­mas con la isla. De momen­to, tan solo se revisan algunos aspec­tos de la relación bilat­er­al encam­i­na­dos a reducir los pagos de esta­dounidens­es a empre­sas con­tro­ladas por mil­itares cubanos, o a aumen­tar las restric­ciones de via­jes indi­vid­uales a Cuba.

Un viaje con rostro humano a las heridas aún abiertas del franquismo

María Martín, en un fotogra­ma del doc­u­men­tal ‘El silen­cio de los otros’.

«Yo tenía seis años cuan­do fueron a por mi madre, gente del pueblo, todos los de Fran­co. La encon­traron al día sigu­iente, en la oril­la de la car­retera. No la pudieron pon­er en el cemente­rio. El pueblo no les dejó». La voz gas­ta­da de María Martín, una anciana nona­ge­nar­ia, nave­ga por sus recuer­dos mien­tras la vemos deposi­tar un ramo de flo­res jun­to al quita­miedos de una car­retera, apoy­a­da en un bastón. El con­traste entre las imá­genes que pueblan su memo­ria y la belleza de la luz de la mañana que inun­da la esce­na tiene algo de perturbador.

Del cuel­lo de María cuel­ga un medal­lón con la ima­gen de su madre, Fausti­na López González, asesina­da el 21 de sep­tiem­bre de 1936 en Bue­naven­tu­ra, un pequeño pueblo de Tole­do, durante los primeros meses de la Guer­ra Civ­il españo­la. La foto, un ros­tro en sepia de otro tiem­po al que se decidió no mirar demasi­a­do para poder seguir ade­lante, parece un antí­do­to con­tra el olvi­do, pero María no ha deja­do de recor­dar ni un solo día des­de hace más de ocho décadas. Y como el de su madre, has­ta 100.000 cadáveres per­manecen aún a la espera de ser exhuma­dos en toda España. «Este es el sitio de la fosa», cuen­ta, miran­do a la cámara, en la cune­ta, con los ojos llorosos: «Mira, allí, en esos zarza­les, tiraron las ropas». Y luego: «Qué injus­ta que es la vida… No la vida, los humanos. Somos injustos».

Almudena Carracedo y Robert Bahar
Almu­de­na Car­race­do y Robert Bahar, en el Fes­ti­val Hot Docs, en Toron­to. Foto: Julio César Rivas / Lat­tin Magazine

María Martín murió en 2014, unos años después de la grabación de esta esce­na, con la que arran­ca el doc­u­men­tal El silen­cio de los otros. Fal­l­e­ció sin haber podi­do recu­per­ar los restos de su madre, y sin haber podi­do cumplir la prome­sa que le hizo a su padre de que lo haría. Su his­to­ria es uno de los ejes de una pelícu­la, real­iza­da por la españo­la Almu­de­na Car­race­do y el esta­dounidense Robert Bahar que, a lo largo de seis años, acom­paña de for­ma ínti­ma y a la vez disc­re­ta las vidas de varias víc­ti­mas y famil­iares de víc­ti­mas del fran­quis­mo, en su batal­la por que se haga jus­ti­cia y con­tra la imposi­ción por ley del olvi­do, el perdón y el silen­cio. El doc­u­men­tal, que cuen­ta con la pro­duc­ción ejec­u­ti­va de El Deseo (la pro­duc­to­ra de Pedro y Agustín Almod­ó­var), obtu­vo el Pre­mio del Públi­co y el Pre­mio de Cine por la Paz de la Fun­dación Hein­rich Böll en el últi­mo Fes­ti­val de Cine de Berlín, y se pre­sen­tó este viernes en Toron­to, en el mar­co del Fes­ti­val Inter­na­cional de Doc­u­men­tales Hot Docs, uno de los más impor­tantes del mun­do, si no el que más, en su género.

«Se nos ha impuesto ese silen­cio, y lo hemos asum­i­do; mi gen­eración aún sabe un poco, pero la sigu­iente ape­nas conoce nada, no es parte de su memo­ria ni de sus luchas colec­ti­vas», cuen­ta a Lat­tin Mag­a­zine Car­race­do, naci­da en Madrid en ple­na tran­si­ción españo­la a la democ­ra­cia. «No es una pelícu­la sobre la Guer­ra Civ­il, ni pre­tendemos explicar la tran­si­ción; nues­tra his­to­ria es en pre­sente», añade. «Puedes bus­car infor­ma­ción en Google, pero no te puedes pon­er en el lugar del otro si no te sumerges en su his­to­ria», expli­ca, a su vez, Robert Bahar: «Nues­tra inten­ción era bucear en esas his­to­rias, en lo que se hizo invis­i­ble durante cuarenta años».

Niños robados

El doc­u­men­tal abor­da, a través de tes­ti­mo­nios y expe­ri­en­cias per­son­ales (el con­tex­to históri­co se resuelve con una voz en off en ape­nas unos min­u­tos al prin­ci­pio), tres sinies­tras caras del fran­quis­mo cuyas heri­das con­tinúan abier­tas para muchos de quienes las sufrieron y sus descen­di­entes: los desa­pare­ci­dos de la Guer­ra Civ­il, los tor­tu­ra­dos durante la dic­tadu­ra y los cien­tos de casos de niños roba­dos, arrebata­dos a sus madres nada más nac­er medi­ante fal­sos informes de defun­ción, algunos de los cuales lle­gan inclu­so has­ta comen­za­da ya la déca­da de los ochen­ta, var­ios años después de la muerte de Franco.

Los recuer­dos de los tor­tu­ra­dos y las secue­las con las que aún con­viv­en (des­de el trau­ma mis­mo de la tor­tu­ra al hecho de que, como en el caso de José María ‘Cha­to’ Galante, su tor­tu­rador, Anto­nio González Pacheco, ‘Bil­ly el Niño’, siga vivien­do impune­mente a unos cuan­tos met­ros de su casa) son des­gar­radores, como lo es tam­bién el dolor de los famil­iares de los enter­ra­dos en las cune­tas, inca­paces de poder cer­rar su due­lo tan­tas décadas después. Hay una especie de aliv­io agridulce y difí­cil de proce­sar cuan­do vemos, por ejem­p­lo, a Ascen­sión Mendi­eta, de 90 años, llo­rar ante los hue­sos medio descom­puestos de su padre, Tim­o­teo, un sindi­cal­ista fusila­do en Guadala­jara en 1939, cuyos restos pudieron ser final­mente exhuma­dos en 2017 gra­cias al pro­ce­so inter­na­cional puesto en mar­cha por la jueza argenti­na María Servini.

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José María Galante recorre las antiguas depen­den­cias poli­ciales en las que fue tor­tu­ra­do, en el doc­u­men­tal ‘El silen­cio de los otros’.

Pero es el escán­da­lo de los niños roba­dos, por lo poco cono­ci­do que sigue sien­do entre la sociedad españo­la en gen­er­al, lo que resul­ta, quizá, más impac­tante. «Empezamos a grabar intere­sa­dos por los casos de los niños roba­dos, y por el hecho de que algo así hubiese podi­do ocur­rir en España, y fue entonces cuan­do nos encon­tramos con la querel­la argenti­na», expli­ca Car­race­do. Así, el proyec­to, que no esta­ba con­ce­bido en un prin­ci­pio como espe­cial­mente largo, acabó con­vir­tién­dose en un tra­ba­jo de seis años y más de 450 horas de rodaje.

Justicia universal

La lla­ma­da querel­la argenti­na, cuya con­struc­ción, desar­rol­lo y con­se­cuen­cias nos mues­tra des­de den­tro el doc­u­men­tal, es la deman­da inter­pues­ta final­mente en el país suramer­i­cano, y dirigi­da por la jueza Servi­ni, ante el per­sis­tente silen­cio y las tra­bas legales a los que se enfrenta­ban las víc­ti­mas en su pro­pio país, como con­se­cuen­cia de la Ley de Amnistía de 1977, aún vigente. La úni­ca excep­ción que les había abier­to un camino en España, el inten­to del juez Bal­tasar Garzón de aplicar al fran­quis­mo los mecan­is­mos de jus­ti­cia uni­ver­sal que le per­mi­tieron ini­ciar el históri­co pro­ce­so con­tra el exdic­ta­dor chileno Augus­to Pinochet, acabó con el proce­samien­to del pro­pio juez.

«Es impor­tante situ­ar a España en ese con­tex­to inter­na­cional en el que después de un con­flic­to se han abier­to pro­ce­sos de inves­ti­gación, como ha ocur­ri­do en Ruan­da, Sudáfrica o Cam­boya», señala Bahar. «España, que fue pio­nera en el uso de la jus­ti­cia uni­ver­sal [en el caso Pinochet], nie­ga esa mis­ma jus­ti­cia para sus pro­pios crímenes», apun­ta Carracedo.

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Acen­sión Mendi­eta, que pudo final­mente exhumar los restos de su padre, ante los medios, en el doc­u­men­tal ‘El silen­cio de los otros’.

Hace poco más de un mes, el 20 de mar­zo, el Con­gre­so español rec­hazó, con los votos en con­tra de tres par­tidos (incluyen­do el con­ser­vador PP, en el Gob­ier­no, y el PSOE, social­ista) una refor­ma de la Ley de Amnistía que habría abier­to una vía para juz­gar los crímenes del fran­quis­mo. La refor­ma ni siquiera pre­tendía derog­ar com­ple­ta­mente la ley o abrir juicios con­tra cualquier cualquier acto políti­co cometi­do antes de 1975 que hubiese resul­ta­do en deli­to. Solo bus­ca­ba refor­mar la nor­ma para que algunos crímenes con­sid­er­a­dos imper­don­ables has­ta por Naciones Unidas, como la desapari­ción forza­da o la tor­tu­ra, pud­iesen ser juz­ga­dos. «¿Cómo puede un país como España, con insti­tu­ciones democráti­cas ya fuertes y asen­tadas, per­mi­tir este tipo de cosas?», se pre­gun­ta Carracedo.

«Existen»

El doc­u­men­tal, en cualquier caso, no es un pan­fle­to políti­co, ni pre­tende ser tam­poco un exhaus­ti­vo repa­so a la his­to­ria reciente de España. Es, al final, algo mucho más humano. Y esa intim­i­dad que des­ti­la (se lle­ga a olvi­dar que hay una cámara rodan­do) no habría sido posi­ble de no ser por, como expli­can sus pro­pios real­izadores, dos fac­tores fun­da­men­tales: el mucho tiem­po que pasaron con los pro­tag­o­nistas y sus famil­ias, y la sen­cillez de los medios téc­ni­cos que utilizaron.

«Éramos tan solo yo con la cámara y Robert con el sonido, y eso fue cre­an­do una con­fi­an­za espe­cial», expli­ca Car­race­do. «La primera vez que grabas todo es más con­sciente, pero después de trein­ta veces esa bar­rera desa­parece», añade. De hecho, tan­to ella como Bahar siguen en con­tac­to con muchas de las per­sonas que apare­cen en el filme: «Quince de ellos esta­ban con nosotros en el estreno», cuen­ta Bahar: «Fue muy emo­cio­nante cuan­do el públi­co empezó a aplaudir, y ellos pudieron sen­tir que su his­to­ria está viva, que, al fin, existen».

El hecho de que los acon­tec­imien­tos fue­sen incor­porán­dose a la pelícu­la a medi­da que se iban pro­ducien­do otor­ga además al doc­u­men­tal un drama­tismo espe­cial. «No sabíamos qué iba a suced­er después, o cómo iban a acabar, por ejem­p­lo, los pro­ce­sos judi­ciales», señala Bahar. A lo largo de los años que tran­scur­ren en la pelícu­la hay muchos momen­tos de frus­tración, de desán­i­mo ante batal­las judi­ciales per­di­das tras haber cel­e­bra­do lo que parecía una pequeña vic­to­ria, instantes de rabia ante una impunidad que parece blinda­da. Pero tam­bién esce­nas en las que se abre paso cier­ta esper­an­za, la con­stat­ación de que han surgi­do ya las primeras gri­etas en ese muro de silen­cio, de que las voces que han per­maneci­do tan­tos años al otro lado, y que en la may­oría de los casos no hablan de ven­gan­za, sino de jus­ti­cia, empiezan, por fin, a escucharse.

