Isleños en Toronto: un mundo aparte a diez minutos del centro

Miguel Máiquez, 10/4/2017
Dos jóvenes jue­gan al hock­ey en un canal con­ge­la­do de las Islas de Toron­to, con la ciu­dad al fon­do. Foto: Juan Gavasa / Lat­tin Magazine

Situ­adas a ape­nas diez min­u­tos en fer­ry del corazón de la ciu­dad, las Islas de Toron­to, o, sim­ple­mente, las Islas, son uno de los des­ti­nos preferi­dos de los toron­tianos en cuan­to lle­ga el buen tiem­po. Des­de que aso­ma la pri­mav­era has­ta bien entra­do el otoño, este sin­gu­lar enclave nat­ur­al se llena de vida, sin perder por ello su priv­i­le­gia­da condi­ción de refu­gio ale­ja­do del sofo­cante tor­belli­no urbano.

Si a uno no le impor­tan demasi­a­do las mul­ti­tudes (se cal­cu­la que cada año vis­i­tan el par­que más de 1,2 mil­lones de per­sonas, la gran may­oría en ver­a­no), las Islas son el lugar per­fec­to para cam­i­nar, pasear en bici­cle­ta, hac­er un pic­nic, reunirse en torno a una bar­ba­coa o a una hoguera en la playa, asi­s­tir a un concier­to, o sim­ple­mente rela­jarse sobre el césped. Hay inclu­so un pequeño par­que de atrac­ciones nos­tál­gi­ca­mente ancla­do en el pasa­do, un polémi­co aerop­uer­to (el Bil­ly Bish­op Toron­to City Air­port), y has­ta una playa nud­ista.

Para alrede­dor de 650 toron­tianos, sin embar­go, las Islas son mucho más que eso. Las Islas son su casa.

En las Islas de Toron­to hay actual­mente unas 250 casas habitadas. Foto: XQuadra Media

Durante los meses de invier­no, el ser­vi­cio de fer­ries a las Islas de Toron­to se reduce al mín­i­mo. De las tres rutas que cubren habit­ual­mente el trayec­to, las que unen la Ter­mi­nal Jack Lay­ton con Hanlan’s Point, Cen­tre Island y Ward’s Island, tan solo esta últi­ma está oper­a­ti­va, y con una menor fre­cuen­cia. Es el cordón umbil­i­cal que conec­ta a los isleños con la ciu­dad, y no es raro ver en cubier­ta, jun­to al puña­do esca­so de tur­is­tas dis­puestos a desafi­ar al frío, a res­i­dentes con car­ri­tos llenos has­ta arri­ba: cereales, huevos, pas­ta, deter­gente, rol­los de papel higiéni­co… En las Islas no hay super­me­r­ca­dos, y la com­pra, isleños o no, hay que hac­er­la. «Lo mejor es orga­ni­zarse, ele­gir un día a la sem­ana», cuen­ta Susan Roy: «Nosotros sole­mos ir los sába­dos por la mañana; nos gus­ta com­prar en St. Lawrence Market».

Susan Roy es una isleña de pura cepa. Vive en las Islas des­de hace más de 30 años («prác­ti­ca­mente no he cono­ci­do otra cosa»), está acti­va­mente impli­ca­da en el día a día de la comu­nidad, y conoce como pocos la par­tic­u­lar his­to­ria de un lugar que, como todo pre­sun­to paraí­so que se pre­cie, tiene sus luces y sus som­bras: «Los invier­nos aquí son duros, des­de luego, no son para cualquiera. Y lograr la esta­bil­i­dad que ten­emos aho­ra no ha sido nada fácil; ha habido que luchar mucho, y es impor­tante que eso no se olvide».

La lucha a la que se refiere es la larguísi­ma batal­la legal, resuelta final­mente en 1993, que los res­i­dentes de las Islas tuvieron que librar para poder seguir vivien­do en ellas, después de que, en los años 50, el entonces gob­ier­no met­ro­pol­i­tano de Toron­to deci­diese con­ver­tir­las en un gran par­que para la ciu­dad, y demol­er todas las casas.

A finales del siglo XIX, y bajo la atrac­ción del Roy­al Cana­di­an Yacht Club, Cen­tre Island fue poblán­dose con res­i­den­cias de ver­a­no y grandes casas vic­to­ri­anas. En con­traste, la comu­nidad de Ward comen­zó como un humilde asen­tamien­to de tien­das, tal y como recoge la fotografía de la época que mues­tra en esta ima­gen Susan Roy. Foto: XQuadra Media

Casi cuatro décadas de litigios

Pase­an­do, espe­cial­mente en invier­no, por la pequeña zona res­i­den­cial que se mantiene en pie actual­mente en las Islas (unas 250 casas en total, divi­di­das entre los islotes de Ward y Algo­nquin, y un úni­co café, el Rec­to­ry), cues­ta imag­i­nar que aquí lle­garon a vivir, en su momen­to de máx­i­ma ocu­pación, más de 2.000 per­sonas, una cifra que super­a­ba las 8.000 durante los meses de verano.

