Caliope

Miguel Máiquez, 05/09/2010
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1

Nada más despertar siento un intenso dolor en la espalda. Intento moverme, pero los músculos no responden. La oscuridad es total, no veo absolutamente nada. ¿Dónde estoy? Tierra. Huele a tierra… Y hay agua. Primero noto la humedad; luego me doy cuenta de que la mitad de mi cuerpo está ya completamente sumergida. Haciendo un gran esfuerzo alargo los brazos y mis manos tropiezan con un muro. Estoy rodeado por una pared de tierra. ¿Un pozo? Eso es, estoy en un pozo. Pero, ¿cómo? No recuerdo haber caído en ningún pozo… ¿Dónde estaba cuando me quedé dormido? En mi cama, en mi casa, como siempre, como cada noche. ¿Estoy soñando aún, entonces? No, el dolor en la espalda es demasiado real, demasiado intenso… Me muerdo la lengua, pero nada cambia. La misma oscuridad, el mismo olor a tierra. Y el agua cubriéndome ya hasta el pecho. Empiezo a sentir pánico, como un sabor metálico en el fondo de la boca. Tengo que salir de aquí, tiene que haber algún modo de escapar, una puerta, una escalera… ¿Qué va a pasarme? No quiero morir… Hay tantas cosas que debo hacer aún… Escribir, escribir… Yo tenía que escribir, escribir mucho, escribirlo todo… Trato de girar la cabeza en busca de alguna luz, pero el dolor me atraviesa como un cuchillo. Ayuda, pedir ayuda, gritar…

—¡Socorro!

No hay respuesta.

—¡Ayuda!

La oscuridad gira a mi alrededor. Cierro los ojos y decido esperar unos segundos antes de volver a intentarlo. El agua sigue subiendo. Empiezo a sentir unas incontenibles ganas de llorar… Y entonces, como llegada desde muy lejos, oigo su voz:

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

2

A través de la cortina entreabierta puedo ver el cielo, un cielo azul, soleado; por la ventana entra una brisa ligera que me acaricia el rostro. Recorro la habitación con la vista: Es un cuarto grande, pero con muy pocos muebles. Veo un escritorio de madera completamente vacío, una silla, un gran baúl de viaje de color rojo oscuro, la cama donde estoy acostado… Nada más.

Intento moverme, muy despacio, temiendo volver a sentir el dolor en la espalda. Pero mi espalda parece estar perfectamente. Todo mi cuerpo está descansado. Entonces me doy cuenta de que estoy desnudo. El tacto de la sábana es suave… Me llevo las manos a la cara, a la cabeza, al pecho, a las piernas… No hay heridas, ni un rasguño. Debería levantarme, llamar, averiguar dónde estoy, pero la cama es como un imán del que no quiero separarme aún. Tal vez podría volver a cerrar los ojos y seguir durmiendo un rato más; tal vez al despertar de nuevo todo volverá a ser como antes, mi casa, la densidad de mi dormitorio, mi ropa tirada por el suelo… ¿Dónde está mi ropa? La almohada huele a azahar. Poco a poco va ganándome un sopor dulce y los pensamientos empiezan a abandonarme uno tras otro, hasta que me quedo profundamente dormido.

Al despertar todo vuelve a estar oscuro, pero no estoy en el pozo. Tampoco en mi casa. Sigo en la misma habitación. La ventana continúa abierta, pero alguien ha descorrido las cortinas y puedo ver las estrellas. Compruebo una vez más que el dolor en la espalda ya no está. Me siento lleno de energía y me levanto de un salto, pero veo que la puerta está cerrada y temo estar atrapado, secuestrado… Vacilando, tratando de no hacer ruido, me acerco y giro despacio el picaporte. La puerta se abre sin dificultad, y vuelvo a cerrarla. Regreso a la cama y me siento sin saber qué hacer. Finalmente, cojo la sábana de la cama, me cubro con ella y salgo de la habitación.

Cuando mis ojos se han acostumbrado por fin a la penumbra distingo un pasillo no muy largo y otra habitación al fondo con la puerta abierta. Avanzo palpando las paredes y me asomo con cuidado: es una cocina. Regreso sobre mis pasos y veo que en el pasillo hay otras dos puertas más, ambas cerradas. Abro la que está a mi derecha: un cuarto de baño. Entro y orino sin enceder la luz. Luego veo el espejo. Está muy oscuro, pero nada en mi cara parece haber cambiado… Vuelvo a salir al pasillo y abro la puerta de la izquierda: ella está durmiendo, acostada en posición fetal. Tiene el pelo corto y, por la expresión de su cara, parece estar soñando. A su lado, en la mesilla de noche, hay un cuaderno abierto. Está en blanco. La sangre empieza a hervirme en las venas.

Aquella fue la primera vez que la vi dormida. La última ha sido esta misma mañana, tres años después. Caliope, mi amor, mi vida, se me abrazaba en los rescoldos de su último sueño, justo antes de despertarse al día en el que se ha ido para no volver jamás. Y yo no he tenido tiempo ni de darle las gracias.


Miguel Máiquez, 5/9/2010
Archivado en Están todos vivos
En el relato: Caliope

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