Toronto se reafirma tras la matanza: «Hemos visto lo peor del ser humano y lo mejor de esta ciudad»

«Hemos vis­to lo peor del ser humano, y tam­bién lo mejor que esta ciu­dad y este país tienen que ofre­cer». La frase, pro­nun­ci­a­da este martes por un ex man­do de la Policía de Toron­to durante una entre­vista en tele­visión, resume bien el sen­timien­to con el que la ciu­dad cana­di­ense se está enfrentan­do a una trage­dia que la ha sacu­d­i­do de arri­ba a abajo.

El lunes, sobre la una y media de la tarde, un joven de 25 años lla­ma­do Alek Minass­ian arrol­ló de for­ma delib­er­a­da con una fur­gone­ta a una vein­te­na de peatones en la parte norte de la cap­i­tal de Ontario. El bal­ance, de momen­to, es de diez per­sonas muer­tas y 14 heri­das, algu­nas muy graves. Nadie en la ciu­dad recuer­da nada parecido.

Has­ta este lunes a pocos se les pasa­ba por la cabeza que las hor­ri­bles imá­genes de aten­ta­dos y ataques sim­i­lares en Europa u Ori­ente Medio pud­iesen repe­tirse aquí. Las autori­dades han descar­ta­do que haya sido un «acto ter­ror­ista», y los motivos de Minass­ian, aunque podrían estar rela­ciona­dos con odio mis­ógi­no, no están claros aún. Pero, sea como fuere, muchos sien­ten que la ciu­dad difí­cil­mente podrá seguir sien­do la mis­ma, al menos, durante algún tiempo.

Y, sin embar­go, de algún modo, Toron­to parece haber sali­do reforza­da del golpe, sin olvi­dar por ello el dolor de las víc­ti­mas y de sus seres queri­dos. Más allá de las habit­uales, e innu­mer­ables, mues­tras de apoyo en las redes sociales (unidas en la eti­que­ta #Toron­toStrong, Toron­to fuerte), o de las flo­res y velas deposi­tadas por miles de ciu­dadanos en el lugar del ataque, no hay ter­tu­lia en la radio, entre­vista en tele­visión o artícu­lo en los per­iódi­cos que no destaque la ejem­plar respues­ta de unos ciu­dadanos que, en tér­mi­nos gen­erales, han demostra­do cómo la tan a menudo ridi­culiza­da «exce­si­va mod­eración» cana­di­ense puede ser un val­or fun­da­men­tal en situa­ciones como ésta.

Como señal­a­ba este mis­mo martes en su edi­to­r­i­al el diario local Toron­to Star, el per­iódi­co de may­or tira­da en Canadá, en las primeras horas tras el ataque, «la gran may­oría de la gente, aparte de los ver­gon­zantes sospe­chosos habit­uales de las redes sociales, no apun­tó a nadie ni culpó a nadie». «Que seme­jante vio­len­cia puediese ocur­rir en el corazón de una ciu­dad que se con­sid­era a sí mis­ma inmune a este tipo de cosas nos dejó, nat­u­ral­mente, en esta­do de shock, pero no se percibía rabia ni se extendió el páni­co», añade el diario. El alcalde de la ciu­dad, John Tory, se sum­a­ba, tam­bién este martes, al sen­timien­to gen­er­al y alaba­ba a los toron­tianos por «haber mostra­do lo mejor de sí mis­mos en nues­tras horas más oscuras».

Multicultural y segura

No hay que olvi­dar que este tipo de men­sajes son percibidos con una rel­e­van­cia espe­cial en una ciu­dad que se enorgul­lece de ser, según la ONU, la más mul­ti­cul­tur­al del mun­do, y de haber con­stru­i­do un mod­e­lo de con­viven­cia que, a pesar de sus defec­tos y desafíos diar­ios, desmon­ta muchos de los argu­men­tos xenó­fo­bos que, cada vez más, tien­den a aso­ciar mul­ti­cu­tu­ral­i­dad y delin­cuen­cia, inmi­gración y crimen, refu­gia­dos y ter­ror­is­mo (la gen­erosa acogi­da de Canadá a los refu­gia­dos sirios plane­a­ba ya, sin duda, sobre las mentes de esos «sospe­chosos habit­uales»): en el el ránk­ing de las ciu­dades más seguras que elab­o­ra cada año la revista The Econ­o­mist, Toron­to ocu­pa el cuar­to puesto mundi­al, y el primero en Norteamérica.

Tam­bién ha sido alaba­da, aunque no de for­ma unán­ime, la reac­ción de las autori­dades, que han evi­ta­do des­de el primer momen­to espec­u­lar sobre cualquier dato has­ta estar com­ple­ta­mente seguras (para deses­peración de la pren­sa), y han man­tenido, en gen­er­al, un per­fil bajo en su pro­tag­o­nis­mo durante la cri­sis, ale­jadas de la tentación de bus­car un aprovechamien­to político.

Jun­to con la de los miem­bros de los ser­vi­cios de emer­gen­cias que acud­ieron al lugar del atro­pel­lo, la reac­ción más admi­ra­da ha sido, en cualquier caso, la de un solo hom­bre: el policía que arrestó al pre­sun­to autor de la matan­za sin dis­parar un solo tiro, pese a encon­trarse en una situación en la que, espe­cial­mente en el lado sur de la fron­tera, el sospe­choso suele acabar en el sue­lo, acribil­la­do a bal­a­zos. Más aún si, como en este caso, está pidi­en­do a gri­tos al policía que lo mate.

La con­tención y la pro­fe­sion­al­i­dad del agente Ken Lam (su nom­bre solo sal­ió a la luz horas después, rev­e­la­do por los medios de comu­ni­cación) han supuesto, además, un bál­samo para un cuer­po poli­cial, el de Toron­to, que lle­va meses reci­bi­en­do duras críti­cas por cómo ha ges­tion­a­do casos recientes como el del asesino en serie Bruce McArthur o el del mat­ri­mo­nio for­ma­do por los mul­ti­mil­lonar­ios Bar­ry y Hon­ey Sher­man, asesina­dos el pasa­do mes de diciem­bre en su man­sión del norte de la ciudad.

Primavera rota

El hecho de que la matan­za ocur­riese en mitad de un esplén­di­do día solea­do con­tribuyó, más aún si cabe, a ensom­bre­cer el áni­mo de los toron­tianos. En seme­jantes cir­cun­stan­cias puede pare­cer una friv­o­l­i­dad hac­er una ref­er­en­cia al tiem­po, pero, en este caso, no lo es. Porque el tiem­po, en una ciu­dad que se las ve cada año con meses inter­minables en los que el ter­mómetro per­manece blo­quea­do en reg­istros neg­a­tivos, es, tam­bién, un esta­do de ánimo.

El fin de sem­ana ante­ri­or, los toron­tianos habían sufri­do el últi­mo cole­ta­zo del invier­no, con tem­per­at­uras bajo cero, llu­via hela­da, nieve, vien­to, calles intran­sita­bles y comen­tar­ios gen­er­al­iza­dos de «cuán­do va a acabar esto». Este lunes, al fin, la ciu­dad parecía estar estre­na­do la tan ansi­a­da pri­mav­era. Trece gra­dos, cielo azul, sol… La gente aquí no nece­si­ta más para salir a la calle y hac­er cola en las ter­razas de los bares, y eso es algo que esa mañana se pal­pa­ba en el ambi­ente; algo, que, sin duda, con­tribuyó a que la zona entre las calles Yonge y Finch donde ocur­rió el atro­pel­lo, un área con numerosos com­er­cios y restau­rantes, y en la que hay tam­bién una impor­tante sal­i­da de metro, estu­viese espe­cial­mente con­cur­ri­da a esa hora, la hora de la comida.

En pri­mav­era, Toron­to recu­pera sus calles y no las suelta has­ta que le obliga a ello el frío que empieza a aso­mar ya a prin­ci­p­ios del otoño. Los habi­tantes de esta ciu­dad aman sus calles y se saben, o se sabían, seguros en ellas. El lunes, las mis­mas cade­nas de tele­visión locales que entre­vista­ban a la gente en esas calles a propósi­to del buen tiem­po pasaron, en cuestión de min­u­tos, a mostrar ambu­lan­cias, coches de policía, cuer­pos ten­di­dos en la acera, tes­ti­mo­nios de tes­ti­gos al bor­de de las lágri­mas. Y, después, tam­bién en cuestión de min­u­tos, vian­dantes que aux­il­i­a­ban a los heri­dos, veci­nos que saca­ban mesas con agua y comi­da a la puer­ta de sus casas, y toron­tianos anón­i­mos de todas las razas que empez­a­ban a deposi­tar velas, flo­res y tex­tos man­u­scritos de con­do­len­cia y unidad en el memo­r­i­al impro­visa­do en el lugar de la trage­dia. Entre los men­sajes más repeti­dos, «Toron­to, love for all, hatred for none» (Toron­to, amor para todos, odio para nadie).

Rendidos al algoritmo: los códigos que modelan las redes, las finanzas, el consumo, la política y hasta el amor

La pal­abra «algo­rit­mo» vivía reclu­i­da has­ta hace no tan­to en el entorno espe­cial­iza­do de la cien­cia en gen­er­al, y de las matemáti­cas y la infor­máti­ca en par­tic­u­lar. Hoy en día, sin embar­go, y aunque aún nos cueste com­pren­der exac­ta­mente de qué se tra­ta, la may­oría de las per­sonas mín­i­ma­mente famil­iar­izadas con Inter­net saben al menos, si no cómo fun­ciona, sí para qué sirve: nos dicen que Face­book «ha cam­bi­a­do su algo­rit­mo» y que aho­ra ver­e­mos más pub­li­ca­ciones de nue­stros ‘ami­gos’ y menos de pági­nas de empre­sas, y enten­demos que detrás de esa decisión no hay miles de oper­ar­ios humanos que nos cono­cen per­sonal­mente, ded­i­ca­dos a reor­denar el con­tenido de nue­stro muro. Lo que enten­demos es que Face­book ha intro­duci­do una fór­mu­la capaz de ges­tionar todos nue­stros datos y ofre­cer, de for­ma más o menos automáti­ca, un resultado.

De hecho, un algo­rit­mo no es más que eso: una fór­mu­la; un con­jun­to orde­na­do de opera­ciones sis­temáti­cas que per­mite hac­er un cál­cu­lo y hal­lar la solu­ción a un prob­le­ma; un códi­go que proce­sa infor­ma­ción para lle­gar a un resul­ta­do, cuyos com­po­nentes esen­ciales son los datos de los que se nutre, y que, para bien o para mal, está cam­bian­do nues­tras vidas.

Los algo­rit­mos condi­cio­nan nues­tras búsquedas en Inter­net, en fun­ción de dónde esta­mos, qué hemos bus­ca­do antes, qué se bus­ca más, qué tiene más ‘cal­i­dad’ o ‘interés’, qué es más nove­doso, qué está cen­sura­do o no, patroci­na­do no, y muchos otros fac­tores, no siem­pre asép­ti­cos, que prob­a­ble­mente nun­ca conoceremos.

Tam­bién deter­mi­nan lo que vemos (y lo que no) en las redes sociales, los anun­cios que nos per­siguen de una pági­na a otra y se cue­lan en las apli­ca­ciones del móvil, y la serie con la que nos ten­tará esta noche nues­tra platafor­ma de stream­ing favorita.

Están pre­sentes en nue­stros telé­fonos móviles y en nues­tras tar­je­tas de crédi­to, ges­tio­nan transac­ciones financieras y han trans­for­ma­do el com­er­cio. Los algo­rit­mos nos pueden ayu­dar a ubi­carnos en un mapa, a encon­trar un empleo, a recono­cer una cara y has­ta a encon­trar pare­ja o un ligue de una noche.

Son, en defin­i­ti­va, la clave del éxi­to de empre­sas como Face­book, Google, YouTube, Ama­zon, Spo­ti­fy, Tin­der, Net­flix

¿Convertidos en datos?

El cre­ciente empleo de algo­rit­mos en todos los sec­tores es crit­i­ca­do a menudo por el alto gra­do de des­per­son­al­ización que pueden con­ll­e­var, o por las posi­bil­i­dades que abren a la hora de con­ver­tir, aún más, a los seres humanos en mer­cancías o en sim­ples números y datos en el engrana­je del mer­ca­do, el con­sumo y la publicidad.