A finales de los años 40 y prin­ci­p­ios de los 50, las Islas esta­ban ocu­padas casi por com­ple­to, en muchos casos, por vet­er­a­nos de la Segun­da Guer­ra Mundi­al y sus famil­ias. Con­ver­tido en una autén­ti­ca zona sub­ur­bana de Toron­to, el lugar era una vibrante comu­nidad en la que no falta­ban ele­gantes teatros, un coque­to hotel de lujo con­stru­i­do en el siglo XIX, un par­que de atrac­ciones de tamaño con­sid­er­able, var­ios clubes náu­ti­cos, tien­das con todo tipo de ser­vi­cios, y has­ta un gran esta­dio de béis­bol en Hanlan’s Point, en el que, el 6 de sep­tiem­bre de 1914, con­sigu­ió su primer home run pro­fe­sion­al el leg­en­dario Babe Ruth.

El hotel Han­lan, en las Islas de Toron­to, hacia 1890. Foto: City of Toron­to Archives

Todo esto cam­bió rad­i­cal­mente cuan­do, en el año 1956, el gob­ier­no de la zona met­ro­pol­i­tana de Toron­to se hizo car­go de las Islas y, pre­sion­a­do por la cre­ciente pér­di­da de espa­cio públi­co en las zonas del puer­to, decidió con­ver­tir­las en un gran par­que para la ciu­dad. Pron­to comen­zaron las expropia­ciones, y la may­oría de las casas, una tras otra, fueron demol­i­das. No todos los res­i­dentes, sin embar­go, esta­ban dis­puestos a mar­charse, y la pequeña comu­nidad de veci­nos que optó por per­manecer en las Islas decidió desafi­ar a las autori­dades met­ro­pol­i­tanas, en un liti­gio que lle­garía, más de 20 años después, has­ta el Tri­bunal Supre­mo de Canadá.

Para cuan­do final­mente se for­mó la Aso­ciación de Res­i­dentes de las Islas de Toron­to, en 1969, tan solo 250 casas (el 4% de la super­fi­cie total de las Islas) se habían libra­do del bull­doz­er. En los años 70 se detu­vieron final­mente las demo­li­ciones, y el gob­ier­no met­ro­pol­i­tano comen­zó a arren­dar el ter­reno a los veci­nos, si bien los con­tratos debían ser ren­o­va­dos año a año. En 1973 la gestión de las Islas pasó al gob­ier­no munic­i­pal, pero la oposi­ción a la zona res­i­den­cial se man­tu­vo y, con ella, la ame­naza de nuevas expropia­ciones. Final­mente, y tras algunos inci­dentes de gran ten­sión entre autori­dades y res­i­dentes, el Gob­ier­no de Ontario se posi­cionó a favor de los veci­nos y, el 18 de diciem­bre de 1981, aprobó una ley por la que reconocía el dere­cho de los res­i­dentes a per­manecer en las Islas has­ta el año 2005, un pla­zo que se amplió pos­te­ri­or­mente (en 1993) a un peri­o­do de 99 años.

Los res­i­dentes de las Islas han sido tes­ti­gos de excep­ción del crec­imien­to de Toron­to en los últi­mos años. Foto: XQuadra Media

La lista

Los isleños no son, por tan­to, propi­etar­ios de los ter­renos en los que viv­en, que pertenecen a la Ciu­dad de Toron­to, sino que los ocu­pan en rég­i­men de arren­damien­to, a través de un fide­icomiso (land trust). Y están suje­tos, además, a una serie de condi­ciones. Las casas, por ejem­p­lo, deben ser su primera res­i­den­cia. Tam­bién, y en con­tra de la idea que tienen muchos toron­tianos, pagan sus impuestos. Y, como recuer­da Susan Roy, no pueden dejar los ter­renos en heren­cia: «Nue­stros hijos no tienen pri­or­i­dad», expli­ca, «para acced­er a una propiedad aquí tienes que estar en la lista».

Un puesto de inter­cam­bio de libros y revis­tas en las Islas de Toron­to. Foto: XQuadra Media

Ges­tion­a­da por el fide­icomiso de la Comu­nidad de Res­i­dentes de las Islas de Toron­to, el organ­is­mo estable­ci­do en 1993 para admin­is­trar las propiedades de las Islas, «la lista» es, efec­ti­va­mente, la úni­ca puer­ta de acce­so a esta reduci­da comu­nidad. Y es una puer­ta que ape­nas se abre. Con un máx­i­mo de 500 plazas, actual­mente se encuen­tra cer­ra­da, a la espera de que se pro­duz­can vacantes. Los aspi­rantes a arren­dar una parcela se van aña­di­en­do al final de la lista, que se mueve a rit­mo de caracol.

Según datos del pro­pio organ­is­mo, la media de ven­tas es actual­mente de una o dos parce­las al año. Y un estu­dio pub­li­ca­do en 2009 por Toron­toist cal­cu­la­ba que des­de que alguien logra inscribirse en la lista has­ta que se le ofrece una propiedad pueden pasar has­ta 35 años. Los pre­cios actuales de los arren­damien­tos oscilan entre los 54.000 dólares en la isla de Ward y los 70.000 en la de Algo­nquin. En cuan­to a las casas, actual­mente están val­o­radas en una media de entre 200.000 y 400.000 dólares, den­tro de una horquil­la que va des­de los 150.000 dólares la más bara­ta, a los 600.000 la más cara.

