Vladimir Putin, ¿el Rasputín del siglo XXI?

Miguel Máiquez, 16/09/2013

Comparar al presidente ruso, Vladimir Putin, con el legendario Rasputín no deja de ser una licencia con una buena dosis de tópico, pero si consideramos al segundo más como un símbolo que como un personaje estrictamente histórico, la comparación gana puntos.

Al margen de sus supuestas proezas sexuales, Rasputín, en el imaginario occidental al menos, es la intriga, la seducción, la mano de hierro y el pulso que no tiembla, el poder que o se odia o se idolatra. Y ahí, Putin, amo y señor de los destinos de Rusia en lo que llevamos de siglo, estratega más o menos discreto que siempre logra caer de pie, piedra en el todopoderoso zapato de Estados Unidos, pesadilla para quienes creían que con el final de la guerra fría acabarían las disidencias, controlador de la mayoría de los medios de comunicación de su país, adicto al trabajo, aspirante a sex symbol en su versión macho, azote de homosexuales, y tan criticado en Occidente como respaldado por los propios rusos (en 2012 su popularidad rondaba el 73% y un año después sigue estando en torno al 60%), ahí, Putin empieza a encajar un poco mejor en el rastro dejado hace cien años por el místico maquiavélico que campó por el palacio del último zar como Pedro por su casa.

Sus controvertidas políticas y actuaciones no son nada nuevo. Antiguo miembro de la soviética KGB (fue espía en la Alemania Oriental entre 1985 y 1990), Putin llegó al poder en el año 2000 como principal instigador de la brutal (y eficaz) represión en Chechenia. Ese mismo año tuvo que lidiar con el desastre del submarino Kursk, y, dos años más tarde, con las duras críticas que recibió por la forma letal con que se puso fin a la toma de rehenes en un teatro de Moscú, una historia que se repitió en 2004, en el trágico secuestro de la escuela de Beslán.

Durante su primer mandato, Putin, además de restablecer el himno soviético (cambiándole la letra), recentralizó el poder en Rusia, y en 2004 arrasó en las elecciones. Un año después encarceló (por evasión de impuestos) al hombre más rico del país, el fundador y presidente de la petrolera Yukos, Mijail Jodorkovsky. En 2006, y de nuevo en 2009, le cortó el gas a Ucrania, y en 2008 amenazó con apuntar sus misiles a los países de la UE (en respuesta a los planes antimisiles de Estados Unidos), y reconoció la independencia de las regiones separatistas georgianas de Abjasia y Osetia del Sur, tras intervenir militarmente en esta última, en lo que se interpetró como un nuevo expansionismo ruso. Putin siguió ejerciendo el poder en la sombra durante la presidencia de su protegido, Dimitri Medvedev (2008–2012), y volvió a ser elegido presidente (por tercera vez, y con acusaciones de fraude) en 2012.

Es a partir de este último año, sin embargo, cuando su vertiente más polémica (y, para sus críticos, autoritaria), parece haberse desatado. En apenas unos meses, su gobierno ha aprobado varias leyes que, en la práctica, discriminan a los homosexuales, su sistema judicial ha encarcelado a las integrantes de un grupo punk-rock feminista por criticarle (las ya célebres Pussy Riot), y ha ordenado detener a la directora de un museo que permitió colgar una obra en la que aparecía en camisón de mujer. Además, ha conseguido colocar como alcalde de Moscú, un puesto clave en Rusia, a su candidato y gran aliado, Serguéi Sobianin, venciendo al hombre de moda en la oposición rusa, el joven abogado y bloguero que lideró las protestas del año pasado contra Putin, Alexéi Navalni, de 37 años.

La jugada siria

Pero si su influencia ha seguido creciendo en el interior, es en el ámbito internacional donde Putin está resultando cada vez más determinante, especialmente en la crisis siria. El apoyo del Kremlin al régimen de Bashar al Asad (al que también respaldan otros países, como China o Irán) lleva más de dos años bloqueando una posible resolución de condena (o de algo más) por parte del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, y, en las últimas semanas, está siendo clave en la evolución de las amenazas de Estados Unidos tras el ataque con armas químicas ocurrido cerca de Damasco.

