Edgar

Miguel Máiquez, 22/01/2009
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En la absoluta oscuridad de una noche sin luna, el tren avanzaba a gran velocidad a través de la lluvia.

Habíamos salido de Baltimore aquella misma mañana, poco después del amanecer, cuando la ciudad permanecía aún envuelta en una densa bruma, y un velo fantasmagórico seguía cubriendo sus inconfesables secretos, el rastro de sus días más terribles.

A pesar de que llevaba dos días enteros sin dormir, no había sido capaz de conciliar el sueño en todo el viaje. Y ahora que al fin empezaba a vencerme el cansancio, la lluvia se había transformado en una furiosa tormenta y el estruendo brutal de los truenos me sobresaltaba cada vez que mi mente comenzaba a atravesar los límites de la consciencia. Una y otra vez me despertaba el estrépito del cielo y, una y otra vez, regresaba a mi mente el doloroso recuerdo de los espantosos acontecimientos que habíamos vivido en Baltimore durante los últimos días.

Por más que todo pareciese haber acabado ya, yo sabía bien que aún tendría que pasar mucho tiempo, tal vez toda una vida, antes de que mi castigado espíritu pudiese encontrar aunque sólo fuera un poco de paz. Me sentía impregnado por completo del hedor de la muerte y la podredumbre, marcado por horrores que no iban a abandonarme ya nunca, por mucho que tratase de lavar mi memoria o purificar mi cuerpo.

¡Cuánto ansié durante todo ese viaje poder reposar al fin mi corazón, olvidar lo sucedido, descansar, dejar atrás la pesadilla y reanudar mi vida! ¡Empezar de nuevo, en otro lugar, lo más lejos posible!

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Pero mi alma estaba aún cargada de un profundo desasosiego, y violentos temblores la sacudían sin piedad, en un estremecimiento continuo. El insoportable peso de todo aquel espanto parecía arrastrarme irremediablemente hacia el abismo de la locura. Las imágenes más grotescas y repugnantes se sucedían una tras otra en mi imaginación, convirtiendo mi pobre mente en un interminable espectáculo dantesco.

Intenté entonces escapar de mí mismo con alguna distracción. Busqué mi libro y traté de leer, pero fue inútil. Tampoco me era posible entablar conversación con mis tres compañeros de compartimento, que dormían profundamente. Verles descansar así, tranquilos y confiados, ajenos a todo, me hacía sentir esa dolorosa mezcla de envidia y nostalgia que experimentamos ante la visión de los inocentes o de los ignorantes.

¿Qué habría sido de mis compañeros? ¿Dónde estaban los demás supervivientes? ¿Qué estarían pensando? ¿Arrastrarían también, como yo, esta carga espantosa? Sabía que Annabel había decidido volver en avión y escapar de allí lo antes posible. Quizá ya habría llegado a su casa. ¿Sería ella capaz de dormir?

Yo, en cualquier caso, lo dejé por imposible. Resignado a pasar una noche más en vela, apoyé la frente contra el cristal y, mecido por el traqueteo del tren, dejé que mi vista vagara por la inmensidad de la noche.

* * *

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La tormenta se había vuelto ahora mucho más intensa. Iluminado fugazmente por los rayos y los relámpagos, el paisaje parecía estar congregando a todos los demonios del infierno. Desde el estado febril en que me hallaba, los campos se me antojaban sembrados de miles de cadáveres plateados, y veía descender desde lo alto de las colinas desbocados ríos de sangre. Centenares de enormes pájaros, como cuervos descomunales, surgían de la nada y envenenaban el aire y la lluvia con terribles graznidos. Cada vez se hacía más difícil respirar.

Y fue entonces cuando le vi. Nítidamente, como si el tiempo se hubiese detenido en un instante imposible, o el tren se hubiera quedado suspendido durante unos segundos, en otra dimensión.

Edgar.

Estaba justo allí, sentado a tan sólo unos metros de la vía, con la espalda apoyada en un gran árbol reseco y envuelto en su viejo abrigo negro. Y sonreía. Juro por Dios que sonreía bajo la lluvia, como si se estuviera burlando de la muerte.

Edgar… ¿Es posible que estuviese vivo aún? Su inexplicable desaparición había sido como el preludio de las atrocidades que habríamos de vivir en Baltimore durante los días siguientes. Parecía lógico, pues, que su presencia marcase ahora el epílogo de la tragedia.

Con las escasas fuerzas que me quedaban, traté por todos los medios de no pensar en ello y, poco antes de llegar a nuestro destino, conseguí al fin sumirme en un sueño ligero.