Con respec­to a lo primero, baste recor­dar el caso de los 200 pro­fe­sores des­pe­di­dos en 2010 en Wash­ing­ton DC (EE UU), después de que un algo­rit­mo eval­u­ase su rendimien­to. O el desar­rol­lo de algo­rit­mos capaces de pre­de­cir cuál será el sen­ti­do de una res­olu­ción judi­cial con un 79% de acier­to, iden­ti­f­i­can­do patrones, leyes y jurispru­den­cia, pero abrien­do tam­bién la puer­ta a incor­po­rar fac­tores como el entorno, la famil­ia o los ami­gos. O desnudos que son arte —o noti­cia—, trata­dos como pornografía por los algo­rit­mos de las redes sociales. O máquinas que selec­cio­nan y descar­tan cur­rícu­lums bus­can­do exclu­si­va­mente pal­abras clave.

Eso por no hablar de deci­siones financieras en las que, de nue­vo a través de algo­rit­mos, un ban­co puede con­ced­er o no un crédi­to depen­di­en­do de las predic­ciones de ries­go que la fór­mu­la aplique a quien lo solici­ta, o de estrate­gias políti­cas en las que un algo­rit­mo es capaz de deter­mi­nar qué esper­ar de, y qué prom­e­ter a, una base conc­re­ta de votantes poten­ciales. Los algo­rit­mos pueden resul­tar insusti­tu­ibles si lo que quer­e­mos es ‘leer’, o inclu­so per­pet­u­ar, la real­i­dad, pero tal vez no tan­to si lo que quer­e­mos es cambiarla.

Un ejem­p­lo: en octubre de 2016 la mon­e­da británi­ca cayó has­ta un 6,1% frente al dólar en los mer­ca­dos asiáti­cos, en lo que supu­so el may­or descen­so de la libra des­de el refer­én­dum que dio la vito­ria al brex­it. Según señalaron espe­cial­is­tas del Pew Research Cen­ter cita­dos por la BBC, el desplome se debió, en parte, a opera­ciones com­puta­rizadas con algo­rit­mos. No sería la últi­ma vez que la veloci­dad con la que oper­an los mer­ca­dos autom­a­ti­za­dos hiciese ade­lan­tar deci­siones que, prob­a­ble­mente, no habrían sido tomadas por seres humanos.

Y uno más, tal vez el más cono­ci­do: según la may­oría de los exper­tos, los algo­rit­mos, y su difi­cul­tad para dis­tin­guir hechos incier­tos que se pre­sen­tan como reales, fueron uno de los prin­ci­pales fac­tores por los que platafor­mas como Face­book con­tribuyeron a difundir y sobred­i­men­sion­ar las famosas noti­cias fal­sas durante la cam­paña pres­i­den­cial de 2016 en EE UU. Des­de entonces nos dicen que se han mejo­ra­do y reforza­do los códi­gos, en para­le­lo al avance impa­ra­ble de la inteligen­cia arti­fi­cial. Nos recuer­dan, tam­bién, que un algo­rit­mo puede evi­tar, por ejem­p­lo, un sui­cidio o un asesina­to, detectan­do no solo el lengua­je del posi­ble sui­ci­da o del posi­ble agre­sor, sino inclu­so señales de alar­ma en sus pub­li­ca­ciones. La pre­gun­ta es: ¿lle­gare­mos al extremo de aplicar con­se­cuen­cias penales en base a las predic­ciones de una fór­mu­la matemáti­ca? La respues­ta ya la daba en 2002 la pelícu­la Minor­i­ty Report, basa­da, a su vez, en un rela­to cor­to de Philip K. Dick… de 1956.

Y, sin embar­go, sería absur­do obviar que los algo­rit­mos, al ten­er la capaci­dad de lle­var a cabo opera­ciones infor­máti­cas muy com­ple­jas que sería prác­ti­ca­mente imposi­ble realizar de otro modo, tam­bién sal­van vidasy nos hacen avan­zar como sociedad. Acotan, por ejem­p­lo, la zona de búsque­da en un rescate, orga­ni­zan una situación caóti­ca, facil­i­tan la logís­ti­ca tras un desas­tre, sir­ven para ahor­rar energía y usar recur­sos de for­ma más inteligente, ayu­dan en la lucha con­tra el crimen, pueden deter­mi­nar cómo dis­tribuir mejor una ayu­da human­i­taria, acel­er­an las inves­ti­ga­ciones médi­cas y nos per­miten detec­tar estrel­las y plan­e­tas a mil­lones de años luz.

La percepción limitada del mundo

El pasa­do día 13, el Cen­tro del Car­men de Valen­cia inau­guró una ambi­ciosa exposi­ción que, bajo el sug­er­ente nom­bre de Los algo­rit­mos suaves, com­bi­na videoarte y escul­turas para invi­tar a reflex­ionar sobre la influ­en­cia de los códi­gos de la inteligen­cia arti­fi­cial en la vida cotid­i­ana. Tal vez no por casu­al­i­dad, la mues­tra coin­cide con un momen­to espe­cial­mente caliente en la polémi­ca sobre el uso com­er­cial o políti­co de datos per­son­ales en redes sociales como Face­book (lejos aún de recu­per­arse tras el escán­da­lo de Cam­bridge Ana­lyt­i­ca), cuyos algo­rit­mos «lim­i­tan la per­cep­ción de la real­i­dad y el mun­do y supo­nen una meta­cen­sura, ya que se estable­cen a par­tir de los gus­tos de los inter­nau­tas», según señal­a­ba a la agen­cia Efe el direc­tor del Con­sor­cio de Museos de la Comu­ni­tat Valen­ciana, José Luis Pérez Pont.

Los algo­rit­mos, con­tinúa Pérez Font, impli­can «una for­ma suave de inter­venir en nues­tras deci­siones» y «están trascen­di­en­do mundial­mente», ya que los ges­tio­nan «empre­sas con intere­ses económi­cos y geopolíticos».

El comis­ario de la mues­tra, Rafael Bar­ber, desta­ca­ba por su parte, tam­bién a Efe, que el auge de estos códi­gos coin­cide con un «momen­to de cri­sis», en el que «se impul­sa el fas­cis­mo y se acen­túa el cam­bio climáti­co», entre otros prob­le­mas. Según Bar­ber, Los algo­rit­mos suaves plantea el hecho de que «una inteligen­cia arti­fi­cial no puede hac­er arte», pero no bus­ca «posi­cionarse a favor o en con­tra de los algo­rit­mos, sino rep­re­sen­tar qué podemos hac­er den­tro de ese discurso».

Coviene no olvi­dar, en cualquier caso, las pal­abras de la cien­tí­fi­ca de datos Cathy O’Neil, auto­ra del libro Weapons of Math Destruc­tion, cuan­do advertía, como recuer­da el por­tal Xat­a­ca, que «los algo­rit­mos no son jus­tos de for­ma inher­ente porque la per­sona que con­struye ese mod­e­lo es la que define el con­cep­to del éxito».

Escándalos sexuales en la Casa Blanca: nada nuevo bajo el sol

El arraiga­do puri­tanis­mo de la sociedad esta­dounidense es, a ojos de muchos europeos al menos, una de las grandes con­tradi­ciones del país norteam­er­i­cano. La mis­ma nación que ven­era la lib­er­tad indi­vid­ual y en la que el sexo es uti­liza­do con­stan­te­mente como reclamo com­er­cial, cen­sura cualquier pal­abra ‘subi­da de tono’ en la tele­visión gen­er­al­ista y no per­dona el más mín­i­mo ‘deva­neo’ a sus políti­cos: un escán­da­lo sex­u­al, espe­cial­mente si está rela­ciona­do con el adul­te­rio, puede acabar con la car­rera del más pop­u­lar de los per­son­ajes públi­cos. Como sue­len bromear los pro­pios esta­dounidens­es, a nadie le impor­ta cuán­tas amantes tiene un pres­i­dente de Fran­cia, mien­tras que Mon­i­ca Lewin­sky sigue dan­do titulares.

Con­tradic­ciones aparte, sin embar­go, el prob­le­ma, con la ley en la mano, no suele ser la ‘aven­tu­ra’ en sí. A pesar de que Esta­dos Unidos es uno de los pocos país­es occi­den­tales donde el adul­te­rio puede ser con­sid­er­a­do aún un deli­to (no a niv­el fed­er­al, pero sí en has­ta 21 esta­dos), los pro­ce­sos judi­ciales por ese moti­vo son muy raros. El prob­le­ma real, sobre todo si se tra­ta de políti­cos o car­gos de la admin­is­tración públi­ca, es men­tir sobre ello y, espe­cial­mente –como bien pudo com­pro­bar Bill Clin­ton–, hac­er­lo bajo jura­men­to. Cuan­do además se suman pre­sun­tos abu­sos de poder, o com­por­tamien­tos clara­mente con­tra­dic­to­rios con la moral que pred­i­ca el pro­pio per­son­aje, las con­se­cuen­cias pueden ir mucho más allá de una cri­sis matrimonial.

El últi­mo en sumarse a la larga lista de pres­i­dentes de EE UU salpic­a­dos por escán­da­los sex­u­ales ha sido, quién lo iba a decir, Don­ald Trump. Su pre­sun­to affaire con una actriz porno (ocur­ri­do, supues­ta­mente, antes de que el mil­lonario accediese a la pres­i­den­cia, pero cuan­do ya esta­ba casa­do), colocó hace solo unos días a más 22 mil­lones de espec­ta­dores frente al tele­vi­sor, cuan­do Stormy Daniels, la actriz que ase­gu­ra haber man­tenido rela­ciones con el mag­nate, detal­ló en el pop­u­lar pro­gra­ma 60 Min­utes de la CBS no solo los por­menores del encuen­tro («Me dijo que le record­a­ba a su hija, gua­pa, lista…»), sino cómo habría sido ame­naza­da después para que guardase silen­cio.

Trump, pese a su demostra­da ver­bor­rea en Twit­ter, no ha respon­di­do aún per­sonal­mente a las acusa­ciones, y este mis­mo jueves un tri­bunal de Los Ánge­les rec­hazó una peti­ción de la actriz que le habría oblig­a­do a tes­ti­ficar bajo jura­men­to, y recono­cer, o negar, la exis­ten­cia de un supuesto pacto de con­fi­den­cial­i­dad con la estrel­la porno.

No todos los escán­da­los sex­u­ales rela­ciona­dos con la Casa Blan­ca han resul­ta­do ser tan sór­di­dos (Daniels afir­ma que fue intim­i­da­da en un aparcamien­to, al más puro esti­lo de las pelícu­las de gang­sters), pero algunos no se quedan muy atrás. Muchos, en cualquier caso, no han podi­do ser proba­dos, y en otros ni siquiera hubo adul­te­rio. La lista se remon­ta nada menos que a uno de los «padres fun­dadores» del país, Thomas Jef­fer­son.

Thomas Jefferson y Sally Hemings

Los primeros rumores acer­ca de que Thomas Jef­fer­son había tenido un hijo con una de sus propias esclavas, Sal­ly Hem­ings, los pub­licó en 1802 James Cal­len­der, un rival políti­co del entonces pres­i­dente de EE UU. Jef­fer­son, que ocupó la Casa Blan­ca entre 1801 y 1809, era entonces viu­do. Hem­ings era hija de otra escla­va y del sue­gro del pro­pio presidente.

Durante años, los his­to­ri­adores tendieron a tratar la acusación como sim­ples cotilleos exten­di­dos por los ene­mi­gos del pres­i­dente, pero en 1998 una prue­ba de ADN real­iza­da a un descen­di­ente de Jef­fer­son mostró que, efec­ti­va­mente, podía exi­s­tir una conex­ión entre Jef­fer­son y el últi­mo hijo de Hemings.

Un estu­dio pos­te­ri­or lle­va­do a cabo por la Thomas Jef­fer­son Foun­da­tion llegó a la mis­ma con­clusión, y apun­tó inclu­so la posi­bil­i­dad de que el padre fun­dador hubiera sido tam­bién padre no solo de uno de los hijos de Hem­ings, sino de los seis que tuvo ésta.

