Los edificios estaban cubiertos de esmeraldas

Miguel Máiquez, 11/03/2009
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I

No era mi autobús, pero hacía tanto frío, y el mío tardaba tanto, que me subí igualmente. A los pocos minutos cerré los ojos y, apoyado a duras penas contra el cristal de la ventanilla, me quedé semidormido.

Cuando desperté, lo primero que hice fue mirar el reloj. Las once y media. Es decir, iba a llegar por lo menos una hora tarde. Y eso si tenía la suerte de coger pronto el autobús que hacía la ruta en sentido contrario. Pulsé el botón de parada y me bajé. No sabía dónde estaba.

Crucé la calle y me dispuse a esperar. No había ni un alma y seguía haciendo un frío terrible. Entonces descubrí, en el suelo, sucia y mojada por la lluvia, una pequeña agenda de teléfonos.

Siempre he sido un poco voyeur, y siempre he encontrado buenas excusas para serlo. Tal vez venga la dirección del propietario y pueda devolvérsela, pensé esta vez. Además, no tenía ningún libro para leer en el trayecto de vuelta. Cogí la agenda.

El autobús tardó más de veinte minutos en aparecer, y luego, otros cuarenta y cinco hasta que llegó al centro, donde estaba la redacción de mi periódico. Tuve, pues, tiempo suficiente para leer la agenda de cabo a rabo. Tampoco había, en cualquier caso, demasiados nombres. Treinta o cuarenta, como mucho.

Alguien debería escribir algo sobre las agendas anónimas, pensé. Cuántas mujeres, cuántos hombres, qué nombres están escritos con letra firme, o incluyo subrayados, cuáles son apenas legibles… Cada nombre, una historia, y cada historia, otras mil…

De esta agenda en particular me llamaron la atención tres cosas: Había una Elena sin hache y una Helena con hache, pero las dos tenían el mismo número de teléfono; había también alguien que se llamaba Nube; y en la J figuraba un tal Julio Verne: «Jules Verne — 2, rue Charles Dubois, Amiens (Francia)».

Nada más entrar en la redacción me dirigí a la mesa de mi redactor jefe, dispuesto a disculparme, una vez más, por llegar tarde.

—Buenos días… —dije—. Llego tarde, lo siento…

—¿Mmm? Sí, bueno. Tampoco es que importe mucho ya, ¿no?

—¿Qué quieres decir?

—¿No te has enterado o qué?

—No, ¿qué pasa?

—Pues lo que tenía que pasar, que nos vamos a la mierda. Cerramos en un par de semanas. Todos a la puta a la calle.

—No me jodas.

—Lo que oyes.

Por alguna razón, sin embargo, la cosa tampoco me impresionó mucho. Yo seguía pensando en la agenda.

—Tengo una idea para una historia —dije.

—Ah.

—Hay un tipo en Francia que se llama Julio Verne, ¿te lo puedes creer? ¡Y tengo su dirección!

—Paren las máquinas…

—No, en serio, puede estar bien. Un reportajillo para el suplemento del domingo, o algo. ¿No se ha cumplido hace poco el aniversario de su nacimiento, o de su muerte, o de lo que sea?

—Eso fue el año pasado, que yo sepa.

—Bueno, aún así…

—Mira, tengo mucho lío. Llámale y luego me cuentas, ¿vale?

—No tengo su teléfono.

—Ah, ¿y qué quieres?, ¿que te pague el periódico un viajecito a Francia para hablar con un menda que se llama igual que Julio Verne? Total, como sobra el dinero, qué más da, ¿no? De perdidos al río…

—Si me das un par de días, el viaje me lo pago yo… O puedo ir el fin de semana.

—Vaya cuelgue que traes esta mañana…

—¿Sí o no?

—Haz lo que te salga de los cojones.

No hay vuelos a Amiens desde Madrid, así que a la mañana siguiente cogí un avión a París y, desde allí, un autobús.

El campo estaba cubierto por una densa niebla; sentada a mi lado, una chica de unos veinte años repasaba sus apuntes, y yo, por primera vez en mi vida, me preguntaba si iba a ser capaz de llegar a fin de mes.

No había vuelto a leer a Julio Verne desde que era un adolescente.