* * *

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Las semanas que siguieron a mi regreso las pasé ordenando papeles y resolviendo todos los asuntos necesarios para mi viaje. Visité a mis padres y a algunos viejos amigos, logré vender mi casa y, finalmente, llamé a Annabel para despedirme de ella, quién sabe si por última vez.

La encontré más delgada, pero no tan abatida como había temido. Aparentemente, estaba logrando superar el trauma. En cualquier caso, ninguno de los dos hicimos ni una sola mención a Baltimore durante las varias horas que pasamos juntos. Ambos actuamos como si jamás hubiese ocurrido, convencidos de que lo mejor era no recordarlo siquiera.

Qué ingenuidad… Ni uno solo de aquellos extraños días de actividad frenética y despedidas continuas fui capaz de apartar de mi mente las imágenes del horror, de la muerte, de la destrucción absoluta. Una vez que se ha asistido a los espantos del infierno, la marca que queda es para siempre.

Por encima de todos los recuerdos, uno en particular me atormentaba día y noche: aquella última visión del viejo Edgard en la lluvia, sonriendo bajo el árbol, junto a la vía del tren… No lo había hablado con nadie, ni siquiera con Annabel, y el fantasma crecía y crecía en mi interior como un cáncer.

Hasta que finalmente comprendí que no iba a poder volver a ser yo mismo a menos que intentara resolver el misterio.

* * *

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Habían pasado exactamente dos meses desde la vuelta de Baltimore, y todo estaba ya listo para mi partida. El equipaje, preparado; los asuntos, resueltos. Tenía en el bolsillo un billete de avión para el día siguiente, y ya sólo me quedaba una cosa por hacer.

Alquilé un coche y salí de la ciudad muy temprano. Había calculado el tiempo transcurrido desde que tuve la visión de Edgar hasta que el tren llegó a la estación, y conduje durante aproximadamente una hora y media por la vieja y solitaria carretera que discurre paralela al trazado ferroviario. Dejé el coche aparcado en un camino rural y comencé a caminar.

A medida que avanzaba, la sensación de que todo había sido un sueño demencial se hacía cada vez mayor. ¿Acaso era posible que aquel paisaje tranquilo y soleado, aquellos cultivos inofensivos, los campos de amapolas, tuviesen algo que ver con el terrible escenario que habían contemplado mis ojos? Pero estaba decidido a no dejarme dominar por las dudas de mi espíritu maltrecho. Estaba decidido a llegar hasta el final.

Continué caminando durante varias horas, cada vez más cansado. A veces ni siquiera era capaz de recordar qué estaba haciendo allí o hacia dónde di­ri­gía mis pasos…

Hasta que al fin, cuando la luz del sol empezaba ya a retirarse, apareció, a lo lejos, la inconfundible silueta del viejo árbol reseco.

Aminoré el paso, me fui acercando poco a poco… Allí estaba. Sin duda, era allí. ¿Qué esperaba encontrar? Desde luego, no a Edgar. En todo caso, albergaba la remota esperanza de hallar alguna huella, el más leve signo de que realmente estuvo allí. Una colilla, tal vez, lo que fuera. Cualquier cosa que me permitiese ahuyentar de una vez al fantasma y cerrar para siempre aquel desgraciado episodio de mi vida.

Pero no había nada. De rodillas en la tierra cuarteada, busqué infructuosamente durante un buen rato, como un loco desesperado y perdido en mitad de la nada.

Derrotado y exhausto, estaba ya a punto de volver cuando alcé de pronto la vista y me di cuenta de que el árbol estaba partido prácticamente en dos. Una profunda y devastadora herida lo recorría de arriba abajo, y aún resultaban claramente visibles las marcas negruzcas del fuego eléctrico, la violencia definitiva del rayo…

Mis pies tropezaron entonces con algo sólido y duro. Semienterrada en el suelo, junto a las raíces, oculta bajo pétalos muertos de amapola, había una botella de coñac. Estaba medio vacía. La cogí, la introduje en el bolsillo de mi abrigo, junto al billete de avión, y emprendí el largo camino de regreso.

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El escritor estadounidense Edgar Alan Poe nació en Boston, Massachusetts, hace exactamente doscientos años y tres días, el 19 de enero de 1809. Murió (o no) en Baltimore, Maryland, el 7 de octubre de 1849.

Todas las ilustraciones que acompañan al relato fueron realizadas por Harry Clarke (1889–1931) para los Cuentos de Misterio e Imaginación, de Poe. La mayoría de estas historias han sido publicadas en España bajo el título de Narraciones Extraordinarias.


Miguel Máiquez, 22/1/2009
Archivado en Están todos vivos
En el relato: Edgar Alan Poe

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