Grover Cleveland y Maria Halpin

Unos días antes de que Grover Cleve­land se pre­sen­tase por primera vez como can­dida­to a la pres­i­den­cia de EE UU, en 1884, Maria Halpin, depen­di­en­ta en una tien­da de Buf­fa­lo, ase­guró que el aspi­rante demócra­ta era el padre de su «hijo ilegími­to». La his­to­ria saltó a los per­iódi­cos durante la cam­paña elec­toral –sus opo­nentes le canta­ban «Ma, ma, where’s my pa? Gone to the White House, ha ha ha!» («Mamá, mamá, ¿dónde está papá? ¡Se fue a la Casa Blan­ca, ja, ja, ja!»)– y el can­dida­to, pese a que no llegó ni a con­fir­mar­la ni a negar­la, sí admi­tió que paga­ba la manun­ten­ción de un hijo con el nom­bre de Oscar Fol­som Cleveland.

El escán­da­lo no impidó que Cleve­land ganase las elec­ciones (por tan solo 62.000 votos), una vic­to­ria que repe­tiría en 1893, sien­do el úni­co pres­i­dente de EE UU que ha tenido dos mandatos no con­sec­u­tivos. En junio de 1886, Cleve­land con­tra­jo mat­ri­mo­nio con Frances Fol­som, hija de un com­pañero de su bufete de abo­ga­dos. Se casaron en la mis­ma Casa Blan­ca (el úni­co pres­i­dente que lo ha hecho), y Fol­som se con­vir­tió, con 21 años, en la primera dama más joven de la his­to­ria del país. Cleve­land tenía 49.

Woodrow Wilson y Edith Bolling

El escán­da­lo rela­ciona­do con Woodrow Wil­son (pres­i­dente entre 1913 y 1921) no tuvo que ver ni con el adul­te­rio ni con hijos ilegí­ti­mos ni con cualquier otra con­duc­ta cas­ti­ga­da por la ley. En una época en la que se esper­a­ba que los viu­dos guardasen como mín­i­mo un año de luto, el pres­i­dente se com­pro­metió con Edith Bolling Galt ape­nas siete meses después de la muerte de su esposa, llen Axson Wil­son, fal­l­e­ci­da a los 29 años, y que había sido primera dama durante tan solo 17 meses. Una parte de la pren­sa cen­suró su «fal­ta de respeto», y entre los rumores más dis­parata­dos se llegó inclu­so a insin­uar que Wil­son había asesina­do a su primera mujer.

Cuan­do Wil­son sufrió un ictus severo en octubre de 1919, Edith, con la que se había casa­do nueve meses después de com­pro­m­e­terse, comen­zó a super­vis­ar los asun­tos de Esta­do, lle­gan­do a diri­gir de fac­to el poder ejec­u­ti­vo del Gob­ier­no durante el resto del segun­do manda­to del pres­i­dente, has­ta mar­zo de 1921.

Warren Harding y Carrie Phillips (y Nan Britton)

War­ren Hard­ing (pres­i­dente entre 1921 y 1923) tuvo una relación extra­mat­ri­mo­ni­al con Car­rie Ful­ton Phillips que duró quince años, a pesar de lo cual el públi­co en gen­er­al no tuvo conocimien­to de ello has­ta décadas más tarde, cuan­do un bió­grafo del man­datario, Fran­cis Rus­sell, hal­ló en los años sesen­ta las car­tas esri­tas por Hard­ing a su amante. En 1971 esas car­tas fueron don­adas a la Libr­ería del Con­gre­so, aunque, como resul­ta­do de un liti­gio judi­cial, no pudieron ver la luz has­ta 2014.

A Hard­ing se le atribuyó otra amante, Nan Brit­ton, quien en 1927 pub­licó el libro The Pres­i­den­t’s Daugh­ter (La hija del pres­i­dente), en el que ase­gura­ba que el padre de su hija Eliz­a­beth era el inquili­no de la Casa Blan­ca. El libro, ded­i­ca­do «a todas las madres solteras», llegó a vender­se como si fuera pornografía, puer­ta a puer­ta y envuel­to en papel mar­rón para ocul­tar­lo. Brit­ton fue deman­da­da por difamación y un jura­do fal­ló en su con­tra, pero en 2015 prue­bas de ADN real­izadas a miem­bros de las dos famil­ias con­fir­maron final­mente que sí existía una relación.

Franklin D. Roosevelt y Lucy Mercer

En 1913, Eleanor Roo­sevelt, esposa de Franklin D. Roo­sevelt des­de 1905, con­trató a una joven de 22 años, Lucy Mer­cer, como sec­re­taria. Cua­tro años después, Eleanor des­cubrió las car­tas de amor que habían inter­cam­bi­a­do Mer­cer y su esposo, y ame­nazó con pedir el divor­cio. El futuro pres­i­dente (fue elegi­do por primera vez en 1933 y no aban­donaría la Casa Blan­ca has­ta su muerte, en 1945) prometió que daría por ter­mi­na­da la relación, pero no fue así.

El con­tac­to entre Roo­sevelt y Mer­cer se man­tu­vo a lo largo de los años, y, cuan­do el pres­i­dente murió, en Warn Spring, ella se encon­tra­ba jun­to a él, un hecho que, al igual que la relación en sí, se ocultó al públi­co has­ta que fue rev­e­la­do en 1966 por Jonathan W. Daniels, un antiguo asis­tente del man­datario, en su libro The Time Between the Wars (El tiem­po entre guerras).

John F. Kennedy y Marilyn Monroe

El 19 de mayo de 1962, en el emblemáti­co Madi­son Square Gar­den de Nue­va York, una exu­ber­ante Mar­i­lyn Mon­roe se acer­ca­ba al micró­fono y, ante el entonces pres­i­dente de Esta­dos Unidos, John Fitzger­ald Kennedy, enton­a­ba con voz sen­su­al uno de los Feliz cumpleaños más famosos de la his­to­ria: Hap­py Birth­day, Mr. Pres­i­dent. La esposa del hom­e­na­jea­do, Jacque­line, no esta­ba entre las más de 15.000 per­sonas que asistieron al even­to porque, según las muchas infor­ma­ciones fil­tradas a pesar del celo pro­tec­tor de la pren­sa, hacía tiem­po que sabía de la (a día de hoy, aún ‘supues­ta’) relación entre su mari­do y la gran estrel­la de Hollywood.

La fama de promis­cuo de JFK está bien doc­u­men­ta­da, y numerosos artícu­los y libros han inclu­i­do entre sus romances, además de a Mar­i­lyn, a la actriz Mar­lene Diet­richt (al pare­cer, la cosa no habría pasa­do de un breve encuen­tro), a una becaria de la Casa Blan­ca, a una sec­re­taria per­son­al de la propia Jacque­line e inclu­so a una joven, Judith Camp­bell Exn­er, a quien pos­te­ri­or­mente el FBI rela­cionaría con la mafia. Kennedy y Camp­bell habrían sido pre­sen­ta­dos por Frank Sina­tra en Las Vegas en 1960, cuan­do el futuro pres­i­dente aún era senador .

Bill Clinton y Monica Lewinsky

«Yo no tuve rela­ciones sex­u­ales con esa mujer, la señori­ta Lewin­sky. Yo nun­ca le dije a nadie que mintiera, ni una sola vez, nun­ca. Esas ale­ga­ciones son fal­sas». Así de rotun­do se mostra­ba Bill Clin­ton ante la pren­sa el 26 de enero de 1998, tratan­do de zafarse del que era ya el may­or, el más pub­lic­i­ta­do, y el más uti­liza­do como arma políti­ca escán­da­lo sex­u­al en toda la his­to­ria de la Casa Blan­ca. El pres­i­dente –acom­paña­do en ese momen­to por su esposa, Hillay Clin­ton, quien le apo­yaría a lo largo de todo el pro­ce­so– esta­ba, como se con­fir­mó después, mintiendo.

En 1995, Mon­i­ca Lewin­sky fue con­trata­da para tra­ba­jar como pas­ante (becaria) en la Casa Blan­ca, durante la primera pres­i­den­cia de Clin­ton. La relación que la joven (tenía entonces 22 años) man­tu­vo has­ta 1997 con el pres­i­dente (una serie de breves encuen­tros sex­u­ales en el Despa­cho Oval) saltó a la luz a raíz de un caso dis­tin­to, en el que otra mujer, Paula Jones, había deman­da­do a Clin­ton por pre­sun­to acoso sex­u­al cuan­do este era gob­er­nador de Arkansas.

Lin­da Tripp, una ami­ga de Lewin­sky, emplea­da tam­bién en la Casa Blan­ca, y a quien la becaria había con­fi­a­do su his­to­ria, había graba­do en secre­to con­ver­sa­ciones tele­fóni­cas en las que qued­a­ba clara la relación entre Lewin­sky y el pres­i­dente. Al enter­arse de que Lewin­sky se había com­pro­meti­do a no declarar sobre su relación con Clin­ton en el caso Jones, Tripp decidió hac­er públi­cas las cin­tas, y fue entonces cuan­do estal­ló la tormenta.

El 28 de julio de 1998, Lewin­sky, tras recibir pro­tec­ción de tes­ti­go a cam­bio de dar tes­ti­mo­nio acer­ca de su relación con Clin­ton, entregó a los inves­ti­gadores el ya famoso vesti­do azul man­cha­do con semen, cuyo ADN probó la relación. El 17 de agos­to Clin­ton admi­tió ante el gran jura­do que había tenido una «relación físi­ca impropia» con Lewin­sky, aunque aclaró que «no había tenido rela­ciones sex­u­ales» con la becaria, sino que se había lim­i­ta­do a recibir sexo oral.

Dos meses después, el pres­i­dente, someti­do entre tan­to a un juicio políti­co de des­ti­tu­ción (impeach­ment) por haber men­ti­do bajo jura­men­to sobre sus rela­ciones con Lewin­sky en el pro­ce­so judi­cial, no rela­ciona­do, sobre acoso sex­u­al, fue hal­la­do cul­pa­ble por desaca­to y mul­ta­do con 90.000 dólares por fal­so tes­ti­mo­nio. El Con­gre­so, no obstante, lo absolvió de todos los car­gos de per­ju­rio, lo que le per­mi­tió per­manecer en el cargo.

El escándalo de Facebook evidencia la falsa gratuidad de las redes sociales: el precio son tus datos

Cuan­do puedes conec­tarte en todo momen­to con tus famil­iares y ami­gos des­de cualquier parte del mun­do, acced­er a mucha más infor­ma­ción de la que un ser humano es capaz de digerir, entreten­erte con el últi­mo meme o vídeo de gati­tos, o inclu­so infor­mar en direc­to de una rev­olu­ción, orga­ni­zar una man­i­festación o denun­ciar un abu­so, y todo, en teoría, sin que te cobren por ello, ¿es real­mente tan impor­tante perder privacidad?

La respues­ta, al final, depende de cada per­sona, pero si esa pér­di­da se tra­duce en la manip­u­lación de los datos per­son­ales de mil­lones de usuar­ios para influir en un resul­ta­do elec­toral, la evi­den­cia de que nada es gratis —en las redes sociales el pre­cio es la infor­ma­ción que damos sobre nosotros mis­mos— se con­vierte en un escándalo.

Acosa­do por una de las may­ores tor­men­tas en la his­to­ria de Face­book, provo­ca­da por la fil­tración de datos de unos 50 mil­lones de usuar­ios a la con­sul­to­ra británi­ca Cam­bridge Ana­lyt­i­ca —vin­cu­la­da con la cam­paña elec­toral de Don­ald Trump—, el fun­dador de la red social, Mark Zucker­berg, ha tenido que admi­tir «errores en la gestión de la cris»: «Ten­emos la respon­s­abil­i­dad de pro­te­ger vue­stros datos, y si no lo podemos hac­er no mere­ce­mos servi­ros», dijo el CEO este miér­coles. «Hemos cometi­do errores, hay muchas cosas por hac­er, y ten­emos que dar un paso ade­lante y hac­er­las», añadió.

