The Bare Necessities

Miguel Máiquez, 25/05/2009
mowgli

—Tesoro, vamos a cerrar…

—¿Eh?

—Que vamos a cerrar ya, corazón.

Mowgli levantó la vista del vaso de ginebra y vio su imagen reflejada en el espejo, detrás de la barra. Encendió un cigarrillo y dio un último trago a la bebida. La ginebra estaba ya caliente, aguada.

—¿Qué hora es? —dijo.

—Son casi las cuatro y media.

—Joder…

—¿No vas a entrar con ninguna chica esta noche? Todavía te da tiempo a uno rapidito.

—No, creo que no. Dime qué te debo.

—Ya me has pagado, cariño.

—¿Ah, sí? Bueno…

—Vete a casa, anda…

Mowgli se levantó y, tambaleándose, logró alcanzar la salida, abrir la gruesa puerta del puticlub y salir a la calle. Aún no había amanecido. La noche seguía igual de húmeda, agobiante, bochornosa. Las goterones de sudor le caían por la frente hasta los ojos y el efecto del alcohol, ahora que se había levantado al fin, le produjo náuseas.

Lenta, pesadamente, Mowgli empujó sus casi 90 kilos de peso calle arriba hasta que le faltó la respiración y tuvo que detenerse. Parado en mitad de la acera, podía sentir el sudor corriéndole a chorros por la espalda. Rebuscó en sus bolsillos y encontró un último cigarrillo. Estaba roto, pero lo encendió de todos modos. Sintió que la mirada se le estaba licuando.

A casa, sí, podía ir a casa. Podía ir a casa y hundirse otra vez en su cama hasta las tres de la tarde, y despertarse con otro terrible dolor de espalda, y calentarse otra lata de comida. ¿Cuánto dinero le quedaba? Lo bastante para dos o tres noches más en el puticlub, lo bastante para una semana más de comida de lata ¿Y luego? Luego se acabó. No había luego.

Una máquina limpiadora se acercaba por la acera engullendo porquería con sus grandes cepillos y Mowgli tuvo que echarse a un lado. Tiró el cigarrillo al suelo en cuanto pasó la máquina y después volvió a rebuscar en sus bolsillos para comprobar si aún tenía para un taxi. Un par de billetes, suficiente. Dio unos pasos hasta la esquina y esperó, manteniéndose a duras penas de pie.

Pasaron por lo menos diez minutos sin que apareciese ni un solo coche, y Mowgli empezó a hacerse a la idea de que tal vez tendría que volver caminando. Pero entonces, de pronto, las luces inconfundibles del autobús surgieron al fondo de la calle. ¿Dónde estaba la puta parada? Al otro lado. Sólo tenía que cruzar la calle, y no había un alma. Ni siquiera tenía que esperar a que el semáforo cambiase… Llegó a la parada justo a tiempo, con las pulsaciones a punto de hacerle estallar el corazón, sin aliento y bañado en sudor.

—¿Hasta dónde va? —balbuceó.

—Hasta la selva, suba.

Mowgli subió, pagó su billete y, ocupando casi dos asientos, se sentó jadeando junto a la ventanilla. El autobús estaba vacío.

Poco a poco, parada tras parada, fueron saliendo de la ciudad, y apenas media hora después el autobús avanzaba ya rodeado de una oscuridad total. Entonces se detuvo.

—¡Eh! ¡Amigo! Es la última, ¿se baja o qué?

Mowgli no se molestó en responder. Se levantó y se quedó parado frente a la puerta. El conductor abrió y Mowgli descendió los dos escalones tratando de no perder el equilibrio. El autobús dio la vuelta y se fue por donde había venido. A los pocos segundos dejó de oírse el sonido del motor y Mowgli se encontró completamente solo en la cuneta de la carretera, deslumbrado aún por las luces del autobús, incapaz de ver nada. Como esas pesadillas en las que parece que tenemos siempre los ojos cerrados a pesar de que no dejamos de abrirlos y abrirlos.

No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. Había estrellas y un poco de luz de luna. Fue entonces cuando descubrió el estrecho sendero que, semioculto entre la maleza, comenzaba a tan sólo unos metros de la parada. Con gran dificultad, se sentó en el suelo y se quitó los zapatos y los calcetines. Luego se incorporó y se desprendió del resto de la ropa hasta quedarse completamente desnudo. Esperó un par de minutos para recuperar el aliento y se adentró en la selva.

Cuando, cerca de una hora después, llegó al claro del bosque, Mowgli tenía ensangrentadas las plantas de los pies y el cuerpo cubierto de arañazos. Por encima de las copas de los árboles empezaba a clarear un nuevo día. Exhausto, se sentó en el suelo. Estaba al borde del colapso físico, y las lágrimas empezaron a brotarle sin control.

—¿Bagheera? —gritó—. ¿Baloo?

Su voz se perdió en el estruendo de miles de pájaros.

—¿Bagheera? ¿Baloo…? No quiero morirme… No quiero morirme así. Tan solo…


Miguel Máiquez, 25/5/2009
Archivado en Están todos vivos
En el relato: Mowgli
Imagen: Sixteen illustrations of subjects from Kipling’s «Jungle book» (Edward Detmold, 1903), detalle

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1 comentario

  • kuki (i) dice:

    ¿Cuánto costará un autobús con última parada ‘La Selva’? ¿Cómo será la marquesina de una parada de autobús de la selva? Al menos, seguro que no será de publicidad de una revolucionaria línea de anticelulíticos 😉

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