Juana

Miguel Máiquez, 20/12/2008

Tengo tanto miedo que casi no puedo ni moverme.

Camino rodeada de soldados, pero no se atreven a tocarme. No me empujan, no me zarandean. Ni siquiera aprovechan para meterme mano, como les he visto hacer tantas veces con otras condenadas. ¿Les he contagiado yo mi miedo o me han temido siempre?

Tanto miedo que apenas puedo respirar. Pero no es miedo a la muerte, ni al dolor. No temo a la hoguera. El fuego transforma, purifica. Es como un portal. He llegado incluso a desearlo, muchas veces, con el mismo ardor con que está a punto de consumirme ahora.

No, no temo al fuego. A quien temo es a Dios. Por primera vez en mi vida, un terror total, absoluto.

De pronto he perdido el rastro de su misericordia, de su piedad. He perdido su amor. Sé que al fin me está esperando, pero no soy capaz de verle. Ha dejado de ser mi padre, mi esposo, y se ha convertido en una amenaza oscura y todopoderosa que va a juzgarme.

Siempre me he sentido gozosamente desnuda ante Él, entregada y hermosa como ante un amante. Y ahora, sin embargo, me siento invadida, escrutada, vulnerable. Quiero taparme, esconderme, regresar al país de mi infancia, cuando todo era puro y sencillo.

Algo se ha roto. Algo ha quebrado mi fé, en el último momento, y con cada duda que germina se va haciendo más y más grande el miedo a su juicio, el miedo a que ya no me ame como me amaba, a estar caminado sobre las brasas del gran error que quizá haya sido mi vida.

Los gritos de la gente me taladran los oídos; las risas, las burlas, los insultos, Orleans, el Delfín… Las imágenes de tantos años de guerra me empantanan la mente.

Pero nada importa, sólo Él.

Necesito su paz, y no puedo encontrarla. Y la angustia va creciendo, me devora, me atenaza al corazón. Hasta que ya no puedo soportarlo más, y entonces me despierto.

Hace 577 años que se me repite el mismo sueño, la misma pesadilla.

Luego me levanto, pongo una cafetera, salgo a la terraza y riego las plantas. Cuando el café está listo me siento al sol, enciendo un cigarrillo y cierro los ojos. Su divina luz vuelve a inundarme, poco a poco. Pero aún tengo que reconciliarme con Él, y nunca es fácil. Empieza un nuevo día.


Miguel Máiquez, 20/12/2008
Archivado en Están todos vivos
En el relato: Jua­na de Arco
Imagen: Renée Jeanne (Maria) Falconetti, en La pasión de Juana de Arco (C. T. Dreyer, 1928), detalle

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