Es ver­dad que a Face­book no le está ayu­dan­do el hecho de estar atrav­es­an­do un momen­to com­pli­ca­do con la pren­sa, como con­se­cuen­cia de los recientes cam­bios en su algo­rit­mo. Hace unos meses la com­pañía empezó a dar pri­or­i­dad a las pub­li­ca­ciones de «las per­sonas» (ami­gos y famil­ia), y eso se ha tra­duci­do en un duro golpe para la vis­i­bil­i­dad (y los con­tratos pub­lic­i­tar­ios) de muchos por­tales depen­di­entes de los «me gus­ta». En respues­ta, algunos de los medios más influyentes pare­cen estar espe­cial­mente pre­dis­puestos aho­ra a airear las vergüen­zas del gigante crea­do por Zucker­berg, y en la cri­sis de Cam­bridge Ana­lyt­i­ca hay muni­ción de sobra.

Pero más allá de la respon­s­abil­i­dad de Face­book en este escán­da­lo, o inclu­so de la vul­ner­a­bil­i­dad que pue­da pre­sen­tar la red ante este tipo de fil­tra­ciones, lo que resul­ta evi­dente es que los datos se fil­tran de Face­book porque Face­book los tiene. Y los tiene con nue­stro con­sen­timien­to, tal y como puede com­pro­bar cualquiera que se tome la moles­tia de leer detenida­mente la políti­ca de pri­vaci­dad de la com­pañía, ese aparta­do que suele acep­tarse con un click rápi­do al damos de alta, tan­to en la red de Zucker­berg como en cualquier otra.

No se comparte todo, pero casi

Cuan­do com­par­ti­mos algo en Face­book podemos ele­gir qué otros usuar­ios quer­e­mos que ten­gan acce­so a nues­tra pub­li­cación, o si quer­e­mos que sea total­mente públi­ca o total­mente ‘pri­va­da’. Deci­damos lo que deci­damos, la empre­sa se reser­va el dere­cho de recopi­lar los datos durante tan­to tiem­po como con­sidere necesario.

Esa infor­ma­ción, como detal­la la propia com­pañía, incluye «el con­tenido y otros datos que pro­por­cionas cuan­do usas nue­stros ser­vi­cios, por ejem­p­lo, al abrir una cuen­ta, al crear o com­par­tir con­tenido, y al enviar men­sajes o al comu­ni­carte con otras per­sonas». La infor­ma­ción puede cor­re­spon­der a datos inclu­i­dos en el pro­pio con­tenido que pro­por­cionas o rela­ciona­dos con este. Por ejem­p­lo, el lugar donde se tomó una foto o a la fecha de creación de un archivo.

Face­book tam­bién recopi­la infor­ma­ción sobre el modo en que usamos los ser­vi­cios de la red social, es decir, el tipo de con­tenido que vemos o con el que inter­ac­tu­amos, la fre­cuen­cia y la duración de nues­tras activi­dades, las per­sonas y los gru­pos con los que esta­mos conec­ta­dos y cómo inter­ac­tu­amos con ellos, las per­sonas con las que más nos comu­ni­camos, los gru­pos donde com­par­ti­mos más contenido…

La empre­sa guar­da infor­ma­ción asimis­mo acer­ca de los orde­nadores, telé­fonos u otros dis­pos­i­tivos en los que insta­lam­os Face­book, así como los datos gen­er­a­dos por esos dis­pos­i­tivos, en fun­ción de los per­misos que les hayamos con­ce­di­do, que en la may­oría de los casos sue­len ser todos, porque quer­e­mos que la apli­cación fun­cione. Tam­bién reg­is­tra la posi­ción geográ­fi­ca del dis­pos­i­ti­vo, si ten­emos acti­va­do el GPS, Blue­tooth o esta­mos conec­ta­dos a la red WiFi, e infor­ma­ción sobre la conex­ión (el nom­bre del oper­ador, el tipo de nave­g­ador, el idioma y la zona horaria, el número de móvil y la direc­ción IP).

Eso sin con­tar todo lo que pro­por­cionamos si efec­tu­amos com­pras o transac­ciones financieras (el número de la tar­je­ta de crédi­to o débito, otros datos sobre la cuen­ta, detalles de fac­turación, envíos y con­tac­tos), o la infor­ma­ción que damos cuan­do visi­ta­mos sitios web y apli­ca­ciones de ter­ceros que usan la red social (medi­ante el botón «Me gus­ta» o a través del ini­cio de sesión con Face­book, o cuan­do usan sus ser­vi­cios de medición y publicidad).

El usuario-anuncio

¿Y para que quiere Face­book toda esa infor­ma­ción? Uno puede creer a Zucker­berg («para servi­ros») o pen­sar que, además, Face­book es, a fin de cuen­tas, un nego­cio. La empre­sa afir­ma que los datos se usan para «pro­por­cionar, mejo­rar y desar­rol­lar los ser­vi­cios», para «mejo­rar nue­stros sis­temas de pub­li­ci­dad y de medición con el fin de mostrarte anun­cios rel­e­vantes», para «medir la efi­ca­cia y el alcance de los anun­cios y los ser­vi­cios» y para «fomen­tar la seguri­dad y la protección».

Sin menos­pre­ciar los motivos rela­ciona­dos con la seguri­dad, el mejor fun­cionamien­to de la red o inclu­so lo que deman­dan los pro­pios usuar­ios, la parte de la pub­li­ci­dad es espe­cial­mente impor­tante, ya que Face­book siem­pre podrá con­vencer mejor a un anun­ciante si es capaz de garan­ti­zarle que sus pro­duc­tos serán vis­tos por alguien que ya se sabe que está intere­sa­do en ellos.

Así, los datos se com­parten, entre otros, con apli­ca­ciones, con sitios web e inte­gra­ciones de ter­ceros que usan Face­book, y con ser­vi­cios de pub­li­ci­dad, medición y análi­sis. En prin­ci­pio, estas empre­sas solo tienen acce­so a datos de carác­ter gen­er­al (sexo, edad, lugar de res­i­den­cia, intere­ses), pero si se pro­duce un requer­im­ien­to por parte de las autori­dades o Face­book entiende que puede estar cometién­dose un deli­to, sí se podrían pro­por­cionar datos más con­cre­tos y personales.

Es impor­tante recor­dar, en este con­tex­to, que la aceptación de las condi­ciones de pri­vaci­dad de una red social no supone dar­le car­ta blan­ca a la empre­sa. Los usuar­ios tienen dere­chos de los que no se les puede pri­var, y que pueden vari­ar según las difer­entes leg­is­la­ciones de sus países.

El pasa­do mes de noviem­bre, por ejem­p­lo, la Agen­cia Españo­la de Pro­tec­ción de Datos (AEPD) san­cionó a Face­book con 1,2 mil­lones de euros por alma­ce­nar datos per­son­ales de usuar­ios sin per­miso. La san­ción con­sta­ba de dos infrac­ciones graves y una muy grave de la Ley Orgáni­ca de Pro­tec­ción de Datos.

La AEPD explicó que la red social esta­ba recopi­lan­do datos sobre ide­ología, sexo, creen­cias reli­giosas o gus­tos per­son­ales para su pos­te­ri­or uso con fines pub­lic­i­tar­ios sin infor­mar al usuario de man­era clara y exhaus­ti­va, y ver­i­ficó, además, que Face­book trata­ba datos «espe­cial­mente pro­te­gi­dos» con fines de pub­li­ci­dad sin haber obtenido el con­sen­timien­to expre­so de los usuar­ios, en con­tra de lo que exige la nor­ma­ti­va de pro­tec­ción de datos.

¿Alternativas?

Siem­pre que­da la opción, obvi­a­mente, de bor­rar nues­tra cuen­ta y bus­car una alter­na­ti­va, o has­ta de regre­sar al mun­do analógi­co, pero la his­to­ria de las redes sociales mues­tra que ini­cia­ti­vas como el movimien­to «Bor­ra Face­book», surgi­do estos días a raíz de la fil­tración de Cam­bridge Ana­lyt­i­ca, no sue­len pros­per­ar. Hace años que van surgien­do otras redes donde garan­ti­zan tu total pri­vaci­dad, pero la may­oría duran poco o están vacías. Bus­cadores como Duck­Duck­Go o Start­Page son exce­lentes y no te ras­tre­an, pero no son tan potentes como Google. Nadie nos impi­de darnos de baja en What­sApp (cuyos men­sajes están encrip­ta­dos, pero que pertenece a Face­book, la com­pañía que alma­ce­na los datos tam­bién aquí), pero quién quiere irse del bar donde está todo el mundo.

La exposi­ción de nues­tra pri­vaci­dad en el uni­ver­so dig­i­tal no es algo nue­vo. Ya sabe­mos que nos ras­tre­an y que siguen nue­stros pasos, y no solo por grandes escán­da­los rela­ciona­dos con el espi­ona­je estatal, como el destapa­do por Edward Snow­den, sino tam­bién porque nada más salir de un restau­rante recibi­mos en nue­stro telé­fono un men­saji­to o una noti­fi­cación sobre el establec­imien­to en el que acabamos de comer.

Y es cier­to que a muchos usuar­ios no solo no les impor­ta, sino que inclu­so lo agrade­cen, o has­ta lo desean, como lo es tam­bién que prob­a­ble­mente el con­cep­to mis­mo de pri­vaci­dad ha evolu­ciona­do con el tiem­po, y que lo que las nuevas gen­era­ciones con­sid­er­an pri­va­do es a menudo difer­ente a lo que sus padres y abue­los entendían como algo estric­ta­mente per­son­al. El prob­le­ma derivaría del uso que se hace de esa dosis de pri­vaci­dad que hemos con­sen­ti­do compartir.

Retomar el control

Existe, en cualquier caso, un pun­to inter­me­dio en el que, sin renun­ciar al uso de las redes sociales y de otros pro­duc­tos y ser­vi­cios en Inter­net, podemos ejercer un may­or con­trol sobre lo que com­par­ti­mos, un con­trol que incluye des­de usar nave­g­adores, exten­siones y her­ramien­tas que incre­men­tan nues­tra pri­vaci­dad al nave­g­ar, has­ta sim­ple­mente ser más con­scientes de que todo lo que subi­mos a la web se que­da allí para siempre.

A veces bas­ta recor­dar que con tan solo unos pocos clicks podemos decir que ‘no’ a un gran número de opciones en, por ejem­p­lo, los ajustes de nues­tra cuen­ta de Google, el may­or con­sum­i­dor de datos online. O que en Face­book se pueden apa­gar los ser­vi­cios de ubi­cación, desac­ti­var apli­ca­ciones en las que no con­fi­amos o de las que no ten­emos sufi­ciente infor­ma­ción, o pon­er límites en la con­fig­u­ración de lo que compartimos.

En España, la Orga­ni­zación de Con­sum­i­dores y Usuar­ios (OCU) ini­ció hace un año una cam­paña en este sen­ti­do (Mis datos son míos), con el fin de «con­seguir que los con­sum­i­dores asuman un rol pos­i­ti­vo, proac­ti­vo y cen­tral en el nue­vo mer­ca­do de datos».

Además de exi­gir a las empre­sas que exista siem­pre conocimien­to y con­sen­timien­to expre­so por parte del usuario sobre el uso pos­te­ri­or de la infor­ma­ción, y que sea posi­ble revo­car ese con­sen­timien­to en cualquier momen­to, y cor­re­gir y recu­per­ar los datos de una for­ma sen­cil­la, la OCU desta­ca espe­cial­mente la impor­tan­cia de ten­er bien con­fig­u­ra­da la pri­vaci­dad en las redes sociales.

Es un primer paso para, al menos, ser con­scientes del pre­cio que esta­mos pagan­do, y decidir en con­se­cuen­cia mien­tras dis­fru­ta­mos de los gati­tos o hace­mos la revolución.

Cuando Casa Loma fue una base secreta para espiar a los nazis y una inspiración para James Bond

La man­sión Casa Loma, en Toron­to. Foto: Miguel Máiquez / Lat­tin Magazine

«Nadie sabe dónde esta­ba la Estación M. Su local­ización ofi­cial no aparece en ningún sitio…». En una entre­vista con­ce­di­da al diario Toron­to Star en 2015, el his­to­ri­ador e inves­ti­gador Lynn-Philip Hodg­son, autor del libro Inside Camp X, admitía que no hay evi­den­cias aún que acred­iten de for­ma feha­ciente que la denom­i­na­da Estación M (Sta­tion M) se encon­tra­ba en el inte­ri­or de Casa Loma, en pleno corazón de Toron­to. «No exis­ten reg­istros, o, si los hay, están bajo llave en Ottawa», afirma­ba. Tenien­do en cuen­ta que Sta­tion M era el nom­bre en códi­go de una base sec­re­ta en la que emplea­d­os del Ser­vi­cio de Inteligen­cia Británi­co fab­ri­ca­ban mate­r­i­al de espi­ona­je durante la Segun­da Guer­ra Mundi­al, la segun­da opción no resul­ta del todo descabellada.

