Gabriel

Miguel Máiquez, 25/03/2010
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Cuando se me acabó el día regresé, pero al llegar a mi casa pasé de largo y continué caminando calle arriba porque, lejos de remitir, la profunda tristeza que me había invadido el alma nada más levantarme por la mañana seguía creciendo y creciendo dentro de mí.

¿Y tú? Tú, a esa misma hora en que estaba a punto de perderse irremediablemente la luz del sol, tú estabas empezando a escribir tu poema.

Y cuando se me acabó la calle y se me acabaron también las casas y la gente y las flores en los balcones, entonces ya no supe qué más hacer y seguí caminando. Pero caminaba sin querer caminar, y cada paso era como un tropiezo, y en cada tropiezo la tristeza se hacía más y más grande, y todo parecía tan seco y tan vacío que los dientes se me aflojaban en la boca como si fueran a caérseme para siempre.

Y así pasaron muchas horas, las horas más oscuras de la noche. Y yo era el único hombre en el mundo, ahogándome entre el arrepentimiento y la desesperanza. Yo era el único hombre del mundo y la ciudad era un pantano lleno de monstruos.

Entré en los bares y me detuve en los semáforos, crucé los puentes, besé a las brujas, me perdí. Dentro de mí mismo, me perdí. Y cuando me ví reflejado en un cristal sentí deseos de escupir y de rendirme.

Pero entonces amaneció y volví a mi casa, y cuando abrí la puerta no era mi casa, sino tu casa. No eran mis muebles, sino los tuyos. La mesa de camilla y las sillas desgastadas, el mantelito bordado, las cortinas raídas por el tiempo. Tu casa, tu humilde casa.

¿Y tú? Tú me invitaste a pasar y después fuiste a hacer café.

¿Y yo? Yo te esperé leyendo tu poema recién escrito, a salvo del miedo.

Cuando llueve, y reviso mis papeles, y acabo
tirando todo al fuego: poemas incompletos,
pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
fotografías, besos guardados en un libro,
renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,
y así atizo las llamas, y salto la fogata,
y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
¿no es la felicidad lo que me exalta?

Cuando salgo a la calle silbando alegremente
-el pitillo en los labios, el alma disponible-
y les hablo a los niños o me voy con las nubes,
mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos
desnudos y morenos, sus ojos asombrados,
y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
salpican de alegría que así tiembla reciente,
¿no es la felicidad lo que siente?

Cuando llega un amigo, la casa está vacía,
pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,
aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,
y yo asisto al milagro ‑sé que todo es fiado‑,
y no quiero pensar si podremos pagarlo;
y cuando sin medida bebemos y charlamos,
y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
y lo somos quizá burlando así a la muerte,
¿no es felicidad lo que trasciende?

Cuando me he despertado, permanezco tendido
con el balcón abierto. Y amanece: las aves
trinan su algarabía pagana lindamente:
y debo levantarme, pero no me levanto;
y veo, boca arriba, reflejada en el techo
la ondulación del mar y el iris de su nácar,
y sigo allí tendido, y nada importa nada,
¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
¿No es felicidad lo que amanece?

Cuando voy al mercado, miro los abridores
y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
los higos rezumantes, las ciruelas caídas
del árbol de la vida, con pecado sin duda
pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
regateo, consigo por fin una rebaja,
mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
y abre la vendedora sus ojos asombrados,
¿no es la felicidad lo que allí brota?

Cuando puedo decir: el día ha terminado.
Y con el día digo su trajín, su comercio,
la busca del dinero, la lucha de los muertos.
Y cuando así cansado, manchado, llego a casa,
me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
y la música reina, vuelvo a sentirme limpio,
sencillamente limpio y, pese a todo, indemne,
¿no es la felicidad lo que me envuelve?

Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
“Estaba justamente pensando en ir a verte.”
Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,
pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
sino de cómo van las cosas en Jordania,
de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,
y al marcharme me siento consolado y tranquilo,
¿no es la felicidad lo que me vence?

Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas;
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarse en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no es esto ser feliz pese a la muerte?
Vencido y traicionado, ver casi con cinismo
que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
¿no es la felicidad que no se vende?

—Gabriel Celaya (1911–1991), Momentos felices
Niek van Wijngaarden, "Birth" (arte digital)
Niek van Wijngaarden, Birth (arte digital)

Miguel Máiquez, 25/3/2010
Archivado en Están todos vivos
En el relato: Gabriel Celaya

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