El último episodio de esta guerra diplomática ha puesto de manifiesto una vez más la habilidad del presidente ruso, o más bien de su equipo, ya que, en este caso, el protagonista fue su ministro de Exteriores, Serguéi Lavrov, quien, con una astuta y rápida reacción, convirtió una frase retórica del secretario de Estado estadounidense, John Kerry, en una iniciativa destinada a evitar un ataque militar de EE UU sobre Siria. Preguntado sobre qué ocurriría si Asad accediese a ceder el control de sus armas quimicas, Kerry respondió: “Seguro que sí, podría entregar todas y cada una de sus armas químicas a la comunidad internacional la semana próxima, entregarlas todas y sin retraso, pero no lo va a hacer y además no se puede hacer”. Moscú se tomó en serio las palabras del secretario de Estado, trasladó la propuesta a Damasco y el régimen sirio la aceptó, al menos aparentemente. El asunto ha obligado a Obama a conceder entrevistas, a retrasar la votación sobre el ataque en el Senado y a asegurar que estudiará la iniciativa rusa.

Paralela a este nuevo talante más constructivo, Putin mantiene asimismo su tradicional actitud dura, tratando de no abandonar del todo sus posiciones, de cara a un posible ataque de EE UU. Este mismo miércoles, el presidente ruso advirtió de que una intervención militar estadounidense contra Siria “desataría una nueva ola de terrorismo”, y señaló que el uso de armas químicas es responsabilidad de la oposición al Gobierno de Asad. En un artículo de opinión publicado en la edición digital del diario The New York Times, Putin indicó que “no hay dudas de que se utilizó gas venenoso en Siria”, pero que “todas las razones apuntan a creer que no fue empleado por el Ejército, sino por las fuerzas de oposición, para provocar una intervención extranjera”, posición frontalmente opuesta a la de Estados Unidos, que asegura tener pruebas de un ataque del régimen sirio el pasado 21 de agosto.

En la cuidada estrategia de Moscú en torno a la crisis siria está jugando también un papel fundamental el trabajo de los servicios de información. A principios de este mes, por ejemplo, el ministerio ruso de Defensa informó de que sus radares habían detectado el lanzamiento de dos “objetos balísticos” desde el Mediterráneo central hacia la zona oriental de este mar, donde se encuentra Siria. Posteriormente, el Gobierno israelí tuvo que confirmar que habían sido ellos los autores, y explicó que se trataba de un ensayo militar conjunto con Estados Unidos.

Irak, espías y Edward Snowden

Lo cierto es que, al margen del problema de Siria, los desencuentros entre el gobierno de Putin y la Casa Blanca han sido constantes, empezando por el rechazo ruso a la invasión de Irak de 2003, pasando por el escándalo de los espías rusos detenidos en EE UU en 2010, y terminando (de momento) por el asilo concedido por Moscú al extécnico de la CIA y la NSA Edward Snowden, el hombre que reveló al mundo cómo el Gobierno de Obama espía indiscriminadamente a millones de ciudadanos.

Y son precisamente inciativas como esta última las que permiten al presidente ruso mantenerse para muchos como estandarte del contrapoder, en un escenario internacional que parece peligrosamente condenado al unilateralismo. Para sus defensores en el exterior, los ataques a Putin forman parte de una estrategia de descrédito encaminada a justificar la política estadounidense. Para los rusos que le respaldan en el interior (la mayoría), Putin representa la garantía de que su país, a pesar de los graves problemas económicos y sociales, a pesar de la corrupción, continúa teniendo un papel destacado en el mundo; el símbolo de una identidad nacionalista muy arraigada; un ejemplo de firmeza y vigor tras los difíciles años del errático Boris Yeltsin y el postcolapso soviético.

Las imágenes con que los libros de historia acompañan la vida pública de Rasputín nos muestran a un personaje que parece salido directamente de un delirio expresionista, con su larga barba, su pelo ralo dividido en dos, sus austero hábito negro, sus admiradoras entregadas y una mirada capaz de atravesar a cualquiera que se le ponga por delante. Cien años después, las agencias oficiales de Putin difunden publirreportajes en los que el presidente aparece pescando peces gigantes, montando caballos pura sangre, con el torso desnudo, jugando al hockey, tocando el piano con un elegante traje, sumergiéndose en el fondo del mar a bordo de un batiscafo, practicando judo y esquí de fondo, demostrando su gran amor por los animales o conduciendo bólidos de Fórmula 1 y motos que harían las delicias de los Ángeles del Infierno. Las comparaciones, al final, nunca son justas.

 
 
 
 

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