El pro­pio Hodg­son ha defen­di­do la teoría de que Casa Loma albergó Sta­tion M en numerosos artícu­los y con­fer­en­cias des­de que sal­ió a la luz su libro en el año 2003 (seguirían var­ios más, todos ellos rela­ciona­dos con el mis­mo asun­to), y afir­ma haber tenido acce­so a doc­u­men­tos no pub­li­ca­dos que así lo prue­ban. Y los actuales gestores de la man­sión, el grupo empre­sar­i­al Lib­er­ty Enter­tain­ment, tam­bién lo creen, como mues­tra la exposi­ción per­ma­nente que el pop­u­lar castil­lo ded­i­ca a la his­to­ria de este cen­tro secre­to y a la del lla­ma­do Cam­po X (Camp X) —otro nom­bre en códi­go—, un área de entre­namien­to para­mil­i­tar a oril­las del lago Ontario, que estu­vo conec­ta­da direc­ta­mente con las supues­tas insta­la­ciones sec­re­tas del turís­ti­co caserón neogótico.

Una insignia mil­i­tar con la inscrip­ción ‘Camp X’.

En con­cre­to, y de acuer­do con las inves­ti­ga­ciones de Hodg­son, los estab­los de Casa Loma (o quizá una sala en el inte­ri­or de la man­sión, tal vez los sótanos, o inclu­so alguno de sus túne­les) habrían sido uti­liza­dos para per­fec­cionar un sis­tema de sonar cono­ci­do como ASDIC, emplea­do para detec­tar la pres­en­cia de sub­mari­nos ale­manes (los famosos U‑Boot) en el Atlán­ti­co Norte. El sis­tema se había empeza­do a pro­bar en Lon­dres y, aparente­mente, habría sido desar­rol­la­do, al menos en parte, en Toronto.

El área del caserón en la que se llev­a­ban a cabo los tra­ba­jos esta­ba cer­ra­da al públi­co con una sim­ple señal de «en con­struc­ción», lo que per­mitía a los emplea­d­os que tra­ba­ja­ban en el proyec­to entrar y salir sin lev­an­tar sospe­chas entre los vis­i­tantes de la man­sión, que per­manecía abier­ta al público.

En este cen­tro secre­to se habrían elab­o­ra­do asimis­mo otros uten­sil­ios rela­ciona­dos con el espi­ona­je (incluyen­do pren­das de vestir), todo ello bajo las órdenes de Sir William Stephen­son, un históri­co jefe de espías de Win­nipeg, Man­i­to­ba, cono­ci­do por el nom­bre en clave de «Intre­pid», colab­o­rador del mis­mísi­mo Win­ston Churchill, y coor­di­nador la operación.

«Al mis­mo tiem­po que arri­ba, en el salón de baile de Casa Loma, cien­tos de invi­ta­dos dis­fruta­ban de fies­tas en las que las big bands de la época toca­ban músi­ca de Glenn Miller, bajo sus pies, un equipo de los mejores cien­tí­fi­cos, téc­ni­cos, sas­tres y modis­tas tra­ba­ja­ba sin des­can­so para fab­ricar los arte­fac­tos y el mate­r­i­al requeri­do por Stephen­son», escribe Hodg­son. El inves­ti­gador lle­va más de 40 años estu­dian­do las huel­las de Camp X y Sta­tion M, y ha pasa­do media vida ded­i­ca­do a rescatar y divul­gar el pat­ri­mo­nio históri­co cana­di­ense, lo que le val­ió la con­ce­sión, en 2013, de la medal­la Queen’s Dia­mond Jubilee. La exposi­ción per­ma­nente que Casa Loma ded­i­ca a la Estación M («M», por «Mag­i­cal») y al Cam­po X, habil­i­ta­da en una de las alas del recibidor prin­ci­pal de la man­sión, se nutre prin­ci­pal­mente de la colec­ción per­son­al reuni­da por Hodg­son a lo largo de todos esos años.

La mues­tra incluye uten­sil­ios hal­la­dos en la zona donde estu­vo el cam­po de entre­namien­to (entre Whit­by y Oshawa, en el área que ocu­pa actual­mente el Intre­pid Park), así como otros gad­gets que serían uti­liza­dos por los espías y agentes secre­tos cuan­do se encon­trasen tras las líneas ene­mi­gas. Bajo la pro­tec­ción de una vit­ri­na de cristal, se exhiben des­de un pañue­lo de cuel­lo que es en real­i­dad un detal­la­do mapa, has­ta un botón de cha­que­ta capaz de escon­der una brúju­la dimin­u­ta, pasan­do por el típi­co libro hue­co para ocul­tar un arma, insignias mil­itares con la inscrip­ción «Camp X», u obje­tos más cotid­i­anos como fotografías, cubier­tos, o un peine, este últi­mo, tam­bién, con una pequeñísi­ma brúju­la en su interior.

Algunos de los obje­tos reunidos en la exposi­ción ded­i­ca­da a la Estación M y el Cam­po X en Casa Loma. Fotos: Lat­tin Magazine

Como señala a Lat­tin Mag­a­zine la actu­al encar­ga­da de la colec­ción de arte del castil­lo y el establo de Casa Loma, la argenti­na Marcela Tor­res, «la his­to­ria no es muy cono­ci­da, ni siquiera en Toron­to». «Yo llegué a Canadá hace más de seis años, y no supe de todo esto has­ta que empecé a tra­ba­jar aquí», cuen­ta. De hecho, expli­ca Tor­res, la exposi­ción es bas­tante reciente. Se creó en diciem­bre de 2015 y has­ta entonces «no había nada» que mostrase ese capí­tu­lo del pasa­do de la mansión.

Des­de que, en 1937, el Kiwa­nis Club, más tarde Kiwa­nis Club of Casa Loma (KCCL), se hizo car­go del caserón, ya abier­to el públi­co, era habit­u­al que el castil­lo cel­e­brara even­tos y actos bené­fi­cos. Durante la guer­ra, indi­ca Tor­res, algu­nas de estas fies­tas esta­ban des­ti­nadas a recau­dar fon­dos para apo­yar el esfuer­zo béli­co. Son, prob­a­ble­mente, los bailes a los que hacía ref­er­en­cia Hodg­son. «Yo he vis­to fotos de esos even­tos en los archivos de la ciu­dad de Toron­to, y es cier­to que en algu­nas de ellas apare­cen sol­da­dos, aunque no se puede afir­mar con seguri­dad que estén rela­ciona­dos con Sta­tion M», señala Tor­res. «Lo que está claro es que en ese momen­to nadie sabía lo que esta­ba pasan­do allí», añade.

Ni siquiera las autori­dades munic­i­pales tenían conocimien­to de Sta­tion M, y menos aún del proyec­to rela­ciona­do con el sis­tema ASDIC, el apara­to pre­de­ce­sor del mod­er­no sonar. La pro­duc­ción del ASDIC había comen­za­do en Lon­dres, pero, debido a los con­stantes bom­bardeos ale­manes sobre la cap­i­tal británi­ca durante el Blitz, se hizo nece­sario encon­trar un lugar más seguro para poder con­tin­uar con la inves­ti­gación. De acuer­do con The Cana­di­an Ency­clo­pe­dia, William Cor­man, un inge­niero cana­di­ense, fue el encar­ga­do de ele­gir un nue­vo emplaza­mien­to que debería ser, además, secre­to. Casa Loma, con sus amplios estab­los, sus grandes salas de techos altos y sus túne­les, fue su prop­ues­ta: «¿Quién va a sospechar de un castil­lo estrafalario que cel­e­bra bailes todos los sába­dos por la noche?», dicen que dijo. Cuan­do Cor­man llevó a cabo sus nego­cia­ciones sec­re­tas con el Kiwa­nis Club, el Ayun­tamien­to no fue infor­ma­do. El gob­ier­no de la ciu­dad no se enter­aría has­ta una déca­da más tarde.

Numerosos bar­cos cana­di­ens­es fueron equipa­dos con el ASDIC durante la Segun­da Guer­ra Mundi­al, entre ellos, el HMCS Hai­da, ancla­do actual­mente en Hamil­ton como museo, y en cuyo inte­ri­or pueden verse los com­po­nentes bási­cos del apara­to. El proyec­to ASDIC habría comen­za­do a lle­varse a cabo en Casa Loma en 1941, man­tenién­dose acti­vo has­ta el final de la contienda.

La curado­ra de las colec­ciones de arte de Casa Loma, la argenti­na Marcela Tor­res, jun­to a la exposi­ción sobre Camp X y Sta­tion M. Foto: Lat­tin Magazine

¿Y James Bond?

Jun­to con la his­to­ria de Canadá durante la Segun­da Guer­ra Mundi­al, la otra gran espe­cial­i­dad de Hodg­son es Ian Flem­ing, el céle­bre autor de las nov­e­las de James Bond.

En el año 1939, el escritor fue reclu­ta­do por el Depar­ta­men­to de Inteligen­cia de la Mari­na Británi­ca como asis­tente, más tarde como lugarte­niente y, final­mente, como coman­dante, y llegó a con­ce­bir un plan, la lla­ma­da Operación Ruth­less, para tratar de con­fis­car a los nazis la famosa máquina cod­i­fi­cado­ra Enig­ma. El plan nun­ca llegó a eje­cu­tarse, pero colocó a Flem­ing direc­ta­mente en la órbi­ta de exper­tos del espi­ona­je bélico.

Dos imá­genes (la primera, aérea) de Camp X en 1942. Fotos: camp‑x.com

En 1942, Flem­ing pasó unas sem­anas en Toron­to, durante las cuales vis­itó las insta­la­ciones de Camp X, inau­gu­radas el 6 de diciem­bre del año ante­ri­or. Su obje­ti­vo era adquirir for­ma­ción que más tarde esper­a­ba com­par­tir con un coman­do del que esta­ba a car­go en ese momen­to. Según Hodg­son y otros exper­tos, tan­to el cam­po de entre­namien­to y los ofi­ciales que cono­ció allí (entre ellos, Stephen­son), como los gad­gets que se fab­ri­ca­ban en Casa Loma podrían haber­le servi­do de inspiración para su serie de nov­e­las sobre el agente 007.

La leyen­da cuen­ta que Flem­ing fal­ló una de las prue­bas a las que fue someti­do en Camp X como parte de su entre­namien­to: para com­pro­bar si sería capaz de matar a alguien a san­gre fría, se le pro­por­cionó una pis­to­la car­ga­da y fue envi­a­do a un hotel del cen­tro de Toron­to, infor­mán­dose­le de que en una de sus habita­ciones se encon­tra­ba un agente ene­mi­go al que ten­dría que dis­parar; en real­i­dad, un instruc­tor prepara­do para desar­mar­le a tiem­po. A su famoso per­son­aje, como sabe­mos, no le habría tem­bla­do el pul­so. Flem­ing, sin embar­go, no fue capaz.

Según los cál­cu­los de Hodg­son, quien sigue orga­ni­zan­do tours para estu­di­antes en el par­que donde se encon­tra­ba Camp X, en este cam­po de carác­ter para­mil­i­tar reci­bieron entre­namien­to más de 500 agentes, espías y saboteadores que fueron envi­a­dos a ter­ri­to­rio ene­mi­go en difer­entes misiones. Si alguno de ellos fue hecho pri­sionero, es posi­ble que lograra escapar con la ayu­da de uno de los pañue­los-mapa, o de los botones-brúju­la, elab­o­ra­dos en secre­to entre los muros de Casa Loma mien­tras en el piso de arri­ba se bail­a­ba ale­gre­mente al rit­mo de In The Mood.