En estas condi­ciones, la ren­o­vación gen­era­cional de la población es un desafío. Según datos del últi­mo Cen­so, la población de las Islas ha exper­i­men­ta­do un descen­so del 5,6% entre 2011 y 2016. El 18% son per­sonas may­ores, y tan solo hay unos 200 niños . «Nece­si­ta­mos más gente joven», reconoce Susan Roy. «Siem­pre ani­mamos a las pare­jas jóvenes a que se apun­ten a la lista».

En las Islas de Toron­to hay un cole­gio públi­co de pri­maria (has­ta sex­to gra­do) e insta­la­ciones para cam­pa­men­tos esco­lares rela­ciona­dos con la nat­u­raleza. Foto: XQuadra Media

Un lugar único

La ofer­ta es ten­ta­do­ra. A pesar de incon­ve­nientes como la depen­den­cia del fer­ry (o de los cos­tosos water taxis), el niv­el bási­co de los ser­vi­cios, la crudeza del invier­no, o los molestos deci­belios que lle­gan des­de las fies­tas en los bar­cos durante el ver­a­no, las Islas son, real­mente, un lugar úni­co, un lugar donde todavía es posi­ble encon­trar un arraiga­do sen­timien­to de comu­nidad, donde la gente conoce a sus veci­nos (muchos de ellos, además, artis­tas), donde uno se desplaza a todas partes en bici­cle­ta sin peli­gro (es una de las pocas comu­nidades sin coches de Norteaméri­ca), y donde los niños pueden aún cam­par a sus anchas.

El par­que de bomberos de las Islas de Toron­to. Foto: XQuadra Media

Y es cier­to que no hay super­me­r­ca­dos, pero tam­poco están pre­cisa­mente al mar­gen de la civ­i­lización. Aparte de las atrac­ciones turís­ti­cas, la may­oría situ­adas en Cen­tre Island, en las Islas hay elec­t­ri­ci­dad, telé­fono, agua cor­ri­ente, ser­vi­cio de recogi­da de basur­as, Inter­net, una escuela públi­ca (has­ta sex­to gra­do), dos res­i­den­cias de día para may­ores, insta­la­ciones para cam­pa­men­tos esco­lares y has­ta un pequeño par­que de bomberos y una igle­sia (angli­cana). Por no hablar de la posi­bil­i­dad de dis­fru­tar de las mejores vis­tas de Toronto.

«Des­de aquí hemos sido tes­ti­gos de excep­ción de cómo ha ido cam­bian­do la ciu­dad, del espec­tac­u­lar crec­imien­to que ha exper­i­men­ta­do Toron­to en los últi­mos años», cuen­ta Susan Roy. «Y para los que viv­en en esos nuevos edi­fi­cios de aparta­men­tos, las Islas son como su patio trasero, su jardín, el úni­co lugar donde pueden dis­fru­tar de una zona verde».

La pequeña car­retera que recorre la Islas de extremo a extremo, ates­ta­da de cam­i­nantes, ciclis­tas y pati­nadores en los fines de sem­ana de ver­a­no, ofrece en pleno febrero, total­mente cubier­ta de nieve, la ima­gen más arquetípi­ca del invier­no cana­di­ense. En sus már­genes, uno de los canales que per­fi­lan el pequeño archip­iéla­go está total­mente con­ge­la­do. Var­ios ado­les­centes, recor­ta­dos con­tra el impre­sio­n­ante hor­i­zonte de ras­ca­cie­los de la ciu­dad, jue­gan al hock­ey. El esce­nario es excep­cional. La pre­gun­ta, si, en unos años, seguirá habi­en­do bas­tantes como para for­mar un equipo.

Las Islas de Toron­to, vis­tas des­de la Torre CN. Foto: Wiki­me­dia Commons

No siempre fueron islas

Las Islas de Toron­to eran orig­i­nar­i­a­mente una penín­su­la de unos 9 kilómet­ros de lon­gi­tud, uni­da al con­ti­nente por una estrecha lengua de are­na. Esta unión, sin embar­go, resultó inun­da­da en 1852 como con­se­cuen­cia de una fuerte tor­men­ta, que abrió un canal al este de Ward. Otro vio­len­to tem­po­ral, seis años después, agrandó más aún el canal e hizo la sep­a­ración per­ma­nente, dan­do lugar al úni­co grupo de islas exis­tente en la parte occi­den­tal del lago Ontario. En cuan­to a la zona en la que se encuen­tra actual­mente el aerop­uer­to, que ini­cial­mente era tam­bién un gran ban­co de are­na, ha sido rel­lena­da arti­fi­cial­mente en varias oca­siones, siem­pre con tier­ra extraí­da del fon­do del puer­to: la primera, para con­stru­ir el par­que de atrac­ciones orig­i­nal (demoli­do pos­te­ri­or­mente), y después para aco­modar el pro­pio aeropuerto.

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