La esperanza en una botella de vino

Miguel Máiquez, 26/5/2013
Publicado en el Especial 25 Aniversario de La Opinión de Murcia

Siem­pre me ha gus­ta­do cruzar fron­teras, a pesar de que nun­ca he creí­do en ellas. Las fron­teras son el exo­tismo román­ti­co de un pas­aporte lleno de sel­l­os, el mapa arru­ga­do en el bol­sil­lo, la adren­a­li­na de estar aven­turán­dose en algo nue­vo, el via­je. Pero tam­bién, procuro no olvi­dar­lo, un absur­do abso­lu­to, el autén­ti­co cáncer de nues­tra civ­i­lización, el ori­gen de muchos de nue­stros males y, cada vez más, un tremen­do incordio.

Tal vez por eso, cuan­do, allá por 1994, decidí que había lle­ga­do el momen­to de coger los bár­tu­los y cruzar unas cuan­tas, ni se me ocur­rió coser en la tela de mi mochi­la una ban­dera del país donde nací. Lo que cosí, o me cosió mi madre, para ser exac­tos, fue un escu­do de mi ciu­dad, un escu­do de Mur­cia (la Región me qued­a­ba aún algo aje­na). Has­ta ahí lle­ga­ba, más o menos, mi sen­timien­to de perte­nen­cia a una enti­dad políti­ca, en la con­vic­ción de que, con un par de excep­ciones, las cosas para las que creemos nece­si­tar organ­is­mos admin­is­tra­tivos supe­ri­ores no son ni nece­sarias ni, gen­eral­mente, bue­nas. Me gus­ta pertenecer a una cul­tura (españo­la, ibéri­ca, mediter­ránea, euro­pea, lati­na); me car­ga pertenecer a un país. Mejor mi tier­ra que mi patria, grande o chica.

En fin, además del escu­do, en la mochi­la tam­bién llevé, estoy seguro, un ejem­plar de La Opinión, el per­iódi­co en el que había tra­ba­ja­do durante cer­ca dos inter­rumpi­dos años, y al que volvería después de mi regre­so para tra­ba­jar otros cin­co años más, siem­pre pega­do a la actu­al­i­dad de la Región más de ver­dad, la más real, la de sus pueb­los, sus comar­cas, sus municipios.

Des­de entonces han pasa­do ya casi dos décadas, que se dice pron­to, y aho­ra vivo en otra ciu­dad, Toron­to, a miles de kilómet­ros de dis­tan­cia y con otros per­iódi­cos, pero en mi mochi­la sigue el mis­mo escu­do, y en los favoritos de mi nave­g­ador, el mis­mo diario.

Los inten­sos e inolvid­ables años que pasé en La Opinión me apor­taron muchas cosas. En primer lugar, grandes com­pañeros y grandes ami­gos; en segun­do, un apren­diza­je pro­fe­sion­al (de lo bueno y de lo malo de este mar­avil­loso ofi­cio) que aún me ali­men­ta; en ter­cer lugar, una for­ma nue­va de mirar mi ciu­dad, mi región, mi tier­ra; una mira­da más con­sciente, más críti­ca y, a la vez, más per­son­al, más compasiva.

La dis­tan­cia es un arma de doble filo. Las pocas noti­cias de Mur­cia que lle­gan has­ta aquí, es decir, las malas noti­cias, refle­jan un panora­ma des­o­lador. Y a la vez, sin embar­go, es más fácil rel­a­tivizar las cosas, ver­las con per­spec­ti­va. Cuan­do uno está lejos, una his­to­ria de esper­an­za, de sol­i­dari­dad, de superación, por pequeña sea, per­manece durante más tiem­po en la memo­ria, resiste mejor el embite inmis­eri­corde de las noti­cias del día sigu­iente. Y, al final, son esas his­to­rias las que van con­struyen­do poco a poco el futuro.

Des­de que vivo en Canadá he tenido que dibu­jar innu­mer­ables veces, gen­eral­mente en servil­letas de bar, un mapa de España con la Región de Mur­cia gara­batea­da ahí, en la esquina. Pocos saben de qué estoy hablan­do cuan­do digo de dónde soy, de dónde ven­go. Como mucho ven que está cer­ca del mar, adiv­inan buen tiem­po, mucho sol, bue­na comi­da, y ponen cara de envidia. Y en algu­nas oca­siones casi es mejor así. Porque para los más enter­a­dos, para aque­l­los que se pre­ocu­pan por las mis­mas cosas que me pre­ocu­pan a mí, la ref­er­en­cia inmedi­a­ta no es pre­cisa­mente bue­na y se resume, aún hoy, en una triste pal­abra: ladrillazo.

Y, sin embar­go, te invi­tan a una cena, vas a com­prar algo para no lle­gar con las manos vacías y, de pron­to, encuen­tras, en un rincón del estante, un vino de Yecla. Y lo coges, claro. Y pien­sas que en esa humilde botel­la hay más de lo que parece, más que un buen vino a un buen pre­cio. Porque alguien, a miles de kilómet­ros, se empeña en seguir luchan­do por pros­per­ar, por salir ade­lante, por hac­er su tra­ba­jo lo mejor posi­ble y por lograr colo­car su pro­duc­to, grande o pequeño, como sea y donde sea (el 90% del vino yeclano se vende fuera de España, y la may­oría, en Canadá y Esta­dos Unidos). Y porque, por muy mal que estén las cosas, a pesar de la inde­cente medioc­ridad de los políti­cos, a pesar de los ter­cos nubar­rones de esta cri­sis que no escam­pa, del desem­pleo bru­tal, de los recortes, a pesar, sobre todo, de las fron­teras, físi­cas y men­tales, esa botel­la ha logra­do lle­gar has­ta aquí, y al abrir­la a uno le gus­ta pen­sar que viene de una tier­ra donde la gente no se rinde fácilmente.

Tal vez por eso insis­to en respon­der «de Mur­cia», en lugar de «del sur», o algo pare­ci­do, cuan­do me pre­gun­tan que de qué parte de España soy. Y tal vez tam­bién por eso sigo leyen­do La Opinión siem­pre que puedo. Porque cumplir 25 años en el kiosco, con los tiem­pos que cor­ren, es, además de un moti­vo de cel­e­bración, una his­to­ria de resisten­cia y de con­fi­an­za en el futuro.

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