La ruinosa fantasía de un financiero millonario

La gigan­tesca man­sión neogóti­ca de Casa Loma, dis­eña­da por el arqui­tec­to E. J. Lennox, e inspi­ra­da en el castil­lo escocés de Bal­moral, fue con­stru­i­da entre 1911 y 1914 por encar­go del excén­tri­co financiero mul­ti­mil­lonario Hen­ry Mill Pel­latt. Situ­a­da en lo alto de una de las col­i­nas de Toron­to, a 140 met­ros sobre el niv­el del mar, cuan­do fue com­ple­ta­da se con­vir­tió en la may­or res­i­den­cia pri­va­da de Canadá, con un total de 6.011 met­ros cuadra­dos y cer­ca de un cen­te­nar de habita­ciones. Sus enormes gas­tos de man­ten­imien­to, sin embar­go, acabaron arru­inan­do a Pel­latt, y en 1933 la ciu­dad de Toron­to se hizo con la propiedad del inmue­ble. La man­sión se encon­tra­ba entonces en un esta­do de gran dete­ri­oro, por lo que el Ayun­tamien­to se planteó su demoli­ción. Sin embar­go, en 1937, Casa Loma fue arren­da­da al Kiwa­nis Club de Toron­to, que la ges­tionó como atrac­ción turís­ti­ca abier­ta al públi­co durante 74 años, has­ta 2011. Una vez final­iza­do el con­tra­to, la man­sión volvió a manos munic­i­pales de for­ma tem­po­ral, has­ta encon­trar un nue­vo arren­datario. Final­mente, en 2014, se llegó a un acuer­do con la actu­al gesto­ra, la empre­sa Lib­er­ty Enter­tain­ment Group.

Quién es Richard Wagner, el nuevo presidente de la Corte Suprema de Canadá

El nue­vo pres­i­dente de la Corte Supre­ma de Canadá. el juez Richard Wag­n­er. Foto: Andrew Bal­four Pho­tog­ra­phy – Supreme Court of Cana­da / Wiki­me­dia Commons

El primer min­istro cana­di­ense, Justin Trudeau, pro­pu­so el pasa­do martes al juez que­be­qués Richard Wag­n­er como nue­vo pres­i­dente de la Corte Supre­ma de Canadá, uno de los car­gos más impor­tantes en el sis­tema judi­cial del país. Wag­n­er, naci­do en Mon­tre­al hace 60 años, tomará pos­esión el próx­i­mo día 17, en susti­tu­ción de Bev­er­ley McLach­lin, quien se reti­ra este viernes tras 28 años de ser­vi­cio en el más alto tri­bunal canadiense.

Con el nom­bramien­to de Richard Wag­n­er, Trudeau rompe con una tradi­ción, la de pro­pon­er para el puesto al miem­bro de más edad de la corte (en este caso, Ros­alie Abel­la), pero recu­pera otra, la de alternar entre un mag­istra­do de la parte angló­fona de Canadá exper­to en la jurispru­den­cia y el dere­cho anglosajones (com­mon law) que rige en esa parte del país, y uno de Que­bec espe­cial­ista en la leg­is­lación y los códi­gos civ­il y penal de raigam­bre con­ti­nen­tal (civ­il law), vigentes en la provin­cia francó­fona. Tan­to el Cole­gio de Abo­ga­dos de Que­bec como la leg­is­latu­ra de esta provin­cia habían acor­da­do por una­n­im­i­dad solic­i­tar al primer min­istro el nom­bramien­to de un mag­istra­do que­be­qués como nue­vo pres­i­dente de la Corte Suprema.

La apues­ta por Wag­n­er deja a un lado, por otra parte, el obje­ti­vo de Trudeau de nom­brar a mujeres en car­gos ‘senior’ siem­pre que sea posi­ble. Ros­alie Abel­la, de 71 años de edad y con 13 de expe­ri­en­cia en el alto tri­bunal, es una mag­istra­da recono­ci­da inter­na­cional­mente por su altura int­elec­tu­al y por su com­pro­miso en defen­sa de los dere­chos humanos, por lo que habría sido una opción total­mente pausible.

Con un suel­do total de 405.400 dólares, y aparte de pre­sidir la Corte Supre­ma, Wag­n­er será asimis­mo el pres­i­dente del Con­se­jo Judi­cial Cana­di­ense (el esta­men­to que reúne a los jue­ces fed­erales), y del con­se­jo del Insti­tu­to Judi­cial Nacional, encar­ga­do de la edu­cación jurídi­ca. Tam­bién ejercerá como con­se­jero para la con­ce­sión de la Orden de Canadá, y como posi­ble susti­tu­to de la Gob­er­nado­ra Gen­er­al, Julie Payette.

Centrista

Hijo del senador del Par­tido Con­ser­vador Claude Wag­n­er, Richard Wag­n­er es con­sid­er­a­do un juez cen­trista, no espe­cial­mente ale­ja­do de, aunque tam­poco espe­cial­mente cer­cano a, las posi­ciones del Par­tido Lib­er­al, y que en prin­ci­pio se siente cómo­do con el voto may­ori­tario en el seno del Tri­bunal. Se ha descrito a sí mis­mo como un seguidor con­ven­ci­do de los prin­ci­p­ios de impar­cial­i­dad y despoli­ti­zación de la jus­ti­cia. En 2012 afir­mó que veía la Car­ta de Dere­chos y Lib­er­tades como «un doc­u­men­to vivo y en evolu­ción». Miem­bro de la Corte Supre­ma des­de 2012, votó a favor en muchas de las deci­siones aprobadas por una­n­im­i­dad por el alto tri­bunal en con­tra de leyes prop­ues­tas por el ante­ri­or primer min­istro, el con­ser­vador Stephen Harp­er, si bien se ha incli­na­do más de una vez a favor de medi­das más duras en asun­tos rela­ciona­dos con la criminalidad.

Entre los momen­tos polémi­cos de su car­rera se encuen­tra su decisión, toma­da el año pasa­do, de dejar fuera de las audi­en­cias a gru­pos rep­re­sen­tantes de la comu­nidad LGBTQ, en una apelación rela­ciona­da con un caso de dis­crim­i­nación por ori­entación sex­u­al en el que esta­ba impli­ca­da la uni­ver­si­dad cris­tiana Trin­i­ty West­ern, y que afe­cata­ba a los cole­gios legales de Ontario y Colum­bia Británi­ca. En aque­l­la ocasión, Wag­n­er defendió la medi­da (en una expli­cación ante la pren­sa, algo poco común entre los mag­istra­dos de la Corte Supre­ma), ase­gu­ran­do que no esta­ba inten­tan­do excluir a ningu­na de las voces en el debate. La decisión de Wag­n­er fue final­mente rever­ti­da por la entonces pres­i­den­ta de la Corte Supre­ma, Bev­er­ley McLachlin.

No obstante, su trayec­to­ria en la Corte Supre­ma no se ha car­ac­ter­i­za­do por pre­sen­tar un per­fil espe­cial­mente desta­ca­do, por lo que muchos exper­tos coin­ci­den en señalar que es difí­cil pre­de­cir cuál será su ori­entación. La may­oría val­o­ra, en cualquier caso, su alta preparación, su total bil­ingüis­mo, su bue­na mano con los abo­ga­dos y su talante «amable».

Wag­n­er, cuyos abue­los emi­graron a Canadá des­de Bavaria (Ale­ma­nia), es católi­co (edu­ca­do con los jesuitas) y padre de dos hijos (un hijo y una hija), ambos tam­bién abo­ga­dos. Está casa­do con la jueza de la Corte Supe­ri­or de Que­bec Cather­ine Man­dev­ille. La may­or parte de su car­rera pro­fe­sion­al la ejer­ció como abo­ga­do de empre­sas en Mon­tre­al, has­ta que fue elegi­do juez de la Corte Supe­ri­or de Que­bec en 2004, y después, en 2011, de la Corte de Apela­ciones de esta mis­ma provincia.

La cúspide del sistema judicial

La Corte Supre­ma de Canadá, con sede en Ottawa, está for­ma­da por un total de nueve jue­ces, inclu­i­do el pres­i­dente. Todos los mag­istra­dos son des­ig­na­dos por el Gabi­nete de Min­istros a prop­ues­ta del primer min­istro, y aproba­dos, de for­ma sim­bóli­ca, por el Gob­er­nador Gen­er­al. Situ­a­da en la cúspi­de de la pirámide judi­cial, la Corte es el últi­mo recur­so para las apela­ciones proce­dentes de los tri­bunales provin­ciales y de la Corte Fed­er­al de Apela­ciones, si bien en algunos casos las apela­ciones se real­izan direc­ta­mente des­de los tri­bunales de primera instan­cia. La Corte Supre­ma puede ser con­sul­ta­da tam­bién por el Gob­ier­no sobre impor­tantes cues­tiones jurídi­cas, incluyen­do la con­sti­tu­cional­i­dad o no de una prop­ues­ta de ley, ya sea provin­cial o fed­er­al, o cues­tiones rel­a­ti­vas a la división de poderes.

Rosa Labordé, the refreshing voice of Canadian theatre

When Rosa Labor­dé arrives, shift­ing effort­less­ly between a very Cana­di­an Eng­lish and a Chilean accent­ed Span­ish, she’s all apolo­gies. She’s only a lit­tle bit late, and with a good rea­son (her cat was very sick and she had to run to the vet), but it’s not easy to con­vince her it’s all good. Tru­ly Cana­di­an. Tru­ly Chilean, too: “You know, we peo­ple from Latin Amer­i­ca, we have this reputation…”

After climb­ing a nar­row flight of stairs we end up in the artis­tic director’s office, a small but cozy place with a nice nat­ur­al light com­ing through the win­dow (Toronto’s fall at its best), but prob­a­bly not as inter­est­ing as the stage itself. “That would have been bet­ter,” she admits, “I’m sor­ry it’s closed.” Again, no big deal. We are at the heart of the Tar­ragon The­atre, one of the main cen­tres for con­tem­po­rary play-writ­ing in Cana­da, so no com­plaints. Opened in 1970, the the­atre has pre­miered over 170 works, includ­ing plays by Mor­wyn Breb­n­er, David French, Michael Healey, Joan MacLeod, Mor­ris Panych, James Reaney, Jason Sher­man, Bren­dan Gall and Judith Thomp­son. We are, in oth­er words, in Rosa Labordé’s most famil­iar territory.

And you can tell. It hasn’t been an easy morn­ing for her, but, some­how, you could say that she’s recon­nect­ing just by being in the build­ing. On the wall out­side, shar­ing space with two oth­er plays, hangs the poster of her lat­est pre­miere, the already crit­i­cal­ly acclaimed Marine Life, on stage until Decem­ber 17th.

Rosa Labor­dé. Pho­to by Julio César Rivas / Lat­tin Magazine

Ottawa-born Rosa Labor­dé is one of those names you should have in mind if you care about what’s going on in con­tem­po­rary Cana­di­an the­atre. Or even in tele­vi­sion, for that mat­ter. At only 38, she already has quite an impres­sive cur­ricu­lum. A play­wright, screen­writer, direc­tor and actress, she was a final­ist for the Canada’s Gov­er­nor General’s Lit­er­ary Award, the Dora award and the Cana­di­an Screen Award, and she has also received the K.M. Hunter Artist’s Award for The­atre. She is a grad­u­ate of both The Oxford School of Dra­ma in Eng­land and the Cana­di­an Film Cen­tre, and is cur­rent­ly play­wright-in-res­i­dence at the Tar­ragon The­atre and the Alu­na Theatre.

Her plays, includ­ing True, Like Wolves, Hush, Sug­ar (a Toron­to Fringe hit, vot­ed Out­stand­ing New Play by Now mag­a­zine), The Source, and espe­cial­ly Leo (her approach to the hor­rors of the Pinochet dic­ta­tor­ship through the fil­ter of a teenager’s love tri­an­gle), have been pro­duced through­out Cana­da. She has also devel­oped numer­ous tele­vi­sion and film projects for Sul­li­van Enter­tain­ment, Rhom­bus Media, Pier 21, Alci­na Pic­tures, House of Films, Enter­tain­ment-One, Fran­tic Films, Big Coat and Force Four, and the net­works CBC, Shaw-Glob­al and CTV Bell-Media. In 2016 she wrote the first two episodes of the sec­ond sea­son of HBO Canada’s Sen­si­tive Skin.