II

—¿Sí? ¿Qué desea?

—¿Vive aquí el señor Verne? ¿Julio Verne?

—Soy yo.

—Oh, vaya… Verá, soy periodista, trabajo para un periódico español y me gustaría hablar con usted, si no tiene inconveniente.

—Ya, ¿y de qué se trata?

—Eh, bueno… Estoy haciendo un reportaje sobre la figura de Julio Verne y…

—Jesús… Ande, pase. ¿Té o café?

—Café, muchas gracias.

Verne me invitó a sentarme en un viejo sofá, cerca de una ventana. Luego desapareció hacia lo que supuse que sería la cocina. Era un hombre muy mayor, de unos ochenta años, quizá. Cojeaba ostensiblemente.

Al cabo de un buen rato regresó con el café y se sentó frente a mí, en una silla de madera.

—¿Fuma? —preguntó, ofreciéndome un cigarrillo.

—No, gracias.

—Bueno, pues usted dirá.

Empezamos a hablar, la tarde fue cayendo… Estuvimos hablando durante horas, un café tras otro. La habitación parecía el interior de una nube de humo.

—¿Ha conocido a alguna vez a alguien que se llame Nube, señor Verne? —pregunté.

—No, pero lo que sí conozco es un sitio donde se cena muy bien.

Fuimos a cenar, y después a beber vino. Para cuando acabamos hacía ya mucho tiempo que había salido el último autobús de vuelta a París.

—Quédese a dormir en mi casa, si quiere —dijo Verne—. Tengo un cuarto de invitados. Por la mañana temprano Michel puede llevarle a París. Él tiene que ir de todos modos. Así no perderá su avión.

—¿Michel?

—Mi hijo. Está un poco loco, pero no es mala persona.

Dormí de un tirón.

Cuando llegué a Madrid, el domingo por la noche, cogí un taxi con el poco dinero que me quedaba. Por la radio estaban dando los resultados de los partidos de la jornada. No había tomado ni una nota. No había escrito ni una sola palabra.

III

No era mi autobús, pero hacía tanto frío, y el mío tardaba tanto, que me subí igualmente. A los pocos minutos cerré los ojos y, apoyado a duras penas contra el cristal de la ventanilla, me quedé semidormido.

Cuando desperté, lo primero que hice fue mirar el reloj. Las once y media. Es decir, iba a llegar por lo menos una hora tarde. Y eso siempre y cuando tuviese la suerte de coger pronto el autobús que hacía la ruta en sentido contrario. Pulsé el botón de parada y me bajé.

Sabía perfectamente dónde estaba.

Seguí el autobús con la vista: la maravillosa nave submarina, dorada y brillante, se alejaba con elegancia hacia la cara oculta de la Luna. A mi alrededor, las sombras de mil globos aerostáticos formaban un intrincado laberinto sobre el pavimento. Los edificios estaban cubiertos de esmeraldas y reflejaban la luz del sol con los brillos del mar. En la parada de la acera de enfrente, calado con una gorra de plato, un joven todo vestido de azul leía un periódico ruso.

Mi autobús de vuelta tardó más de veinte minutos en aparecer, y luego, otros cuarenta y cinco hasta que llegó al centro. Nada más entrar en la redacción me dirigí a la mesa de mi redactor jefe, dispuesto a disculparme, una vez más, por llegar tarde.

Pero el redactor jefe no estaba. En su lugar encontré a mi compañera de sección, metiendo cosas en una gran caja de cartón.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Ya ha empezado. Estoy despedida. Nos están llamando uno por uno.

—No me jodas.

—Lo que oyes. En fin. ¿Qué piensas hacer tú? ¿Dónde vas a ir?

—¿Ir? No sé… ¿Patagonia? ¿La Luna? ¡La verdad es que no sé por dónde empezar!

—Vaya cuelgue que traes esta mañana…

—Oye, por cierto, ¿tú cómo escribes tu nombre, con hache o sin hache?

—Je, pues según para quién sea… ¿A ti cómo te gusta más?

 Luke Drodz, "Julio Verne"
Luke Drodz, Julio Verne

Miguel Máiquez, 11/3/2009
Archivado en Están todos vivos
En el relato: Julio Verne

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