Born to a Chilean moth­er and a Cana­di­an father with Ger­man and Pol­ish-Ukran­ian back­ground, Labordé’s fam­i­ly past is deeply linked to sto­ries of per­se­cu­tion and repres­sion, with the Chilean dic­ta­tor­ship shad­ow­ing her mother’s side, and the Holo­caust haunt­ing the mem­o­ries of the sur­vivors on her father’s part of the tree. It’s prob­a­bly a good anti­dote against cyn­i­cism, and also a reminder that, even if threats change, and some things are just impos­si­ble to com­pare, it’s nev­er too late to care and to be aware of the fragili­ty of the world we inhab­it. That would be, adding some com­e­dy to it, what Marine Life is about.

Rosa Labor­dé is cur­rent­ly play­wright-in-res­i­dence at Tar­ragon The­atre, in Toron­to. Pho­to by Julio César Rivas / Lat­tin Magazine

A rad­i­cal eco­log­i­cal activist falls in love with a man who has a secret depen­den­cy on plas­tic… Marine Life, your new play, real­ly works like a clas­sic roman­tic com­e­dy. And there are indeed plen­ty of crack­ing and fun­ny moments. Why did you decide to approach some­thing as dra­mat­ic as the envi­ron­men­tal cri­sis of our time with humour?

To talk about some­thing like our envi­ron­ment right now, it’s so intense and so seri­ous, that I don’t think peo­ple will nec­es­sar­i­ly lis­ten. And when you explore a top­ic that has such grav­i­ty with lev­i­ty, you allow peo­ple to lis­ten more. Also, I love com­e­dy, and I think we sep­a­rate too much the gen­res. Peo­ple want things to be seri­ous or fun­ny, and if it’s seri­ous it’s seri­ous, and if it’s fun­ny, it can’t be about very seri­ous sub­jects. For me, in life, and I think that’s part of me being the daugh­ter of a coup, there is com­e­dy and there is tragedy. Always. Even in the dark­est times. Some­one makes some­one laugh, and that’s part of how we live. They go together.

That free­dom with gen­res seems to be a very dis­tinc­tive char­ac­ter­is­tic of your career as a play­wright. Sug­ar was pure com­e­dy, then you dealt with seri­ous fam­i­ly stuff in Hush, where you even touched on the chal­lenges of men­tal prob­lems, and you also wrote some­thing very social and polit­i­cal like Leo.

Yes. What’s more inter­est­ing to me is the sto­ry that needs to be told. More than what­ev­er genre that sto­ry fits into.

What was that sto­ry, in the case of Marine Life?

Marine Life is about these two peo­ple who should not real­ly be togeth­er. I know, like every roman­tic com­e­dy… She’s an activist, he’s a cor­po­rate lawyer, they’re on the oppo­site ends of the spec­trum. But what the play is ulti­mate­ly about is the fact that we all need to work togeth­er. More than any­thing alle­goric, it’s a metaphor for this time, and I thought the way to do that was to be play­ful, and to make the whole thing a metaphor. They’re also fish out of water, just like me, when I’m not home here, and I’m not home there either.

Would you say that the use of humour is also a way to avoid the temp­ta­tion of being didac­tic, or even paternalistic?

Exact­ly. I’m not a fan of didac­ti­cism. I don’t think it’s fun to go out to the the­atre, and pay mon­ey, and be lectured.

No ‘Save the whales’?

Absolute­ly not. This is about our flaws as human beings, our self-destruc­tive ten­den­cies, and how they rever­ber­ate into the way that we treat our plan­et, and that they’re not sep­a­ra­ble. It’s about becom­ing more human and more kind with each oth­er. And that is at the bot­tom, at the heart of the play. But I meet so many peo­ple who used to go to the the­atre and don’t go any­more, because they were tired of feel­ing bad. They were just tired of going to plays and leav­ing feel­ing bad. There are so many seri­ous sub­jects! And these are peo­ple who would go, who had sub­scrip­tions, who would pay their mon­ey to go and decid­ed they didn’t want to do that any­more. I real­ly think that to cre­ate some­thing that is enter­tain­ing, but still about some­thing, is the direc­tion to go if we want to make peo­ple leave their homes.

How present is your Chilean back­ground in your life and your work?

I was born in Ottawa, and I’ve been in Toron­to for about fif­teen years. I came here to make my career, because there was more work. But I go to Chile very often, I still have a lot of fam­i­ly there. It has always been been a part of my life. Mi primera lengua fue el español, todas las comi­das, todas las can­ciones que conoz­co, every­thing in my niñez was pri­mar­i­ly Chilean, in many ways. En mi casa, with mi mamá (she was very young, sev­en­teen, when she came to Cana­da), we spoke both Eng­lish and Span­ish, and Span­ish is still the lan­guage of our love. Cuan­do nos sen­ti­mos car­iñosos, that’s what we speak.

Your play Leo is about three teenagers liv­ing through that tumul­tuous part of their lives in the very trou­bled moment that was Chile before and after the 1973 mil­i­tary coup that over­threw the social­ist gov­ern­ment of Sal­vador Allende and installed Gen­er­al Pinochet as dic­ta­tor. How did the sit­u­a­tion in Chile dur­ing that dark peri­od become a sig­nif­i­cant part of your work, and why teenagers?

I began writ­ing Leo when I was in Thai­land, in Bangkok, where I was vol­un­teer­ing with a foun­da­tion that helps orphans, real­ly in the slums of Bangkok. And there it became appar­ent to me so much of what my moth­er and my grand­moth­er had been fight­ing for, which was basic human rights in Chile at that time, things that in Cana­da we take for grant­ed. I just thought about how much you believe that you can make a dif­fer­ence when you’re young. And I could see already in Thai­land (also very rich, very wealthy) the dis­par­i­ty between extreme wealth and extreme pover­ty. So I thought of that notion of being fif­teen, six­teen, sev­en­teen years old, and think­ing, “This isn’t fair, we’re going to change it,” but at the same time see­ing these cor­po­rate giants, these huge cor­po­rate and polit­i­cal enti­ties that won’t real­ly let that hap­pen. That was what real­ly inspired me to write it. Sal­vador Allende said that to be young and not to be a rev­o­lu­tion­ary is a con­tra­dic­tion in terms, and I thought that was a beau­ti­ful state­ment that I want­ed to explore in the play. The desire to make changes in a world that in many ways can be unchangeable.

Your fam­i­ly also plays a very impor­tant role in your plays.

My fam­i­ly is the most impor­tant thing in my life, so it would be sur­pris­ing if they didn’t end up in my work. It hap­pened with my play True, which I didn’t think was about my fam­i­ly at all, since it was very specif­i­cal­ly a take on King Lear. My sis­ter came, and my tía came, and they said, “Oh, so you wrote about the fam­i­ly,” and I said, “What?” And then I looked to it and they were right. I hadn’t even been aware of it, which is scary. I don’t think we can escape our ori­gins. At some point we have to com­plete­ly embrace, explore, under­stand, and that’s what makes us inter­est­ing humans, dif­fer­ent from the ani­mals. Where do we come from, why, who we are. How did that shape the way I see things, ver­sus how that shaped the way this per­son saw things, and how one is more right than the oth­er just because of how our per­cep­tion have been mould­ed by the expe­ri­ences we had grow­ing up.

What are you work­ing on now?

Apart from Marine Life, which is now on stage here, at Tar­ragon, I’ve cre­at­ed a web series about social media and how we wish our­selves to be seen ver­sus how we are in real­i­ty. I’m also writ­ing a cou­ple of tele­vi­sion shows, Five Eyes [a one-hour intel­li­gence thriller cre­at­ed by Paul Gross and John Krizanc] and Killing It [with Susan Coyne, co-cre­ator and co-star of the award-win­ning Slings and Arrows], both for CBC.

You write, you pro­duce, you direct, you act… Is there a need of being in con­trol of the whole process?

In a good way?

In a good way.

It’s the Euro­pean way, I guess, to do more than one thing, I mean. Here peo­ple want you to just be a writer, just be a direc­tor, just be a pro­duc­er. I’m real­ly inter­est­ed in every aspect of cre­ation, and I love the process of cre­ation more than I love any­thing else. I don’t care about open­ing nights. Atten­tion can be both fright­en­ing and pleas­ant, it real­ly depends. But mak­ing things, just mak­ing things, is so excit­ing to me. So every aspect of it that I can be a part of, I’m excit­ed about. It can be a lot, though, some­times. But, also, in this busi­ness you have to stay busy.

Hav­ing been on both sides of the stage, what’s the main dif­fer­ence for you in the per­cep­tions you have when you’re act­ing instead of directing?

It’s a com­plete­ly dif­fer­ent expe­ri­ence. You are in it in a com­plete­ly dif­fer­ent way. You get to be very self-focused, and I don’t mean that in a neg­a­tive way. You’re think­ing about how do I feel, how’s this affect­ing me. Every­thing is about keep­ing the instru­ment in a very good emo­tion­al shape, to be pre­pared, to work. I real­ly love it, and it’s also a great relief of the adrenaline.

You are cur­rent­ly play­wright-in-res­i­dence at Tar­ragon The­atre and also at Alu­na The­atre. How has the expe­ri­ence been so far?

I’ve been in-res­i­dence at Tar­ragon for a long time. It’s one of my favourite the­atres in the world, I love it here. And I was in-res­i­dence in Alu­na when I was writ­ing this play [Marine Life]. It’s great to have rela­tion­ships with the­atres. You can come to shows, you have artis­tic feed­back, peo­ple to talk to…

Pho­to by Julio César Rivas / Lat­tin Magazine

You said once in an inter­view: “The the­atre is my life. It’s where I’m going to stay.” Is it still?

I sup­pose it is in the sense that this is all I’ve done and all I do, but at the same time I do spend a lot of time think­ing about what life is. In the­atre some­times we try to dis­till moments of life that are beau­ti­ful, or mov­ing, or impor­tant, the touch­stones of our lives, and we bring them into a space to share them. But I don’t think that’s the most impor­tant thing. I think life itself is the most impor­tant thing. I think a lot now, espe­cial­ly, about how we live, and what’s most impor­tant. And if we are mak­ing some­thing for peo­ple to come and see, why are we doing it? The the­atre used to be every­thing, but now I think life is every­thing, and how do they fit togeth­er, and how do I offer some­thing that is mean­ing­ful, or, at least, enjoyable.

How do you see the cur­rent Cana­di­an scene? Do you think it’s hav­ing a good moment or do you think it’s kind of stuck?

Maybe a bit of both? What’s very excit­ing, espe­cial­ly in Toron­to, is that there’s always new com­pa­nies, there’s an extreme desire to make work, and there are these won­der­ful young com­pa­nies com­ing up, and inde­pen­dent com­pa­nies. When it comes to new work, though, a lot of these com­pa­nies are real­ly just bring­ing in plays that have been pro­duced in oth­er coun­tries. They’re bring­ing Amer­i­can or Euro­pean plays, so it doesn’t real­ly do much to build our cul­ture. What it does is to give peo­ple an oppor­tu­ni­ty to hone their craft. When it comes to the cre­ation of new work, there’s some real­ly inter­est­ing things hap­pen­ing, but I would say the lev­el is not where I would love it to be. I wish that peo­ple cared more about it. Even in Toron­to, where Tar­ragon is one of the pre­miere the­atres in Cana­da for new work, I can meet peo­ple every day who’ve nev­er heard of it, and they live five blocks away. That’s hard. I mean, peo­ple know who Robert Lep­age is, maybe in artis­tic cir­cles, and he’s incred­i­ble, because he’s been inter­na­tion­al, but that’s some­thing I think we need to devel­op in Canada.

Going back to your Latin Amer­i­can roots, could you name a few of your favourite Span­ish speak­ing authors?

Isabel Allende. She’s my favourite, always, since I was very lit­tle. I had a lit­tle bird that I named Eva Luna! Or Paula, the book about her daugh­ter, about the death of her daugh­ter… I think of that book so often. She taught me about mag­ic real­ism, and about life and love and how you see your­self. I start­ed to read her books when I was eleven, and she became a huge part of my tra­jec­to­ry. In some ways, it was very excit­ing, because I grew up in a home that was very Chilean, Span­ish, South Amer­i­can, but I also grew up in a cul­ture that wasn’t. And Isabel Allende brought all that back to me… And then, of course, Gabriel Gar­cía Márquez, Borges… There are so many. But it would just be unfair not to men­tion the influ­ence that she had on me.